estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



viernes, 31 de diciembre de 2010

Reflexiones colaterales al asunto de la Ley Sinde





Al hilo de lo sucedido en estos últimos días en relación al asunto de las descargas de Internet que no pasan por taquilla, me hago una reflexión que no tiene que ver con la sustancia en sí del tema, sino con un hecho colateral que observé durante el proceso.

El día en el que el Gobierno perdió en el Congreso la votación para aprobar la famosa Ley Sinde, una de las preguntas favoritas de los periodistas a la Ministra (perpetradora del delito) era si pensaba dimitir. Otra pregunta que también tuvo mucho predicamento, pero planteada a otros políticos que no están en el partido que gobierna, fue si creían que la Ministra debería de dimitir. O sea, la misma pregunta en realidad, pero con mayor morbo y mejores probabilidades de éxito “periodístico”.

La pregunta, discúlpenme el exabrupto, es de una estupidez mundial. Y lo es porque lleva implícito el hecho de que cualquier miembro de un Gobierno sostenido por un partido que no tenga mayoría absoluta en el Congreso (hecho común, y cada vez más probable, según van las cosas), es carne de cañón permanente, no importa si su gestión es buena o mala. Es suficiente con que no prospere alguna iniciativa legislativa suya en la Cámara.

Dándole la vuelta a la cosa, me temo que un ministro que nunca debiera dimitir, ni ser preguntado al respecto, por mucho que fuera un desastroso administrador de ciudadanos, sería aquel que perteneciera a un Gobierno sostenido por un grupo parlamentario con mayoría absoluta. En ese caso, es probable que las preguntas de los periodistas fueran más hacia el manido asunto de la cruel insensibilidad del rodillo parlamentario. O sea, ni contigo ni sin ti, para variar.

No sé si lo pertinente es decir que uno nunca deja de sorprenderse en política; o justo lo contrario, y mantener que las cosas de la política ya no nos sorprenden jamás. Casi que me quedo con lo primero, que expresa un escepticismo sólo relativo, mientras que el de lo segundo es absoluto, y ya no tiene cura. Y no me indigna tanto la posición de los políticos, ocupados permanentemente en su trabajo, que no es otro que llegar al puesto de mando, como la de algunos periodistas, que se han acogido al “titularismo” como forma de ejercer su profesión, robándonos la ilusión, ya alojada hace tiempo en el almacén del romanticismo, de pensar que el llamado “cuarto poder” era del bando de los buenos. De nuestro bando.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Racionalizar




El otro día se me quedó enganchada en la cabeza una pequeña trifulca dialéctica que se montó en la oficina a propósito de los medios de comunicación. El principal objeto de debate era si uno debe racionalizar la información emitida por ellos o no, o algo de enunciado semejante a este.

Se me ocurren dos enfoques de la cuestión, con independencia de que pueda haber otros. Podemos racionalizar los acontecimientos descritos por los medios de comunicación, o podemos racionalizar el hecho de que para un mismo acontecimiento, los distintos medios sugieran diferentes lecturas del mismo. Por lecturas digo cosas como la identificación del elemento inductor del hecho periodístico en cuestión, o las consecuencias pronosticadas para él, o incluso su valoración moral.

En el primer caso no tenemos elección, y siempre racionalizamos. Es decir, acudimos rápidamente a la asociación racional-humano, y la noticia narrada nos demuestra de qué somos capaces las personas, tanto en lo bueno como en lo malo. No hay más. En realidad, cuando empleamos la expresión "no me puedo creer que sucedan estas cosas", no pensamos que la noticia describa el hecho de manera imprecisa, o incluso falsa, ni tampoco que los protagonistas de la misma sean Gurb (cuando ya hubo noticias de él) y su colega ínter espacial. Sólo constatamos que lo racional y lo razonable (no sé por cuánto tiempo nos servirá esta palabra) son cada vez cosas menos coincidentes, porque ya no es tan verdad, lamentablemente, que lo racional diferencie, en positivo, a los hombres de los animales.

En el segundo caso me parece que sí tenemos opción. Y aquí yo me inclino por las ventajas de racionalizar, esto es, de no perder de vista que los medios de comunicación son empresas dedicadas a la explotación mercantil de una actividad, aunque el negocio pueda ir bastante más allá de lo visible en la última línea de una mera cuenta de resultados. En otras palabras, no hay más remedio que aceptar que los medios de comunicación a menudo están más al servicio de los intereses de determinadas personas (siempre hay individuos detrás de los grupos de personas, y esto, aunque parezca una obviedad de exclusivo ánimo estético, creo que puede llegar a asustar), que al del fiel cumplimiento de una labor social. No es ésta ninguna idea novedosa, y mi propuesta es que al elegir esta opción, racionalizar en este sentido, evitamos dolor de alma, o de algún órgano conceptualmente próximo, y el esfuerzo que supone el andar haciéndose cruces, o aún peor, desgastarse en plegarias por la salvación de los espíritus inmortales de aquellos para los que la deontología periodística es tan sólo una idea romántica, en el mejor de los casos.

Por supuesto, hay ámbitos informativos que no son tan “secuestrables” por el debe y el haber contables, u otras servidumbres menos explicables; y además, tenemos lo de que generalizar no está bien, y no lo está. Por ello, aunque no soy irremediablemente escéptico, soy inevitablemente relativista. De ahí no me saca nadie... hasta ahora, claro.



PD. He echado un vistazo atrás a este texto y me sugiere la imagen de una voz leyendo apresuradamente un letrero blanco sobre fondo azul que rezara algo así como: “leer esto antes de la siesta, está médicamente contraindicado... o puede que bien pensado sea justo lo contrario”.



Junio de 2007

sábado, 4 de diciembre de 2010

Urban cowboy

Un día ya no le quedaron fuerzas para seguir cuidando de la tierra, y de los animales que, con ella, le habían hecho compañía y dado de comer. Ese día la soledad de la aldea se hizo densa como el cielo oscurecido de las tormentas de verano, y las grietas de las casas abandonadas adoptaron el rictus que antecede a la muerte. Así que vendió todo lo que tenía algún valor y se fue a la ciudad. Si otros que le habían precedido pudieron sobrevivir a una amnesia inmisericorde que borra de golpe la mitad de la vida, es porque en la otra mitad también hay cosas que le hacen a uno estar bien. Quizá el entorno tuviera un aspecto más de grises y marrones, que de verdes. Pero, al menos, ahora, podría contrastar con los demás su percepción sobre los colores que pueblan el mundo.







Julio de 2010

sábado, 27 de noviembre de 2010

Farol



De noche, ¡atención!
Ignórame y vagarás
por cualquier rincón.




Fotografía: Flaurash

jueves, 4 de noviembre de 2010

Cuento de la escalera de los mundos



Dedicado a Ester. La inspiradora de este desvarío.



Todas las partículas elementales que forman cada una de las pequeñas células y moléculas que, a su vez, componen los seres y objetos que habitan nuestro mundo, son un mundo en sí mismas. En ellas hay ciudades, personas, montañas y mares. Todo en una escala tan pequeña que los científicos de cada mundo, aún no han sabido inventar un nombre para designar la unidad de medida que representaría el tamaño del mundo inmediatamente más pequeño que el suyo. Y no lo necesitan tampoco, porque ni siquiera conocen su existencia. Pero que esto es así, no es nuevo para nadie, excepto para los científicos, claro.

Un día, un demonio de alguno de esos mundos, cansado del ejercicio de una profesión a cuya vocación nunca supuso una gran fortaleza, y frustrado por la inutilidad de la misma, decidió hacerse científico e investigar qué había en el universo de lo pequeño. Y pensó, además, que si había un universo de lo pequeño en relación a la escala de su mundo, no había razón para que no hubiera también un universo de lo grande. Trabajó en dos direcciones, y así, dedicó sus esfuerzos a conocer con qué se identificaba mejor cada elemento dentro de esta cadena infinita de universos. Si con su propia naturaleza dentro del mundo en el que los tamaños le eran asequibles y proporcionales, o con la otra de aquello a cuya esencia pertenecía el mundo en el que vivía. Por otra parte, quiso saber si había alguna manera de trascender desde el mundo propio al inmediatamente superior, e integrarse en él.

Después de muchos años de trabajo, ensayos y perseverancia, cuando ya se había convertido en un demonio feo, por lo viejo, pudo llegar a obtener una conclusión a sus investigaciones. Nadie se identificaba con la naturaleza del ser superior a cuya formación contribuía su propio mundo porque, simplemente nadie podía tener conciencia de cuál era esa naturaleza. Él era un demonio en su entorno, pero ese entorno podía ser la partícula de una célula de un caballo, o de una molécula de acero del fuselaje de un avión, o quizá un pequeño trozo de una gota de agua en el mar que inspirara a algún poeta. Así que se sentía demonio antes que cualquier otra cosa.

Pero sabía también que a fuerza de repetitiva, la vida se llega a hacer aburrida, y el demonio, que era un tipo muy locuaz y convincente, reunió un día a todos los habitantes de su mundo, ya fueran hombre, animal o cosa, y les convenció de que podía ser algo bueno el cambiar la propia naturaleza por otra que rompiera la rutina en la que nos encierra la que nos conocemos. Propuso a todos los hombres que se sintieran demonios. La fuerza de todas esas voluntades unidas los convertiría en un demonio más grande, uno que por su tamaño habría de pasar necesariamente al mundo de la siguiente dimensión. A los animales les animó a ser cisnes, para que en su éxodo colectivo el reino animal estuviera también representado; y para las cosas eligió un abrelatas, símbolo del ánimo que es necesario para liberar a la sabiduría y al conocimiento científico de la jaula permanente en que la desidia por aprender los encarcela.

Pasaron todos ellos trece días completos, concentrándose en la asunción de la nueva identidad que a cada uno se le había asignado, sin dedicar esfuerzo alguno en otras tareas. Y cuando la comunión de voluntades y pensamientos llegó a ser absoluta se produjo el salto. Pero quisieron las leyes de esta física imposible y caprichosa, que las cosas no resultaran como habían sido pensadas, y la necesidad de dividirse en tres grupos les condujo a un resultado intermedio, en virtud del cual, todos se convirtieron en demonio, cisne y abrelatas de mayor tamaño, sí, pero no lo suficiente. Además, como consecuencia de la metamorfosis, un espacio de su esencia quedó sin contenido concreto, y ese espacio fue aprovechado por una baldosa que fraguaba la suya en ese momento, en una fábrica de pavimentos cerámicos de Toledo, para apresarlos en ella.

Y esa es la razón, y no otra, mi querida amiga, por la que en la segunda baldosa de la segunda fila del suelo de tu cuarto de baño, solías distinguir de manera difusa las figuras de un demonio, un cisne y un abrelatas. Es tan evidente, que no entiendo como no me di cuenta antes.



Mayo de 2010

martes, 26 de octubre de 2010

El refugio de los cobardes


Los primeros cobardes entraron en la cueva muy despacio. Encendieron todas las teas que tenían para prevenir el ataque de algún oso cavernícola. Poco a poco, se acomodó su vista a la oscuridad y resolvieron instalarse allí pues parecía un lugar seguro, templado y seco. Los que quedaron fuera, miraron a la cueva y a sus colonizadores con desdén, y después se alejaron para seguir viviendo a su modo, que era el de los más fuertes. Pero el entorno también era fuerte y fue diezmándolos con sus armas tradicionales. Las mismas que inundaban las vaguadas y aniquilaban la espesura, soplando desde donde la gran luciérnaga mira cuando reina la oscuridad. Un día, el rinoceronte atacó a uno de los mejores de entre los habitantes del espacio abierto, causándole grandes heridas, y dejándole medio muerto e inmóvil al borde de la vereda que subía a las rocas. Los cobardes salieron a buscarle y le llevaron a la cueva. Allí, le limpiaron las heridas, le dieron abrigo y le devolvieron la salud. Luego volvió con los suyos. No supo expresar gratitud, porque sólo le cabía la vergüenza.

En la siguiente estación enfermó el vástago del jefe de las hordas del espacio abierto. Su madre comprendió que el frío y la humedad se lo llevarían sin remedio, y ella se lo llevó antes por el camino que llegaba hasta la cueva. Antes de partir, miró a su compañero y éste humilló la mirada y les cubrió con su propia piel de oso. Después, el jefe entregó su báculo, el que lo distinguía como el más fuerte y sabio, y siguió las huellas que los suyos habían dejado en la nieve.

La siguiente estación fue aún más inclemente, y el vigor de los miembros del grupo se fue secando como los arroyos en verano. Una noche, los hombres pensaron que la vergüenza sólo existía si había quien se avergonzara de ellos. Entonces decidieron engrosar el grupo de los cobardes. En la cueva, la tribu prosperó y se hizo grande otra vez. Pero entonces vino la carestía de la comida; y ni el mismísimo rinoceronte que reinaba en las tierras que limitan con el horizonte, estuvo a salvo de la necesidad, a pesar de su fortaleza y tamaño.

Los primeros cobardes trajeron los tallos de unas plantas que habían germinado a su cuidado y al de las lluvias de otoño. Los demás les miraron con desprecio. Habían vuelto a traicionar a la tradición.



Ilustración de Tedejo
http://tedejo3.wordpress.com/cuicuilco-la-historia-desconocida-de-america/



Noviembre de 2004
Rev. en Septiembre de 2005

sábado, 9 de octubre de 2010

El tiempo inmóvil


Pedro siempre ha estado aquí desde que tengo recuerdo de este sitio. Luce muchas canas, pero no más de las que tenía ya desde hace un buen montón de años. Cree que todas le han salido detrás de la barra y no es así. Es sólo que no se acuerda bien, porque no existe en su memoria nada que no haya sucedido en este bar que es su casa. Creo que se encuentra institucionalizado (*) aquí.

El bar de Pedro es de esos locales que uno no consigue asociar al concepto de “rentabilidad”, porque resulta imposible que quepa en ellos ni siquiera el más inestable equilibrio entre gastos e ingresos, sólo a fuerza de las visitas de algunos incondicionales. Si Pedro tuviera que elegir entre la calificación de “hobby” o la de “negocio” en relación a la existencia de su bar, creo que lo echaría a suertes.

En este lugar, lo que pasó ayer no es distinto de lo que está pasando hoy, y mañana será aún menos distinto todavía. Aquí las cosas son inmutables. Es como si se hubieran congelado y nunca cambiaran de aspecto ni se hicieran más viejas. El tiempo ha estado pasando tan despacio, que finalmente perdió su inercia, y ya ni pasa.

Hay una parroquiana que siempre viene a tomarse su café, acompañada de cuatro perros iguales excepto por el color del pelo, que es blanco en dos de ellos, y negro en los otros dos. A veces mi pensamiento se extravía y se me queda absorto en los perros, calculando que con otros 60 más, podría formarse un tablero de ajedrez. Completamente inútil, ya que los condenados no paran quietos. Se trata de animales más bien pequeños, y yo veo que después de tanto tiempo no han crecido nada. Aunque bien podría ser que hubieran sido golpeados por el parón del tiempo, Pedro dice que es que son así, que esta raza de perro es de no crecer.

Existe otro tipo habitual al que no he conseguido escuchar palabra. Sé por Pedro que no padece ningún defecto físico en el habla, pero nunca dice nada. En realidad no lo necesita porque siempre bebe lo mismo, sabe dónde está el lavabo y conoce los precios de las cosas que tiene que pagar. Puede ser que su escasa generosidad en la expresión oral, sea impulsada por esa estrafalaria teoría, de cierto éxito entre personas supersticiosas, según la cual, muchos actos cotidianos que se realizan de forma repetitiva, están limitados por cuotas de producción que no pueden ser excedidas, y que están impuestas por no se sabe qué principio físico, económico o fatalista. O quizá no es que piense que se le pueden acabar gastando todas las palabras, sino que ya dijo todas las que merecía la pena ser dichas. Entonces sería un escéptico o algo así.

Resulta como si todos estos personajes de tonalidad cromática anterior al Cinemascope tuvieran sentido sólo en función de su pertenencia al bar. Son parte de él, y están mimetizados con la lentitud que adopta aquí el tiempo como forma de expresión. Cuando pienso en ellos, tengo algo parecido a un sentimiento de lástima. La vida es, debe ser, más intensa. Y abarcar una diversidad de situaciones, momentos y contrastes. Esto es lo que pensaba yo hasta el día de hoy.

A la hora del vermut, Pedro me ha dicho que un amigo suyo que tiene una buena cámara fotográfica va a venir mañana a hacer una “foto de familia” en el bar. Es su intención colgarla orgullosamente en el sitio más principal que encuentre, como en esos locales que tienen las paredes llenas de famosos que pasaron por sus salas. Me ha rogado que no falte, porque pocos tienen tanto derecho como yo - ha añadido - a salir en esa foto.



(*) En la película Cadena Perpetua, el personaje encarnado por Morgan Freeman, decía de algunos presos con los que compartía condena; que llevaban tanto tiempo en la prisión, que para ellos ya no era posible concebir otro mundo que no fuera el que había dentro de los muros de aquella. Esos presos estaban “institucionalizados”.



Febrero de 2004
Rev. en Noviembre de 2005

martes, 5 de octubre de 2010

Todos los caminos llevan a Roma


El pasado 29 de septiembre hubo una Huelga General en España, a la que, si nos dedicamos a escuchar con cierta atención las distintas opiniones que se vertieron sobre ella antes de que se produjera (después, se ha hecho un silencio absoluto y mágico, como nunca antes se vio en relación a un hecho de tanta relevancia), aún no sabemos dar una interpretación que pudiera ser más o menos consensuada por la mayoría, y que nos sirviera, por tanto, para ilustrar los libros de Historia.

Nuestro Gobierno lleva un par de años dando “palos de ciego” en su intento por combatir esta crisis inmisericorde que nos está pasando por encima como si de un tsunami se tratara. Pero seamos justos: Los gobiernos de otras naciones equiparables a la nuestra en desarrollo y organización económicos, han estado en una situación muy parecida. A lo sumo, ellos daban “palos de tuerto” si aceptamos, y justo es hacerlo, que aquí la ceguera se nos vino antes por culpa de los calendarios electorales. Me parece que eso ya no lo discute nadie.

Lo cierto es que arrastrando esta situación desde hace tantos meses, puede que hasta el Gobierno se dé por bien parado con una sola Huelga General. O sea, que el que más y el que menos de los que se sientan en la mesa del Consejo de Ministros debe pensar (eso sí, por lo bajini): “Los sindicatos nos han dado ya mucha cancha, probablemente más de la que hubieran dado a algún otro”. Si a esto le añadimos que se ha alcanzado un acuerdo de servicios mínimos en materia de transporte, al menos en lo que a las competencias estatales se refiere, que es algo que a uno se le antoja un pelín contra natura en una situación de Huelga General; y que para definir el ambiente de la jornada se utilizó la expresión de que se había desarrollado con “absoluta normalidad”, que parece algo más ajustada a hechos festivos (fiestas patronales, elecciones legislativas, y cosas así), da la impresión de que el Gobierno, sin querer, quería esta huelga.

Los sindicatos mayoritarios han tenido tanta mano izquierda durante todo este proceso, que apenas sabían ya utilizar la diestra. Esto parece razonablemente verdad. Pero también es verdad que el axioma del “conflicto de clases” y las formas en las que se manejan las divergencias de objetivos entre empresarios y trabajadores, no son las mismas que hace, pongamos por caso, 32 años. Probablemente los sindicatos hayan sabido ver eso. Pero finalmente han aguantado hasta donde han podido. Y la raya a partir de la cual ya no les ha sido posible hacerlo se llama “dignidad”. Es así de claro. Ellos sabían de antemano que el Gobierno no podía dar marcha atrás en la reforma laboral aprobada, pero la “mala conciencia”, que entrecomillo con toda intención, ya no les dejaba otra salida que convocar la movilización. Resulta bastante ilustrativo el comentario de Ignacio Fernández Toxo, cuando manifestó que “convocar una Huelga General es una auténtica putada”. Yo creo que todos entendemos qué es lo que quería decir diciendo lo que decía.

Sin embargo, los sindicatos han sacado algo positivo de esta huelga huérfana de entusiasmo. A tres semanas del día 29 de septiembre, el que más y el que menos, creía que la convocatoria iba a tener un seguimiento infinitesimal. No había ambiente de huelga. Sólo desgana. Y sin embargo, las organizaciones sindicales se han puesto las pilas, y han conseguido hacer un test bastante afortunado del músculo movilizador del que aún disponen. Si con un móvil más que dudoso, el resultado, guerra de cifras al margen, ha sido el que ha sido, ¿qué hubiera pasado de haber contado con uno de contundencia más tangible?

En fin, que a los sindicatos se les han hecho muy largas las 24 horas del 29 se septiembre. Más que un día sin pan. Y me parece que los sindicatos no querían, queriendo, esta huelga.

Los trabajadores se han quedado en medio de todo este lío, como una isla que no tuviera ni aeropuerto ni muelle para barcos. Es como si hubieran visto una película en la que al salir del cine uno no está seguro de que el malo fuera tan malo, ni tan bueno, el bueno. O al revés. O tampoco. Ni los sindicatos se habían ganado su respaldo con la constancia suficiente, ni el Gobierno el beneficio de ser defendido.

Cuando hay una Huelga General, parece que lo razonable es que cada uno esté en el sitio que le corresponde. En esta, que además no servirá para cambiar el rumbo de las decisiones en materia legislativa que la motivaron, o puede que precisamente por ello, todo el mundo pareció jugar a las cuatro esquinas, y situarse dónde no se le esperaba. Pero hubo huelga. Parece que una vez más se demuestra que todos los caminos llevan a Roma.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Laura y las sillas voladoras



Al final de una jornada pletórica de risas y diversiones, y atrapados por una sensación de feliz agotamiento, la atmósfera del Parque de Atracciones va adquiriendo un color entre amarillo y rojizo. Si dependiera de la hora y del trajín incesante del día, las grandes máquinas que pueblan este espacio, empezarían a bostezar. Pero sólo si su ciclo circadiano fuera un poco más orgánico y menos metálico. En realidad son, a su manera, como los niños pequeños, que pasan del modo “on” al “off” repentinamente. Como si tuvieran también ellos un botón para ser apagados. Ya va siendo hora de recogerse, pero Laura (¡por favor, Papi!) aún quiere repetir en las sillas voladoras. Esas a las que la tecnología más moderna, con su sorprendente y extravagante estética, aún no ha llegado. Y hacia ellas nos dirigimos. Lo hacemos a paso de marcha para evitar una impuntualidad con el último pase, que sería una lástima.

Yo me quedo en tierra, porque creo que no tengo ya cuerpo, ni puede que arrojo bastante, como para volar de noche. Y desde el suelo, me quedo mirando toda la ceremonia, como si el éxito de la misma dependiera de mi mirada atenta. Laura ha escogido una silla del círculo exterior. Eso nos ayudará a ambos. A mí, en mi labor de vigilancia, y a ella, porque me verá mirándola, y puede que comprenda que con las cosas serias, al menos con algunas, no soy un tipo distraído.

Laura me sonríe cada vez que pasa a mi altura en las primeras vueltas. Lo hace con una franqueza cuya importancia probablemente no entienda, pero que me conmueve. Me sonríe contagiada por la algarabía del resto de los pasajeros, y mueve las piernas adelante y atrás de forma alternativa, disfrutando de la ingravidez y del aire fresco que le acaricia el rostro.

El cilindro central de esta atracción de Mary Poppins va ascendiendo lentamente, y con él, su gran sombrero superior, policromado a base de dibujos que recuerdan a las portadas de las aventuras de Celia. Y detrás van las cadenas que sujetan las sillas, y que ya andan inclinadas como si se deslizarán por una carretera con peralte que, suspendida en el aire, hubiera sido construida por algún eminente ingeniero de los de traje con pajarita, bigote pequeño y retrato fotográfico en blanco y negro.

Entonces observo algo sorprendente. En cada vuelta a Laura le cuelgan más las piernas. Miro a mi alrededor buscando gestos de extrañeza en las caras de los otros padres aparcados en el entorno, pero no aprecio en ellas transformación alguna. El hombre que opera la máquina sigue visible a través de una pequeña ventanita que hay en el redondo pedestal. No advierto en él ningún movimiento no programado, y pienso que seguramente estoy loco.

Sigue pasando Laura por delante de mí una y otra vez, y ahora toda ella es más grande por momentos. Definitivamente, debo de estar chalado. Sin embargo, no me preocupo. Me sigue sonriendo, y distingo gestos de bondad en sus ojos. Me da por interpretar que es la mirada de quien elegiría antes lo utópico que lo pragmático, y eso me causa una indefinible sensación de satisfacción. Laura, a veces, distrae la mirada como escrutando el horizonte. Ahora no balancea las piernas. Las mantiene como al pairo en esta agradable noche de no me acuerdo qué mes.

Al fin, parece que el dilatado tiempo programado para este vuelo nocturno va terminando. Los improvisados pilotos con sus sillas de metal plateado se detienen lentamente. Laura se dirige hacia mí por el estrecho corredor de salida fabricado a base de pequeñas traviesas de madera. Anda erguida y sin prisas, y sigue sonriendo. Cuando llega a mi altura me dice “Papá, vámonos a casa. Ya es tarde”.

Camino de la salida, noto en la maldita rodilla ese molesto pinchacito cuya existencia ignoraba hasta hace un rato, y que me ataca a veces desde hace un tiempo cuya duración no sé medir. Y es que las jornadas como hoy se le hacen largas al cuerpo. Pero un día es un día. Y además, quién sabe si acaso ya no sea yo en lo sucesivo, quien comparta con Laura las entretenidas y ajetreadas visitas al Parque de Atracciones.



Ilustración de Claudio Fabián Piccone
http://www.ocpc.com.ar/foro/showthread.php?t=689



Septiembre de 2010

domingo, 19 de septiembre de 2010

En la Plaza Mayor



Las tres mujeres estaban en la Plaza Mayor, sentadas en la terraza.

La de la blusa azul de tirantes se apantallaba los ojos con la mano para huir del deslumbramiento del sol que se encontraba allá en su frente (como Estambul, vaya) emergiendo sobre los tejados de pizarra. Parecía negar la capacidad de su mano para ser opaca, porque entornaba los ojos al mismo tiempo. O puede que lo hiciera para enfocar y así engañar a la miopía, no sé.

La de los pantalones pirata blancos estaba repanchingada en su asiento, y apoyaba los pies en la silla de enfrente. No encontraba la postura y cambiaba el culo de sitio dentro del pequeño espacio metálico en el que intentaba darle acomodo. En esos lances, la silla en la que apoyaba los pies arañaba el suelo y se alejaba de ella.

La de la melena larga, ondulante y negra, estaba en posición perfectamente erguida. Su cuerpo y sus piernas formaban un ángulo de noventa grados, ni uno más ni uno menos. Jugaba con el servilletero, y lo mareaba haciéndolo girar sobre la superficie de la mesa con sus dedos casi tan largos como su cabello. Cruzaba una pierna sobre la otra, y la de arriba abanicaba rítmicamente el suelo que se encontraba debajo.

La mujer de la blusa azul de tirantes tomaba un café solo. Detuvo con un gesto enérgico y mudo al camarero, cuando éste intentó volcar leche sobre la pequeña taza. Lo protegía con las manos. Y el café, quién sabe si en agradecimiento, se las calentaba.

La mujer de los pantalones pirata blancos bebía Cocacola. Tras palpar la botella, arrojó los hielos del vaso al empedrado de la plaza. Entonces el sol empezó a hacerse cargo de ellos, como vaticinaron que pasaría cuando aquella vez en el cole me hablaron sobre el ciclo del agua.

La mujer de la melena larga, ondulante y negra había pedido un té. Se lo sirvieron muy caliente y el aliento blanco que desprendía el recipiente, ascendía hacia arriba hasta hacerse invisible hacia la mitad del fuste de la columna que había justo al lado del velador de desayuno.

Ninguna de ellas hablaba. Miraban en un silencio cómplice a los edificios, y a ratos se detenían en la Casa de la Panadería, como esperando que hiciera honor a su nombre y les obsequiara con un trozo de pan recién hecho. Pero quizá no era eso, porque alguien les habría dicho ya, que no queda nada de tahona detrás de esa fachada.

La de la blusa azul de tirantes dijo: “joder, qué bien lo pasamos anoche”. Yo no lo escuché por culpa de la distancia, pero lo leí en su gesto. Las otras asintieron, y eso no hacía falta oírlo.

La Plaza se empezaba a llenar de gente. Entonces me espabilé y reanudé mi trabajo con el cepillo. Hay que ver cómo se pone este pavimento con la jarana de los noctámbulos.



Octubre de 2006

sábado, 18 de septiembre de 2010

Información por doquier




No diré que mi fe en la actividad política (de los políticos) se desmorona. En realidad, algo que se desmorona parece que requiere, de manera previa, de una cierta altura que permita a la caída alcanzar importancia. Y la cuestión a la que aludo nunca tuvo longitud suficiente, en lo vertical. Pero la actividad política significa muchas cosas distintas, y no voy yo embistiendo al bulto, sino que me refiero concretamente a la escasa capacidad de los políticos para abstraerse de vez en cuando de las "necesidades" organizativas, electorales y de supervivencia de los partidos a los que pertenecen, para centrarse en el núcleo de la cosa que debería ser el motor de su vocación, esto es, promover que se haga lo que más conviene para mejorar la situación de los ciudadanos, o al menos de la mayor parte de ellos; o cualquier otra definición de las miles de ellas que se podrían formular, bajo una intuitiva idea que es más o menos común para todos. Quizá no tanto para los políticos, cuando apoyada la cabeza en la almohada, se desvelan pensando en su ajetreado día de mañana.

Por otra parte, ya hace tiempo que se me secaron determinados idealismos de los que a uno se le va empapando el cuerpo a lo largo de los años, y entiendo que tampoco se puede hacer política a base de referéndum semanal, para garantizar así el eco permanente de la opinión de los administrados en los temas a administrar. Y hasta aquí esta reflexión, que daría para mucho más, pero que necesitaba sólo con la finalidad de introducir otra relacionada con ella. Ésta se refiere al hecho de que para poder mejorar los partidos políticos sus resultados en la tarea de conseguir ser vistos lo mejor posible (a costa necesariamente de procurar que no se haga demasiado de cerca), no han dudado en alargar todo lo necesario el cable del micrófono a través del que lanzan sus mensajes; y en la consecución de ese objetivo, se han hecho con la inestimable colaboración de los medios de comunicación.

Aquí hay dos cuestiones que ocupan mi reflexión de algún modo. Por un lado, no sé si quiero tener respuesta a la pregunta del millón, y que, formulada en dos mitades, sería algo así como ¿es posible para un determinado medio de comunicación estar alineado siempre con otra fuente de opinión ajena a él, desobedeciendo pertinazmente incluso al más elemental comportamiento probabilístico de que alguna vez pueda producirse un desacuerdo entre ambos?, y en su consecuencia, y supuesta la imposibilidad de lo anterior, ¿qué beneficio material tiene un medio con hacer ese eventual ejercicio de auto limitación?

La segunda cuestión es algo más prosaica, lo admito. En el tiempo que paso en el coche (mi ocasión habitual de oír noticias), y en el ánimo de no comprar el primer pantalón que me pruebe, intento escuchar más de una emisora. Ello me supone poner en riesgo mi seguridad al volante, puesto que la radio no tiene sistema automático de zapping, y depende por tanto, de la capacidad de mi dedo índice para interactuar sobre ella, con la consiguiente distracción potencial. Creo que, inadvertidamente, las opiniones que nos entran de manera continuada por los oídos, acaban por quedársenos dentro, aunque nuestra percepción es la de que tenemos convicciones firmes para todo, o casi todo, y a prueba de bombardeos de opinión.

Al final, mi sistema, bromas aparte, no es solución tampoco, y tengo la impresión de que existe una cierta paradoja final. Diversificando las fuentes en aras de mejorar la información, el resultado final es que entre todos la mataron y ella solo se murió, o lo que es lo mismo, nunca acabamos de saber si son galgos o podencos.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Pirulí



Torre redonda:
envías fantasías
sobre las ondas.



Fotografía: Flaurash

viernes, 10 de septiembre de 2010

Cowboys & Angels


De George Michael tengo la sensación de que no ha dado a la industria discográfica, y aún más importante, a lo que no es industria sino mero gusto por la expresión musical, todo aquello de lo que era capaz. Supongo que hay un montón de circunstancias que podrían explicar este hecho, si en realidad se le pudiera dar semejante nombre a lo que podría haber sido y no es. Cualquier lector apresurado podría dar por identificadas a algunas de ellas, sólo con dar un rápido repaso a su biografía.

Es más que probable que la época en la que este hombre fue vendido a la audiencia mundial como un sex simbol, haya sido un tiempo mal aprovechado, en lo referente a su crecimiento como músico. Y eso, aún cuando en su época de Wham tuvo ya un éxito más que importante. Pero en realidad, esto es algo inevitable en cualquier orden de la vida. Uno no puede nacer hecho, sino que tiene que ir haciéndose con el paso del tiempo, y no todas las etapas intermedias están siempre en la trayectoria más corta posible entre el inicio y el destino.

En fin, esto no son más que reflexiones subjetivas de mi menda. Supongo que lo verdaderamente medible y objetivo son las listas de éxitos, y esta canción que les propongo, después de bastantes números uno de Michael, no se comió un colín en ellas. No obstante, espero que les guste.






George Michael da un resultado especialmente bueno como intérprete de temas cercanos al Jazz. Una de sus ilusiones, abiertamente declarada, era cantar con Aretha Franklin. La hizo realidad interpretando un tema titulado “I knew you were waiting for me” que, curiosamente, suena más Pop que Jazz.

Un saludo

domingo, 5 de septiembre de 2010

A este lado de la puerta



No llegué a cruzar la puerta. Justo cuando la gruesa hoja de hierro en su movimiento de rotación pasaba a la altura del eje de simetría de mi jeta, se detuvo bruscamente. Como yo no esperaba este comportamiento dubitativo por parte de la cancela, la inercia de mi cuerpo hizo que mi cara se encajara violentamente contra el filo de su hoja. Primero impactó contra la frente y la nariz, para luego ir desplazándose por el lado derecho y terminar por detenerse contra el pómulo con un ruido sordo y breve como de madera seca tronchada. Antes de caer al suelo, fui capaz de comprender que el hierro nunca suena a madera seca.

El tipo de la bata verde me contó el desarrollo de la operación de reconstrucción, más con el ánimo, y en todo caso los modos, de dejar patentes sus grandes méritos de cirujano, que para informar, consolar y dar aliento a un paciente confuso y temeroso. Afortunadamente para mí, la mujer de la bata blanca me explicó en términos divulgativo-hospitalarios lo realizado en el quirófano sobre mi cara, así como el alcance de lo que previamente había sido roto en ella por causa del accidente. También me pidió información a cambio, y en su consecuencia me preguntó que cómo diablos me había dado semejante hostión contra la puerta. Aunque ella no empleó con la boca este término tan explícitamente herético, la expresión de su cara al preguntar cuadraba perfectamente con él. Me pareció una buena mujer que se interesaba por sus pacientes, pero no supe cómo dar respuesta a sus dudas, una vez que ella despejó las mías, acerca de que el funcionamiento de la puerta asesina se había demostrado perfecto en las investigaciones habidas durante el tiempo que yo había permanecido en modo "knock out" en el hospital.

En la segunda ocasión sucedió de un modo muy similar. Aunque al parecer, la puerta -que a la sazón giraba de derecha a izquierda en su movimiento de apertura- se detuvo algo más tarde. Por ello, el flanco machacado pasó a ser el izquierdo. No quedó piel en él desde el exterior del pómulo hasta la oreja. Y eso, en realidad, si la oreja hubiera permanecido en su sitio, porque en el transcurso del porrazo dejó de formar parte de mi anatomía. Esta vez, camino del suelo, capté la imagen de mis zapatos. Unos zapatos de color rojo intenso, puntera ancha y redondeada y longitud inexplicablemente exagerada. En los zapatos pensaba, eso creo, cuando mi cabeza hizo de ocasional baqueta contra el tambor del suelo. La percusión sonó a hueco, aunque ya no me dio tiempo a decidir de cuál de los sólidos en liza provenía el sonido. Luego, nada.

Más tarde, el tipo de la bata verde otra vez. Entonces se hacía acompañar de otros dos hombres con traje y corbata que se limitaron a mirar sin decir palabra. En esta ocasión se extendió menos en lo relativo a los detalles de la técnica quirúrgica. Puede que hubiera captado, al fin, mi incapacidad para seguir el ritmo y la ornamentación de sus explicaciones, o puede que simplemente hablara como un autómata mientras se preguntaba asombrado cómo es posible que un tipo pueda romperse la cara dos veces contra la misma puerta. O quizá debiera decir dos caras, toda vez que tras la primera reconstrucción, hubiera podido cruzarme por la calle con el más allegado de mis amigos sin que éste me hubiera reconocido.

La mujer de la bata blanca no se hizo acompañar por nadie. Tuvo una actitud de madre entregada para conmigo desde el principio, aunque yo no atendiera a la comprensión de este hecho de manera inmediata. Y es que mi única preocupación era la de recuperar mis zapatos. Pregunté por ellos a la mujer, quien me confirmó que, en efecto, no iba yo descalzo al ingresar atropelladamente por las urgencias del hospital. Luego localizó una bolsa de plástico de color aséptico (tanto que aún no sé si era gris o azul) dentro del armarito situado al lado de la puerta de la habitación, y de ella extrajo otra bolsa dentro de la cual estaban los zapatos. Eran zapatos de oficinista. Le pedí que indagara el paradero real de los míos, habida cuenta de que aquellos que me mostraba no eran los que llevaba yo en el momento del sucedido. Pero ella persistió, y sacó entonces de la primera bolsa una camisa blanca que reconocí inmediatamente como la mía. Lo supe porque aún era visible en ella un pequeño desteñido en la punta de un faldón que no salió ni en una docena de lavados, ni con la aplicación sistemática (aunque fuera sólo por dos veces) del quitamanchas del Doctor Bechmann. En vista de lo visto, cambié de tercio y le pregunté a la mujer que quiénes eran los dos tipos de traje que habían hecho de cuadrilla al cirujano plástico. Me dijo que eran psiquiatras, pero que no debía alarmarme porque los psiquiatras hoy en día son muy de estar en los casos clínicos, sin que ello suponga que el titular de la habitación que visitan esté de atar. Una vez que me hubo tranquilizado en este aspecto, le pedí que me dejara descansar un rato. Asintió con una sonrisa y se piró por la puerta que emitió un leve sonido metálico al cerrarse.

Aproveché la ausencia de distracciones circundantes para reflexionar y hacer balance de la situación. Para ello, me di la vuelta hacia el lado derecho que es la posición de tumbado en la que realmente mi capacidad intelectual rinde mejor. Existía la posibilidad, eso estaba claro, de que me estuvieran haciendo luz de gas en el hospital, y que hubieran sustituido los zapatos de payaso que llevaba en el momento del accidente por otros de estética neutra que serían dudosamente identificables de tan habituales en los pies de una gran parte de la población. Masculina. De oficinistas. De gustos un tanto conservadores. Pero por otro lado, la mujer de la bata blanca me pareció incapaz de sostener embustes con fines conspirativos contra un tipo de semblante tan cambiante como yo (sin que sepa yo bien qué relación hay entre lo uno y lo otro). Sin embargo, el fulano de la bata verde me pareció desde el principio el típico cirujano estético de sonrisa seductora, edad no muy avanzada, estatura intermedia, reloj en la mano derecha, pelo castaño, pantalón vaquero estudiadamente roto y piso en el Parque de las Avenidas. En fin, un tipo capaz de todo, como cualquiera comprende; aún fuera de su ámbito natural del quirófano. Pero, ¿con qué objeto iba a hacerlo? Por otra parte, la presencia de los psiquiatras en la última entrevista podía responder a la sospecha colegiada por parte de los facultativos del hospital de que efectivamente estuviera yo como una puta regadera. Hasta hace algún tiempo, ni a mí me hubiera parecido descabellado definir así a un tipo que se estampa dos veces con la misma puerta, y encima una de hierro que pesa un carajo. Luego pensé en la imagen de los zapatos una y otra vez, y una vez tras otra, mi intuición me dijo que detrás de ellos estaba la solución al enigma.

A la mañana siguiente me desperté tumbado del lado izquierdo. Mis trabajos de desentrañamiento de las cosas no habían progresado gran cosa. Al poco tiempo, prácticamente sin solución de continuidad tras beberme el café con leche del desayuno de la dieta inconcreta que correspondía a mi perfil de paciente, apareció en la habitación una señora setentona a la que no conocía de nada, dándome los buenos días con una amplia sonrisa, y colocándome un par de besos a los que no tuve tiempo de encontrar causa. Luego charlamos por espacio de unos diez minutos, aunque mi parte fue más de proporcionarle asensos a ella, y casi nada de estimularlos yo. A punto estaba ya de preguntarle que quién era, cuando decidió ponerse las gafas progresivas, al objeto de poder leerme la carta que había enviado su sobrina, la de Alemania, deseando una recuperación rápida para mí. Entonces torció el gesto y se adelantó a mis propósitos preguntándome por mi identidad. Pero no esperó a mi respuesta. Antes de obtenerla, me riñó por impostor y aprovechado, y abandonó la habitación con premura; tanta, que olvidó a los pies de mi cama el bolso del que había extraido sus gafas. No soy de habitual curioso, ni indiscreto, ni ladronzuelo de bolsos, pero me vi impelido a registrar el de la anciana por si de su examen se derivara alguna ayuda para matar el rato. Y sucedió que sí, porque me hice con un carmín y una sombra de ojos que guardé debajo de la almohada para que no me fueran expropiados por la mujer de la bata blanca, o en su defecto, por el hombretón del mono azul que hacía de celador de planta, y que desde el principio me había parecido un tipo físicamente bastante persuasivo.

Pasado un rato, la misma enfermera que me puso el termómetro, recogió el bolso olvidado al retirármelo. Decidí no hacer preguntas, y aún menos acerca de lo que marcaba el mercurio. En ese aspecto soy del todo fiable: 36,2º todo el año. Entonces puse en marcha mi estrategia. Calculé que la visita médica tendría lugar en alrededor de media hora, tiempo más que suficiente para componer un grafiti en la pared de mi derecha, justo frente a la puerta de acceso a la habitación. Dibujé un gran zapato de payaso con ayuda de la barra de carmín y de la sombra de ojos. Imposible no verlo al entrar. Un enrojecimiento sobrevenido en el rostro del médico o de la mujer de la bata blanca al descubrir el fresco, sería la prueba irrefutable de que ocultaban lo que ocultaban. Resultó que lo que ocultaba la mujer de la bata blanca era un carácter insospechadamente fuerte. Cuando vio el dibujo, me regañó con una vehemencia digna de afrenta de honor, y me amenazó con dejarme sin natillas en la comida. Ese era el postre que correspondía al menú de ese día, y mi alarma al respecto estaba totalmente justificada, por significar ese postre el pequeño consuelo para una comida espartana consistente en acelgas rehogadas y pescado cocido, todo ello perfectamente protegido de la malvada influencia de la sal.

Llegada la hora de la comida, dos cosas pude concluir sin lugar a dudas: la mujer de la bata blanca era un alma buena al no haber sustraído las natillas de mi bandeja ranchera; y efectivamente, nadie me había escondido los zapatos de payaso. Pensé que en cierta forma era una conclusión lógica, porque no suelo yo vestir zapatos de payaso en el día a día. No sólo es un complemento extravagante en la indumentaria de las personas que no son del gremio circense, sino que tiene que ser un auténtico tostón andar con ellos. Su anchura y longitud podrían provocar continuos tropezones con los objetos que circundan los pasos de uno. Entonces la solución me llegó nítida: los zapatos de payaso habían sido, sin ningún género de duda, los que habían detenido el giro de la puerta, y habían provocado mis embestidas contra ella. Estaba claro que yo no había calculado el efecto de desplazarme, llegando la punta de mis pies a los sitios una docena de centímetros antes de lo hiciera el resto de mi cuerpo. Esta hipótesis se enfrenta de plano a otros hechos anexos a la historia, y que yo daba ya por ciertos, es verdad. No comprendo cómo esos zapatos llegaron primero a mis pies, ni de qué forma desaparecieron después de provocar el estropicio. Mientras decido si me estoy volviendo loco, miro la puerta metálica de la habitación del hospital. Parece pesada. Quizá lo suficiente como para provocar un daño a cuya reparación acaso no alcanzara ya la ciencia del tipo de la bata de verde. He decidido no correr más riesgos. Creo que me podré acostumbrar a lo limitado de este espacio, y a sus rutinas, siempre que no me falten las natillas.

Cada día de permanencia en el hospital pienso que estoy en deuda con la mujer de la bata blanca, y que se merece por mi parte alguna muestra especial de afecto que parezco incapaz de generar. Algo explícito que le transmita mi agradecimiento por su amabilidad y paciencia. Pero ignoro su nombre y no sé bien cómo dirigirme a ella. Es una jodienda que en los sueños nunca salgan los nombres de pila.
Agosto de 2008

domingo, 29 de agosto de 2010

Monsieur Zidane



No es sólo que me quedara perplejo y feliz con su gol contra el Leverkusen allá en la final de la Champions de 2002, que eso ya fue mucho; ni que tenga usted guantes en las botas, mientras que otros bien podríamos llevar calcetines en las manos, y esto no deja de ser un hecho singular.

No es sólo que usted nos haya permitido, por fin, dar algún sentido a la palabra galáctico, que es de agradecer; ni que un destello de talento suyo en el transcurso de un partido, nos condujera a amortizar sobradamente la ilusión entregada entonces, y tantas veces enferma delante de un televisor con fondo verde; y eso es casi un milagro.

No es sólo que usted en cinco cortos años, haya sido más eficaz que otros 200 de transcurrir el tiempo, para aplacar las iras de mil alcaldes de Móstoles, hecho que nunca podrá ser explicado por la Historia; ni que haya arrancado un minuto de aplausos a 150 periodistas, habituales del estar de vuelta de todo, excepto de la emoción de ver como se quiebran los pies de barro de aquellos a los que el ejercicio físico les cunde tanto como ganar el gordo de la lotería cada año; que es sólo propio de los héroes.

No, monsieur Zidane, no es sólo eso. Es, además, que no hacía falta ser del Madrid para ser de usted, aunque nos haya engañado tantas veces haciéndonos creer, de nuevo, que el fútbol era un deporte.

Au revoir, monsieur Zidane.


Abril de 2006

domingo, 22 de agosto de 2010

Los vigilantes de la playa


Los planes de George Dryland eran que aquella escultural mujer del bañador rojo, que ocupaba la torre de vigilancia número 13, le rescatara del agua para luego reanimarle con la técnica del boca a boca. Con un poco de suerte, la socorrista vería, entonces, en los ojos negros de George, todo el amor que él había coleccionado para ella durante tantos meses de discreta vigilancia. Y el rescate se convertiría, al mismo tiempo, en la definitiva puerta de salida de su vida marginal y solitaria.

Pero la noche anterior al día en el que George quiso hacer realidad su fantasía, la mujer del bañador rojo había dormido poco y bebido mucho, mientras recorría los bares de la ciudad en busca de algún inesperado príncipe azul de ojos negros, que la convirtiera en mujer al rescate de un solo hombre para cada día del resto de su vida. Así que la alarma de los bañistas y el alboroto generalizado de la playa, no fueron ruido bastante como para sacarla del sueño invencible que produce el agotamiento.

George recordó, cuando la espuma blanca y juguetona de las olas ya le quedaba por encima de la cabeza, que era un tipo de tierra adentro. De demasiado adentro.



Julio de 2010









domingo, 15 de agosto de 2010

Ventana



Ventana abierta,
enciende el nuevo día
y me despierta.



Fotografía: Flaurash



miércoles, 28 de julio de 2010

¡Que no me entere yo!


A veces Carlos me contaba anécdotas de cuando era maestro de escuela. Lo fue durante un tiempo, antes de cambiar su audiencia de chiquillos inquietos por otra de individuos adultos sujetos a nóminas, organigramas y planes de formación; e igualmente inquietos. Estos nuevos educandos con los que Carlos trabaja hoy, constituyen lo que las empresas llaman “su más importante activo”, expresión que demuestra que los negocios y la poesía no están reñidos, después de todo. Parece como si al hacerlo se refirieran a alguna broncínea estatua de reconocido mérito artístico, que adornara los vestíbulos revestidos de acero de los edificios de oficinas, y dulcificara un poco las formas de la eficiencia, rudas y angulosas por naturaleza, que se prodigan ya desde el momento en el que se cruzan sus puertas.

De los relatos de la época colegial de Carlos, el que más me gustó siempre fue uno acerca de un colega suyo, que era un auténtico maestro en la esquiva de la asunción de responsabilidades, y del enojoso trabajo que el hacerlo suele suponer. Me narraba como en los tiempos de recreo, ambos paseaban por el patio del colegio ocupados en sus conversaciones, mientras la presencia de su autoridad atendía al buen orden de la lúdica infantil, y procuraba la necesaria disuasión a los revoltosos para que sus planes de trasteo no pasaran de la urdidura a la ejecución.

De cuando en cuando, alguno de los más menudos se llegaba a ellos y decía: “señor profesor, los mayores nos están chupando el balón". Entonces, el que no era Carlos contestaba, serio el gesto, y enérgico su dedo índice en dirección al chico: “¡que no me entere yo!”. Tras semejante despliegue de firmeza y seguridad, el pequeño se alejaba rápidamente con la percepción de haber alcanzado la resolución del problema, y vestía su mirada de desafío una vez obtenido el respaldo necesario de quien ostentaba la máxima y legítima jerarquía jurisdiccional del patio: ¡ahora verían los mayores!

La historia se repite cada día, como si un espejo perverso que habitara aquel colegio de entonces hubiera coleccionado imágenes del indolente protagonista de esta antigua crónica de patio de recreo, para dispararlas después de los años, consciente del daño que produce con ellas. A todos, en alguna medida, se nos termina por amarillear, sin haber hecho suficiente uso de él, el papel que instruye sobre cómo hacer lo que está bien, o lo que es justo, o simplemente, lo que podemos. El compañero de Carlos, además, no supo ver que transcurridos los años y agotado el tiempo de recreo que es la niñez y la juventud, el niño del patio llegaría a comprender lo que había pasado. Recordaría, entonces, cómo nunca obtuvo el respeto de los abusones ni la posesión de la pelota, y estaría en óptimas condiciones de aplicarse la filosofía aprendida, y convertirse en otro eficaz transmisor, a nadie, de sus propias obligaciones. Después de todo, el profesor enseñó.

También a veces, Carlos me cuenta historias de su aula de ahora. Sé por ellas, que muchos de sus mayores, inquietos, muestran la confusión y el escepticismo de quien ya no espera que el balón le sea devuelto.

martes, 20 de julio de 2010

Precious



No hay apenas luz, si no son los focos débilmente coloreados de amarillo y verde que alumbran con tibieza el reducido escenario. En las mesas, llamas temblorosas dentro de pequeños quinqués, cuyos reflejos convierten los rostros de los asistentes en objetos tenebristas de Velázquez, o de Caravaggio, o de la Isla de Pascua. Nadie habla. Sólo algunas bocas entreabiertas; las de los que no son capaces de escuchar la música sin adoptar algún gesto que delate su admiración y sorpresa. Es lo que tiene el entrar en un local íntimo y acogedor a escuchar este Jazz: el pequeño soplo de aire que producen las cuerdas del contrabajo casi te alcanza el rostro, y la música se te mete dentro, y nunca quieres que haya más luz, ni que se detengan las teclas del piano o las baquetas.





Esperanza Spalding acaba de cumplir 25 años. Y cuesta creer que en tan poco tiempo se pueda alcanzar un nivel de sensibilidad semejante, y tan gran talento para el Jazz melódico. Es una mujer vinculada desde siempre a la música, y toca otros instrumentos además del contrabajo. La faceta de vocalista ha sido la última en llegar, y el resultado es, al menos en esta canción que dejo aquí, simplemente asombroso.

jueves, 15 de julio de 2010

Acerca del aliño de las ensaladas



Cuando yo cantaba en el coro en el que cantaba (resultaría absurdo aludir a él por su nombre propio, ya que no era conocido más allá del círculo familiar de sus integrantes), el director nos disponía, en los ensayos y en las actuaciones, de tal manera que los miembros de cada una de las voces estábamos desperdigados por todo el espacio coral, en lugar de permanecer reunidos en una zona determinada como sucede en la mayor parte de los coros. Ya saben: sopranos, contraltos, tenores y bajos. El resultado era que al mezclarse las voces muy uniformemente por todos lados, el canto resultaba más empastado. El director aseguraba que no había color entre cómo sonaba nuestro coro (siempre y cuando todos nos supiéramos la canción con la suficiencia necesaria como para soltar la voz con firmeza), y cómo lo hacían los otros. Les ruego en este punto una cierta abstracción del hecho que comento, y que consideren excluidos de la comparación a los coros buenos. Los más buenos. Porque parece probable que el Orfeón Donostiarra hubiera cantado mejor que nosotros hasta en el peor de sus días: así estuvieran sus cantores recién llegados de la calle del Licenciado Poza (*), habiendo cerrado en ella hasta el último bar, como hacen los borrachos sin prisa.

Este pequeño y anecdótico hecho ilustra perfectamente el argumento que trato de utilizar, y que es que la probabilidad de conseguir una ensalada bien aliñada es directamente proporcional al nivel de revoltijo que formen sus ingredientes. O algo así.

Es habitual recibir en las mesas de los restaurantes presuntas ensaladas que habiendo sido aliñadas (eso asegura quién las sirve), guardan un orden casi militar en la disposición de sus componentes. Éstos, uno tras otro, suelen haber sido acumulados verticalmente con un evidente ánimo estético, para concluir con un espárrago que se despliega a lo largo del plano superior del conjunto. Preciosa ensalada. Preciosa ensalada que sabe inevitablemente a campo antes incluso de acceder a sus estratos inferiores (de lechuga, claro). En efecto, ya en las posiciones intermedias dentro de una trayectoria descendente, no existen ni gotita de aceite o vinagre ni granito de sal que hayan podido llegar hasta allí para cumplir con su misión sazonadora.

No veo otra conclusión posible a lo anterior sino que el orden y la simetría formales de sus ingredientes, son el enemigo a batir cuando se trata de aliñar correctamente una ensalada. Como lo es igualmente el tamaño excesivo de los mismos, que a veces se añaden casi de una pieza como si el plato solicitado no fuera el que es, sino otro distinto que podría anunciarse en la carta de menús como "salteado de hortalizas al estilo tal cual”.

Hay quien defiende que lo adecuado, en orden a solucionar el problema reseñado, es ir aliñando la lechuga, el tomate, y el resto de las partes, de forma sucesiva, al tiempo que se incorporan a la fase de amontonamiento en la ensaladera. Lamentablemente, este sistema sigue sin asegurar que la ensalada sea una mezcla de cosas, sino cosas juntas que no se mezclan en realidad. No le arriendo la ganancia al encargado de servir una ensalada de este tipo a sus compañeros de mesa. Le auguro un estrés transitorio, pero intenso, mientras trata de cumplimentar a todos con un trocito de atún; recurso escaso, y mucho, después de servido el primer plato. Y eso sin entrar en el huevo duro. Ese sí que no admite ni el menor desperdigamiento material, ni por tanto posibilidad de reparto, si no es con el concurso del cuchillo.

El plan B es el A anterior más un añadido correspondiente a la operación de mezclado de todo. El resultado podría ser bueno, siempre que dispusiéramos de una ensaladera “king size”, de esas que por su tamaño prestan el desahogo suficiente para remover las hojas de lechuga casi enteras. Nunca he visto un recipiente como éste (a excepción hecha de en las cocinas cuarteleras), e imagino que su existencia debe ser una leyenda urbana más. Si por el contrario, el intento es sobre un receptáculo de tamaño más o menos estándar, o si en el colmo del optimismo se utiliza el propio plato sopero porque “así se mancha menos”, entonces la posibilidad de obtener una ensalada es nula.

Sin embargo, ¿qué dificultad tiene aliñar una ensalada si todo lo que se le pone está convenientemente troceado, de manera que su mezcla sea efectiva, y se deje revolver sin catapultar gotas de aceite a la camisa, o ande poniendo a uno en el ajetreo constante de rescatar los trozos caídos por la borda? La respuesta es que ninguna. El resultado es algo más suculento para el gusto y más fácil para su manejo en el plato. Y más seguro para la corbata, también.

Reflexión última. Una ensalada en trozos grandes y de perfecto orden espacial parece la solución apresurada a un problema, mientras que la que defiendo en estas líneas sugiere cocina, dedicación e interés por agradar. ¿Cuál servirían ustedes en su casa a los invitados a una cena?



(*) No conozco el nombre de la calle de ponerse hasta arriba de líquidos espirituosos en San Sebastián. Soy capaz de editar y cambiar el texto si fuera proveido de tal información. Por otra parte, si lo que consigo es el nombre de un coro bilbaíno de renombre, cambio el nombre del coro y mantengo el de la calle; y, finalmente, llegados ya a este punto, cambio nombre de coral y de calle si me facilitan parejas de ellos que sirvan a los propósitos de mi explicación, ya sean de Teruel, de Valencia, o de la mismísima Peñaranda de Bracamonte.



Septiembre de 2006

sábado, 10 de julio de 2010

San Fermín


Anoche, en un instante de vigilia sobrevenido, vi a un tipo a los pies de mi cama. Vestía unas deportivas más que amortizadas por el uso, unos vaqueros llenos de sietes auténticos (no de los impostados que marca la moda actual) y una camiseta de esas de Kukuxumusu cuyo fondo rojo era atravesado por toros azules que echaban guiños. Aunque su aspecto era más el de un cierrabares que el de cualquier otro empleo propio de unas fiestas patronales, sus ojos, en todo momento fijos en los míos, no delataban que estuviera empapuzado por el calimocho y una interminable cadena de penúltimas.

-¿Y tú quién coño eres?- le pregunté al tipo.

-Soy San Fermín, chaval, y vengo a decirte que mañana no corras el encierro.

Aunque pocas, debimos acordar tácitamente que eran suficientes estas palabras, porque sin mayor ceremonia él se dio el piro (ignoro cómo), y yo seguí durmiendo. Pero ya, entonces, mal.

Esta mañana es ya la cuarta que amanezco sobre este artilugio que la vieja dueña de la fonda llama cama, y me encuentro cansado. Pero hoy el catre es inocente. He ido a la ventana para investigar qué clase de sendero a lo Shangri-La le podría haber servido de ruta hacia la habitación a mi visitante nocturno. Pero las paredes del patio interior eran completamente lisas, sin molduras ni rebajes. Imposible el acceso por allí para nadie que no se llame Peter Parker.

La media hora que he ocupado en ducharme y vestirme para acudir a mi cita con Raúl, ha sido intensa en reflexiones. Me parece que no soy capaz de decirle que hoy no corro. Que este año, tras más de quince sin interrupción, me rajo. Y que lo hago porque alguien me ha confundido con uno de los niños de Fátima. ¡La madre que me parió! Raúl, a lo primero, me va a llamar maricón. Luego dejará de hablarme algunos días, para finalmente perdonarme, como siempre hace cuando no hago yo las cosas bien. ¿Y cómo afearle esa reacción después de haber compartido tantos ratos intensos con él? ¿Cómo decirle que todos los sustos, y las risas, y los miedos de todo este tiempo hoy no cuentan?

Así que he decidido rajarme de rajarme, y hemos ido a tomar nuestro café de las siete y cuarto como cualquier otro día. Luego hemos echado pies hacia la calle de la Estafeta.

Hay mucha gente esta mañana sobre el empedrado de la calle. Sólo se distingue un mar de cabezas que parece ensayar un caótico ballet, con tanto movimiento desacompasado arriba y abajo. Es el peor momento. Hay que encontrar el hueco casi a ciegas. La “patata” se acelera y se salta las especificaciones del fabricante. Hemos podido saber que la curva Mercaderes-Estafeta hoy ha hecho su trabajo a conciencia, y la manada viene disgregada. He entrado delante de un toro negro que va flanqueado por dos mansos. Pero éstos andan hoy con muchas piernas, y ahora tengo uno a cada lado. Uno de ellos acuesta su carrera hacia su compañero y, por un instante (lo más parecido a la eternidad que nunca he conocido), mis pies se separan del suelo aupado por dos paredes de olor intenso, pelo y sudor. Todo sucede con rapidez de reacción nuclear. Al volverse a separar los cabestros, me depositan en la nada. Caigo y ruedo por el suelo. El grupo pasa por encima de mí, y entonces es cuando me equivoco. Me doy cuenta de ello al advertir la cara de un Raúl que, arrimado al vallado de mi izquierda, me mira de una forma elocuente y atónita, mientras me estoy poniendo de pie.

Lo último es como una brisa de aire caliente concentrada en mi nuca. Quizá hace demasiado calor para ser poco más de las 8 de la mañana.



Julio de 2010

miércoles, 30 de junio de 2010

Una vela averiada


Mi agradecimiento a Zuri, Toñi, Loreto, Luís y Concha, sin cuya colaboración, este relato nunca hubiera visto la luz.



La vela que he encontrado para llevar a cabo mis propósitos es cilíndrica, mide 15 centímetros de altura y tiene color naranja. Me tocó en un sorteo de utensilios inútiles (eso pensé entonces) del Hipercor. No sé si todas sus características son apropiadas a la tarea de invocar la ayuda de un Santo. Pero no veo, así, de manera intuitiva, por qué los santos habrían de ser especialmente caprichosos con lo estético. La he colocado sobre un plato pequeño en la mesa del salón y he prendido su mecha. Calculo que se consumirá en no menos de un par de horas, de manera que tengo tiempo de ir haciendo algunas otras cosas mientras tanto.

Todo el mundo sabe que por pequeña que sea una casa, y grande un objeto en su interior, éste siempre es susceptible de extraviarse en aquella. Pues con más razón en un ordenador, donde muchos de sus espacios, ya de por sí invisibles, son puñeteramente recónditos. Si no encuentro estos ficheros, habré tirado a la basura años de trabajo; y lo que es más grave: un espectacular descubrimiento que podría sacarnos de un infortunio al que todos, tarde o temprano, acabamos sometidos, y que es la pérdida de algún objeto valioso. Además, como cualquiera comprende fácilmente, un invento de tal naturaleza resolvería de una vez por todas, los problemas de mi bolsillo eternamente agonizante.

La cuestión es que he ideado y desarrollado una máquina que sirve para encontrar las cosas que se extravían. Bueno, la máquina aún no está disponible, pero tengo ya todos los fundamentos necesarios para fabricar un prototipo. Básicamente, se trata de dibujar el "Waiton" o mapa de agregación molecular de alcance yoctométrico, del objeto perdido, para luego rastrear el espacio circundante en busca de esa misma composición. Dada la unicidad de todas y cada una de las cosas del universo en lo referente a la estructura y disposición de las unidades más pequeñas de materia que las componen, o sea, la inexistencia de dos Waiton iguales, ni aún para objetos supuestamente idénticos, el asunto es, desde un punto de vista conceptual, pan comido. Pues bien, el resultado íntegro de todas mis investigaciones, mis diseños, los parámetros de calibración, los estudios de frecuencia superpuesta, los sensores multi-skill performance, el acumulador astringente cónico, el serpentín de tendencia dextrógira y viceversa, el dispensador luísico, y aún el puto logotipo con el que pensaba comercializar el invento; todo ello se encuentra en algún sitio al que no puedo acceder. Y eso en el caso de que aún siga estando en algún lugar.

Mientras estoy en la cocina fregando algunos cacharros que han hecho noche en el fregadero, pienso en la utilidad, innegable, que nos ofrece a los pobres mortales la especialización de los santos en la ejecución de determinadas tareas. Como consecuencia de esta difícil situación sobrevenida, y llegado ya a un grado de desesperación más que razonable, me he documentado en habilidades de los santos para conseguir cosas, y he sabido que es San Antonio el que encuentra objetos extraviados. Luego he recordado la atmósfera tan especial de las catedrales, de cuyo resultado tienen mucha culpa esos candeleros dispuestos en hileras en los que los feligreses hacen sus peticiones a los santos encendiendo pequeñas velas, y he decidido utilizar el mismo lenguaje. Imagino que es lo más ortodoxo. Lo último ha sido describir mentalmente, y de forma inconfundible, el contenido de mi deseo. Supongo que se podría decir que he hecho una pequeña oración, y con ella he dado su sentido completo al ritual.

Claro, que he tenido dudas a propósito de todo esto. Porque, según he podido saber también, San Antonio es un tipo versátil y encuentra novios además de objetos perdidos; y aunque pienso que no ha de malinterpretar los signos enviándome un novio en lugar de hacer aparecer los ficheros, lo cierto es que nunca se sabe. En un espacio de tiempo de escasa duración (creo que buscando eludir cierto nerviosismo que comienza a invadirme), brota en mi mente un absurdo chascarrillo, y me digo que si se da el caso más desfavorable, también podría ocurrir que el novio resultara ser un gran experto informático que me ayudara a encontrar mi trabajo perdido. Eso podría interpretarse como que el modus operandi de San Antonio no siempre estuviera basado en el camino más directo posible. Sacudo la cabeza de un lado a otro, como tratando de expulsar de ella estos últimos pensamientos, tan estrafalarios como inútiles, y la imagen de la vela regresa súbitamente, ocupando todo el espacio de mi cerebro. En alguno de los trasiegos que los asuntos de la operativa normal de la casa me han obligado a dar por el salón, he visto, de reojillo, que el cilindro naranja debe tener ya una cuarta parte de su longitud original. Sigo fregando, en modo automático, pero no veo platos, ni vasos, ni nada que no sea de color naranja. Cuando he atacado con el estropajo a una vieja sartén no menos de una docena de veces, sin atender ni a la estrategia de limpieza de la misma, ni al olvido que sufren sus vecinos de pila, comprendo, al fin, que algo en la imagen de la vela no era normal. Algo, cuya comprensión no se ha completado con el solo barrido de mi vista desatenta, se ha quedado como un bucle iterativo en mi cabeza. Como las viejas agujas de los tocadiscos cuando llegaban al extremo del vinilo.

He vuelto precipitadamente al salón y he acercado a la mesa una silla girada, sobre cuyo respaldo me he acomodado apoyando los brazos. Mi cara se encuentra a pocos centímetros de la vela, pero no siento su calor. Tampoco cuando pongo la mano por encima de ella y en su vertical. Observo la vela con creciente interés. No existe en la llama ese temblor habitual, como de frío incontrolable; en cambio forma un triángulo isósceles estático y perfecto, con sus lados nítidamente definidos y sin discontinuidades. No veo ese hilo oscuro de humo que asciende hacia el techo sobre el tobogán imaginario de una columna salomónica. No está el brillo de la cera cuando forma un pequeño charco a los pies de la mecha, ni se desborda en sus contornos, buscando sus gotas la huida por los costados de la vela. La llama no es una mezcla de rojos, amarillos y transparencias de aquelarre, sino que tiene un tono entre el ocre y el amarillo uniformemente repartido en toda su extensión. El plato sobre el que he colocada la vela no tiene resto alguno de la ceremonia química que se está produciendo sobre él. La energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma, siempre y cuando no sea la producida por mi vela de color naranja.

He permanecido inmóvil un rato más. El suficiente como para asistir a la finalización del fenómeno. Ya sólo hay plato. Tan limpio como antes de haber sido seleccionado para esta misión. Pero no sé si la impropia consumición de la que la vela ha hecho gala, esta vela averiada, será válida para que el objetivo de la ceremonia llegue a buen término. Sólo hay una forma de saberlo, de manera que me dirijo al ordenador. Si todo ha ido bien, encontraré los ficheros en algún lugar evidente. Quizá estén de vuelta en mitad del escritorio. Entonces, como el padre de aquel hijo pródigo de la parábola, yo seré el hombre más feliz del mundo, y, quién sabe si en breve, uno de los más ricos.

He entrado atropelladamente en el despacho. No es momento de ceremonias ni de mesuras en los gestos. Y entonces he descubierto algo que me ha dejado en un estado de perplejidad tal que no existe ni término idiomático ni recurso perifrástico que lo pueda describir. Justo al lado de mi ordenador se encontraba mi vela. Intacta y firme. Idénticos forma, color y tamaño. Todavía perplejo en la contemplación del milagro, he descubierto una pequeña diferencia en esta réplica. Algo parecido a una línea, de pulso irregular y tono oscuro, discurre en vertical a lo largo de la vela. Se trata de letras. Letras diminutas formando diminutas palabras y cuya lectura sólo me es posible echando mano de una lupa.

El pequeño y sorprendente mensaje que veo a través de la lente dice:

"Tú lo que eres, es un cachondo. Y yo, entonces, ¿qué?"

No tengo palabras. Parece que la proverbial generosidad atribuible a esos seres como de ectoplasma que están tocados por el don de la santidad, es, como todo en esta vida, un recurso limitado. ¡Maldita sea! Ya lo único cierto es que no hay en lo que creer.



Octubre de 2009

domingo, 27 de junio de 2010

Clara


Hace ya más de un año y medio que un numeroso grupo de artistas se dio cita en el Palau San Jordi de Barcelona, para decir adiós a Joan Baptista Humet, quien se despidió de la vida el día 30 de noviembre de 2008.

No se hablará nunca de la enorme producción musical de Joan Baptista Humet, porque no hubo tal; ni de la rotundidad de su voz de cantante mediterráneo, porque la suya era tímida e intimista; pero me parece que nunca se dejará de hablar de Clara, la mujer de su canción. De la canción. Creo que Humet, con independencia de cualquier otra consideración biográfica, era un poeta. No me queda otra, si leo y releo en silencio (hoy no recomiendo seguirla con el cántico, una vez que yo he fracasado en el intento. La voz se me encoge una y otra vez) la letra de esta canción. Un texto tan triste, tan hondo y tan cierto.

Es una pena que nos dejen los poetas. Si miramos a nuestro alrededor con atención, no nos quedan demasiadas cosas en su ausencia.






Nota: Al pinchar el flash entra una publicidad que soy incapaz de quitar. Mis disculpas.

Clara, distinta Clara,
extraña entre su gente,
mirada ausente.
Clara, a la deriva,
no tuvo suerte al elegir
la puerta de salida.

Clara, abandonada
en brazos de otra soledad.
Esperando hacer amigos por la nieve,
al abrigo de otra lucidez.
Descubriendo mundos donde nunca llueve,
escapando una y otra vez.
Achicando penas para navegar.
Estrellas negras vieron por sus venas
y nadie quiso preguntar.

Clara se vio atrapada.
Abandonó el trabajo,
se vino abajo.
Clara, languidecida,
perdida en un camino
de ansiedades y ambrosías.

Clara, no dijo nada,
y un día desapareció.
Recorriendo aceras dicen que la vieron,
ajustando el paso a los demás.
Intentando cualquier cosa por dinero,
para hincarse fuego una vez más.
Esa madrugada Clara naufragó.
Tenía el mar del miedo en la mirada,
las ropas empapadas,
y el suelo por almohada...
y lentamente amaneció.

viernes, 25 de junio de 2010

Orgullosos de vestir "La Roja"


Todos los jugadores del equipo de Vicente del Bosque que nos están haciendo soñar con la gloria durante estos treinta días de Mundial sudafricano, están orgullosos de vestir la camiseta de la Selección Nacional. Se sienten honrados por tener la oportunidad de enfundarse "La Roja". Al menos, eso he escuchado decir a todos aquellos a los que les han preguntado al respecto en los medios de comunicación. Qué bien les comprendo. Yo también lo estaría. Y eso, aunque no me pagaran 600.000 euros (esta cantidad me parece tan desorbitada que he dudado sobre qué resultaría más agotador para el lector, si leerla escrita con números o con letras) por traerme la Copa a España.

He tenido alguna que otra discusión a propósito de este tema, y gracias a ellas he podido saber que el total del dinero de esas primas (si mi calculadora funciona adecuadamente, hablamos de 13.800.000 euros, sólo en lo relativo a los jugadores), saldrá de los fondos que la FIFA otorga al campeón, así como de los pagos realizados por los patrocinadores comerciales de la Selección Española de Fútbol. Esto me ha consolado bastante, y ya estoy indignado sólo en grado positivo, y no superlativo, como me venía sucediendo cuando era un desinformado más, de entre los millones de ellos que hay en el país en estado de perplejidad severa, por el hecho de que nuestros seleccionados tengan la posibilidad de escalar alguna posición más en el ranking de ricos de España. Se conoce que andaban en posiciones algo bajas dentro del pequeño grupo de 143.000 almas que forman dicho colectivo, dato que revela un informe que ha hecho público en estos días una solvente empresa que realiza, entre otras cosas, este tipo de estudios. Curiosamente, el mismo documento anuncia también, que se ha producido un gran incremento en el número de personas que sufren importantes problemas económicos para llegar a fin de mes.

Pues entonces ningún problema. Si las primas (cuya comparación con las destinadas a los jugadores de otras selecciones intuyo que es mejor no investigar) negociadas con los jugadores, por parte de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) -que es un organismo dependiente de la Administración del Estado, hecho que es de importancia nuclear-, nos salen gratis, que les den dos millones de euros mejor, o mejor tres, o mejor todavía, o mejor aún…

Esta podría ser, más o menos, la secuencia de las transacciones económico-comerciales en todo este invento:

Un patrocinador paga a la RFEF un determinado dinero como contraprestación a un servicio que recibe. Ese servicio consiste básicamente en que millones de personas pueden ver con nívea claridad su Marca casi pegada en la piel de los gladiadores que van a sacar a España de esta melancolía en la que la crisis económica y el desapego a la clase política nos tiene sumidos. La Marca Comercial en la ropa, los mensajes que incitan al consumo de sus productos durante la emisión de los partidos, e incluso el rodaje de algunos, quizá bastantes, spots publicitarios por parte de los jugadores (que son el activo más importante que la parte proveedora de este contrato posee), formarán parte de ese servicio.

El precio del servicio lo establece el proveedor, de eso no cabe duda. Bien es verdad que su cliente no estará dispuesto a pagar de igual manera si los medios que se ponen a disposición del servicio se llaman Mariano Fernández o Enrique Portalón, que si se trata de Fernando Torres o Íker Casillas. Natural. Como quiera que éste último es el caso, es decir, que Vicente del Bosque no ha seleccionado ni a Mariano ni a Enrique (aunque apuntan maneras en esto del espectáculo balompédico, no se crean), y sí a Fernando y a Íker, el cliente acepta pagar un pastón por su contrato. Con ese dinero, y otros de diversa procedencia, pero que nunca vienen (insisto en ello, y también lo ha hecho, al parecer, Don Jaime Lissavetzky, que es un tipo que me cae bien y cuya tarjeta de visita reza “Secretario de Estado para el Deporte") de nuestros bolsillos, ya algo vacíos y escépticos, a estas alturas; la RFEF negocia las primas cuyo importe ya conocemos.

Yo no voy a atribuir la responsabilidad de todo este absurdo a los jugadores. No me parece justo, es cierto. Pero también es verdad que no me parecería ni medio mal que distrajeran un ratillo de su trabajo de hacer magia con el balón, para acordar, en un cónclave de vestuario, una oferta de reducción de sus primas, ahora que más de dos millones de paisanos lo van a hacer gustosamente sin que nadie les haya pedido su opinión.

Sin embargo, no me queda más remedio que atribuir la autoría del desaguisado a los representantes de la Administración del Estado involucrados en el proceso, que padecen una ceguera de solidaridad y sentido común, digna de estudio clínico. Si las dichosas primas, y yo no digo que no haya que establecer alguna, fueran un poco más asequibles a las posibilidades económicas de la caja de todos, y desde luego, más alineadas a "la que está cayendo", igual el ahorro conseguido permitía la construcción de uno o dos campos de fútbol para los chavales de barrios desatendidos, o para cualquier otra inversión de las que sí se pagan con el dinero de todos.

Alguien arrojó el otro día la idea, alojada entre el liberalismo económico y el forofismo deportivo más exacerbado, de que si se redujeran las primas a los jugadores, a éstos no les iba a merecer la pena ir a la Selección, con todas las molestias que el rodaje de anuncios conlleva. Y que por consiguiente, el "negocio" de nuestra participación en el Mundial de Fútbol se vería perjudicado. Me quedé algo sorprendido. Ignoraba que el orgullo de vestir una camiseta se midiera en euros.


Junio de 2010

sábado, 19 de junio de 2010

Las otras estrellas del deporte (o hay gente pa tó)


Durante el periodo en el que estuve en la Escuela de Arquitectura, dediqué por igual mi tiempo a hacer lo posible para llegar a ser arquitecto, y a hacer hasta lo imposible por evitar que dicha tarea me llevara demasiado tiempo; o sea, a vaguear.

Una de las actividades extra académicas en las que más me empleé durante aquel tiempo, fue el estrecho seguimiento del campeonato de fútbol sala. Aunque yo pertenecía a uno de los equipos que lo disputaban, el Bicarbonato, nuestra incontestable incapacidad para estar arriba en la tabla clasificatoria nos condujo a ser, sólo, frecuentes espectadores de muchos partidos en los que otros equipos de gran potencial futbolístico se jugaban el ser o no ser en el Olimpo de la gloria balompédica. Mi compañero en estas escapadas (del aula) era Arturo, quien sí llegó, al contrario que mi menda, a ser arquitecto, por mucho que nunca haya llegado a construir una casa.

Uno de los equipos punteros de la liga era el Desvirgators do Catre, cuyo nombre ya indica a las claras que la afición favorita de sus miembros fuera de los campos de deporte era sin duda la lectura de los griegos clásicos. Los Desvirgators tenían un equipazo. Tenían tantos jugadores buenos que difícilmente se les podía clasificar como titulares o reservas. La mayor parte de ellos, de haber pertenecido a mi equipo, me hubieran llevado a mí irremisiblemente al banquillo. Eso, si no lo hubiera estado ya previamente. No obstante, había uno entre ellos que rompía la regla. Apenas jugaba. Era un tipo extraño en su aspecto. Hubiera podido ser un magnífico extra en la película "En busca del fuego" por su habilidad natural para llegar al rodaje desde su casa ya caracterizado. Tenía un mentón prominente como pocos y las pobladísimas cejas le sobresalían de las cuencas de los ojos, como la marquesina de un teatro de Broadway de la fachada del edificio que lo alberga. Si Darwin hubiera conocido su existencia, le hubiera servido perfectamente para llenar el vacío que el eslabón perdido dejó en la cadena evolutiva, sólo desde un punto de vista figurativo, claro está. En su comportamiento, era extraño igualmente. Se desplazaba siempre deprisa y con pasos cortitos, y aunque su equipo no solía pasar apuros para ganar la mayoría de los partidos, siempre estaba moviéndose nerviosamente y rezongando en el banquillo. Era un auténtico entusiasta del juego y de su equipo, y creo que sentía adoración por ambos. Llevaba toallas a los partidos y, como los utileros auténticos, las repartía entre los compañeros siempre que un parón en el juego le daba la ocasión para hacerlo. Jugaba escasos minutillos en los partidos cuando éstos se encontraban ya incuestionablemente resueltos, y nunca hablaba demasiado, al menos hasta donde yo podía escuchar.

Una vez, en un choque auténticamente en la cumbre entre los Vencejos+Viejos, también un pedazo de equipo, y los Desvirgators, la cosa no estaba de cara para éstos. Había empate y el partido prácticamente decidía el campeonato. Nuestro hombre estaba en el banquillo más nervioso de lo habitual, cuando unas tímidas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre nuestras cabezas. Entonces, levantó la vista hacia el cielo, y dijo quejoso: "y encima, ahora, se pone a llover el hijo puta". Pensé entonces que verdaderamente hay gente pa tó.

Sin embargo, la lluvia no prosperó y el juego siguió adelante. Los desvencijados bancos de madera que rodeaban la cancha estaban a rebosar de gente, y el partido echaba chispas por momentos. Los jugadores, hacía un rato que se empleaban de manera más que decidida. Y en ese dramático momento, el árbitro fue a lesionarse el tobillo en un lance en el que trataba de seguir, y eventualmente impedir, alguna casi agresión entre dos jugadores. Uno de los miembros del equipo de los Vencejos que era también parte del grupo organizador del campeonato, se dirigió a los asistentes y pidió que alguien cogiera el silbato y continuara con el arbitraje. Como es bien comprensible, no hubo voluntarios, y el que más y el que menos necesitó en ese momento reforzar el lazo de un oportuno cordón desatado, haciendo esquiva de la situación de la mejor manera posible. El de los Vencejos insistió. Y fue probablemente mi repetida presencia allí, a lo largo de semanas de dar esquinazo a la Geometría Descriptiva y al Análisis de Formas, lo que le decidió a acercarse a mí, y ofrecerme el pito, a la vez que me daba palabras de ánimo, mezcladas con otras de chantaje emocional.

Se hizo un silencio cortante en la pista. Me sentí escrutado por la curiosidad y la perplejidad de la gente, que parecía observarme mientras se persignaba para sus adentros (como anticipando tarea para cuando hubiera que pedir, a quién hubiera que pedírselo, que me abriera las puertas del cielo). Y yo acepté el pito. Y entré aún más en el partido, que empezaba a convertirse también, como el causante anónimo de la lluvia, en un hijo puta.

Y sin embargo aquí sigo. Y por seguir, sigo con lo mío: ¿hay gente pa tó, o no hay gente pa tó?



Marzo de 2004
Rev. Diciembre de 2005