estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



miércoles, 30 de junio de 2010

Una vela averiada


Mi agradecimiento a Zuri, Toñi, Loreto, Luís y Concha, sin cuya colaboración, este relato nunca hubiera visto la luz.



La vela que he encontrado para llevar a cabo mis propósitos es cilíndrica, mide 15 centímetros de altura y tiene color naranja. Me tocó en un sorteo de utensilios inútiles (eso pensé entonces) del Hipercor. No sé si todas sus características son apropiadas a la tarea de invocar la ayuda de un Santo. Pero no veo, así, de manera intuitiva, por qué los santos habrían de ser especialmente caprichosos con lo estético. La he colocado sobre un plato pequeño en la mesa del salón y he prendido su mecha. Calculo que se consumirá en no menos de un par de horas, de manera que tengo tiempo de ir haciendo algunas otras cosas mientras tanto.

Todo el mundo sabe que por pequeña que sea una casa, y grande un objeto en su interior, éste siempre es susceptible de extraviarse en aquella. Pues con más razón en un ordenador, donde muchos de sus espacios, ya de por sí invisibles, son puñeteramente recónditos. Si no encuentro estos ficheros, habré tirado a la basura años de trabajo; y lo que es más grave: un espectacular descubrimiento que podría sacarnos de un infortunio al que todos, tarde o temprano, acabamos sometidos, y que es la pérdida de algún objeto valioso. Además, como cualquiera comprende fácilmente, un invento de tal naturaleza resolvería de una vez por todas, los problemas de mi bolsillo eternamente agonizante.

La cuestión es que he ideado y desarrollado una máquina que sirve para encontrar las cosas que se extravían. Bueno, la máquina aún no está disponible, pero tengo ya todos los fundamentos necesarios para fabricar un prototipo. Básicamente, se trata de dibujar el "Waiton" o mapa de agregación molecular de alcance yoctométrico, del objeto perdido, para luego rastrear el espacio circundante en busca de esa misma composición. Dada la unicidad de todas y cada una de las cosas del universo en lo referente a la estructura y disposición de las unidades más pequeñas de materia que las componen, o sea, la inexistencia de dos Waiton iguales, ni aún para objetos supuestamente idénticos, el asunto es, desde un punto de vista conceptual, pan comido. Pues bien, el resultado íntegro de todas mis investigaciones, mis diseños, los parámetros de calibración, los estudios de frecuencia superpuesta, los sensores multi-skill performance, el acumulador astringente cónico, el serpentín de tendencia dextrógira y viceversa, el dispensador luísico, y aún el puto logotipo con el que pensaba comercializar el invento; todo ello se encuentra en algún sitio al que no puedo acceder. Y eso en el caso de que aún siga estando en algún lugar.

Mientras estoy en la cocina fregando algunos cacharros que han hecho noche en el fregadero, pienso en la utilidad, innegable, que nos ofrece a los pobres mortales la especialización de los santos en la ejecución de determinadas tareas. Como consecuencia de esta difícil situación sobrevenida, y llegado ya a un grado de desesperación más que razonable, me he documentado en habilidades de los santos para conseguir cosas, y he sabido que es San Antonio el que encuentra objetos extraviados. Luego he recordado la atmósfera tan especial de las catedrales, de cuyo resultado tienen mucha culpa esos candeleros dispuestos en hileras en los que los feligreses hacen sus peticiones a los santos encendiendo pequeñas velas, y he decidido utilizar el mismo lenguaje. Imagino que es lo más ortodoxo. Lo último ha sido describir mentalmente, y de forma inconfundible, el contenido de mi deseo. Supongo que se podría decir que he hecho una pequeña oración, y con ella he dado su sentido completo al ritual.

Claro, que he tenido dudas a propósito de todo esto. Porque, según he podido saber también, San Antonio es un tipo versátil y encuentra novios además de objetos perdidos; y aunque pienso que no ha de malinterpretar los signos enviándome un novio en lugar de hacer aparecer los ficheros, lo cierto es que nunca se sabe. En un espacio de tiempo de escasa duración (creo que buscando eludir cierto nerviosismo que comienza a invadirme), brota en mi mente un absurdo chascarrillo, y me digo que si se da el caso más desfavorable, también podría ocurrir que el novio resultara ser un gran experto informático que me ayudara a encontrar mi trabajo perdido. Eso podría interpretarse como que el modus operandi de San Antonio no siempre estuviera basado en el camino más directo posible. Sacudo la cabeza de un lado a otro, como tratando de expulsar de ella estos últimos pensamientos, tan estrafalarios como inútiles, y la imagen de la vela regresa súbitamente, ocupando todo el espacio de mi cerebro. En alguno de los trasiegos que los asuntos de la operativa normal de la casa me han obligado a dar por el salón, he visto, de reojillo, que el cilindro naranja debe tener ya una cuarta parte de su longitud original. Sigo fregando, en modo automático, pero no veo platos, ni vasos, ni nada que no sea de color naranja. Cuando he atacado con el estropajo a una vieja sartén no menos de una docena de veces, sin atender ni a la estrategia de limpieza de la misma, ni al olvido que sufren sus vecinos de pila, comprendo, al fin, que algo en la imagen de la vela no era normal. Algo, cuya comprensión no se ha completado con el solo barrido de mi vista desatenta, se ha quedado como un bucle iterativo en mi cabeza. Como las viejas agujas de los tocadiscos cuando llegaban al extremo del vinilo.

He vuelto precipitadamente al salón y he acercado a la mesa una silla girada, sobre cuyo respaldo me he acomodado apoyando los brazos. Mi cara se encuentra a pocos centímetros de la vela, pero no siento su calor. Tampoco cuando pongo la mano por encima de ella y en su vertical. Observo la vela con creciente interés. No existe en la llama ese temblor habitual, como de frío incontrolable; en cambio forma un triángulo isósceles estático y perfecto, con sus lados nítidamente definidos y sin discontinuidades. No veo ese hilo oscuro de humo que asciende hacia el techo sobre el tobogán imaginario de una columna salomónica. No está el brillo de la cera cuando forma un pequeño charco a los pies de la mecha, ni se desborda en sus contornos, buscando sus gotas la huida por los costados de la vela. La llama no es una mezcla de rojos, amarillos y transparencias de aquelarre, sino que tiene un tono entre el ocre y el amarillo uniformemente repartido en toda su extensión. El plato sobre el que he colocada la vela no tiene resto alguno de la ceremonia química que se está produciendo sobre él. La energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma, siempre y cuando no sea la producida por mi vela de color naranja.

He permanecido inmóvil un rato más. El suficiente como para asistir a la finalización del fenómeno. Ya sólo hay plato. Tan limpio como antes de haber sido seleccionado para esta misión. Pero no sé si la impropia consumición de la que la vela ha hecho gala, esta vela averiada, será válida para que el objetivo de la ceremonia llegue a buen término. Sólo hay una forma de saberlo, de manera que me dirijo al ordenador. Si todo ha ido bien, encontraré los ficheros en algún lugar evidente. Quizá estén de vuelta en mitad del escritorio. Entonces, como el padre de aquel hijo pródigo de la parábola, yo seré el hombre más feliz del mundo, y, quién sabe si en breve, uno de los más ricos.

He entrado atropelladamente en el despacho. No es momento de ceremonias ni de mesuras en los gestos. Y entonces he descubierto algo que me ha dejado en un estado de perplejidad tal que no existe ni término idiomático ni recurso perifrástico que lo pueda describir. Justo al lado de mi ordenador se encontraba mi vela. Intacta y firme. Idénticos forma, color y tamaño. Todavía perplejo en la contemplación del milagro, he descubierto una pequeña diferencia en esta réplica. Algo parecido a una línea, de pulso irregular y tono oscuro, discurre en vertical a lo largo de la vela. Se trata de letras. Letras diminutas formando diminutas palabras y cuya lectura sólo me es posible echando mano de una lupa.

El pequeño y sorprendente mensaje que veo a través de la lente dice:

"Tú lo que eres, es un cachondo. Y yo, entonces, ¿qué?"

No tengo palabras. Parece que la proverbial generosidad atribuible a esos seres como de ectoplasma que están tocados por el don de la santidad, es, como todo en esta vida, un recurso limitado. ¡Maldita sea! Ya lo único cierto es que no hay en lo que creer.



Octubre de 2009

domingo, 27 de junio de 2010

Clara


Hace ya más de un año y medio que un numeroso grupo de artistas se dio cita en el Palau San Jordi de Barcelona, para decir adiós a Joan Baptista Humet, quien se despidió de la vida el día 30 de noviembre de 2008.

No se hablará nunca de la enorme producción musical de Joan Baptista Humet, porque no hubo tal; ni de la rotundidad de su voz de cantante mediterráneo, porque la suya era tímida e intimista; pero me parece que nunca se dejará de hablar de Clara, la mujer de su canción. De la canción. Creo que Humet, con independencia de cualquier otra consideración biográfica, era un poeta. No me queda otra, si leo y releo en silencio (hoy no recomiendo seguirla con el cántico, una vez que yo he fracasado en el intento. La voz se me encoge una y otra vez) la letra de esta canción. Un texto tan triste, tan hondo y tan cierto.

Es una pena que nos dejen los poetas. Si miramos a nuestro alrededor con atención, no nos quedan demasiadas cosas en su ausencia.






Nota: Al pinchar el flash entra una publicidad que soy incapaz de quitar. Mis disculpas.

Clara, distinta Clara,
extraña entre su gente,
mirada ausente.
Clara, a la deriva,
no tuvo suerte al elegir
la puerta de salida.

Clara, abandonada
en brazos de otra soledad.
Esperando hacer amigos por la nieve,
al abrigo de otra lucidez.
Descubriendo mundos donde nunca llueve,
escapando una y otra vez.
Achicando penas para navegar.
Estrellas negras vieron por sus venas
y nadie quiso preguntar.

Clara se vio atrapada.
Abandonó el trabajo,
se vino abajo.
Clara, languidecida,
perdida en un camino
de ansiedades y ambrosías.

Clara, no dijo nada,
y un día desapareció.
Recorriendo aceras dicen que la vieron,
ajustando el paso a los demás.
Intentando cualquier cosa por dinero,
para hincarse fuego una vez más.
Esa madrugada Clara naufragó.
Tenía el mar del miedo en la mirada,
las ropas empapadas,
y el suelo por almohada...
y lentamente amaneció.

viernes, 25 de junio de 2010

Orgullosos de vestir "La Roja"


Todos los jugadores del equipo de Vicente del Bosque que nos están haciendo soñar con la gloria durante estos treinta días de Mundial sudafricano, están orgullosos de vestir la camiseta de la Selección Nacional. Se sienten honrados por tener la oportunidad de enfundarse "La Roja". Al menos, eso he escuchado decir a todos aquellos a los que les han preguntado al respecto en los medios de comunicación. Qué bien les comprendo. Yo también lo estaría. Y eso, aunque no me pagaran 600.000 euros (esta cantidad me parece tan desorbitada que he dudado sobre qué resultaría más agotador para el lector, si leerla escrita con números o con letras) por traerme la Copa a España.

He tenido alguna que otra discusión a propósito de este tema, y gracias a ellas he podido saber que el total del dinero de esas primas (si mi calculadora funciona adecuadamente, hablamos de 13.800.000 euros, sólo en lo relativo a los jugadores), saldrá de los fondos que la FIFA otorga al campeón, así como de los pagos realizados por los patrocinadores comerciales de la Selección Española de Fútbol. Esto me ha consolado bastante, y ya estoy indignado sólo en grado positivo, y no superlativo, como me venía sucediendo cuando era un desinformado más, de entre los millones de ellos que hay en el país en estado de perplejidad severa, por el hecho de que nuestros seleccionados tengan la posibilidad de escalar alguna posición más en el ranking de ricos de España. Se conoce que andaban en posiciones algo bajas dentro del pequeño grupo de 143.000 almas que forman dicho colectivo, dato que revela un informe que ha hecho público en estos días una solvente empresa que realiza, entre otras cosas, este tipo de estudios. Curiosamente, el mismo documento anuncia también, que se ha producido un gran incremento en el número de personas que sufren importantes problemas económicos para llegar a fin de mes.

Pues entonces ningún problema. Si las primas (cuya comparación con las destinadas a los jugadores de otras selecciones intuyo que es mejor no investigar) negociadas con los jugadores, por parte de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) -que es un organismo dependiente de la Administración del Estado, hecho que es de importancia nuclear-, nos salen gratis, que les den dos millones de euros mejor, o mejor tres, o mejor todavía, o mejor aún…

Esta podría ser, más o menos, la secuencia de las transacciones económico-comerciales en todo este invento:

Un patrocinador paga a la RFEF un determinado dinero como contraprestación a un servicio que recibe. Ese servicio consiste básicamente en que millones de personas pueden ver con nívea claridad su Marca casi pegada en la piel de los gladiadores que van a sacar a España de esta melancolía en la que la crisis económica y el desapego a la clase política nos tiene sumidos. La Marca Comercial en la ropa, los mensajes que incitan al consumo de sus productos durante la emisión de los partidos, e incluso el rodaje de algunos, quizá bastantes, spots publicitarios por parte de los jugadores (que son el activo más importante que la parte proveedora de este contrato posee), formarán parte de ese servicio.

El precio del servicio lo establece el proveedor, de eso no cabe duda. Bien es verdad que su cliente no estará dispuesto a pagar de igual manera si los medios que se ponen a disposición del servicio se llaman Mariano Fernández o Enrique Portalón, que si se trata de Fernando Torres o Íker Casillas. Natural. Como quiera que éste último es el caso, es decir, que Vicente del Bosque no ha seleccionado ni a Mariano ni a Enrique (aunque apuntan maneras en esto del espectáculo balompédico, no se crean), y sí a Fernando y a Íker, el cliente acepta pagar un pastón por su contrato. Con ese dinero, y otros de diversa procedencia, pero que nunca vienen (insisto en ello, y también lo ha hecho, al parecer, Don Jaime Lissavetzky, que es un tipo que me cae bien y cuya tarjeta de visita reza “Secretario de Estado para el Deporte") de nuestros bolsillos, ya algo vacíos y escépticos, a estas alturas; la RFEF negocia las primas cuyo importe ya conocemos.

Yo no voy a atribuir la responsabilidad de todo este absurdo a los jugadores. No me parece justo, es cierto. Pero también es verdad que no me parecería ni medio mal que distrajeran un ratillo de su trabajo de hacer magia con el balón, para acordar, en un cónclave de vestuario, una oferta de reducción de sus primas, ahora que más de dos millones de paisanos lo van a hacer gustosamente sin que nadie les haya pedido su opinión.

Sin embargo, no me queda más remedio que atribuir la autoría del desaguisado a los representantes de la Administración del Estado involucrados en el proceso, que padecen una ceguera de solidaridad y sentido común, digna de estudio clínico. Si las dichosas primas, y yo no digo que no haya que establecer alguna, fueran un poco más asequibles a las posibilidades económicas de la caja de todos, y desde luego, más alineadas a "la que está cayendo", igual el ahorro conseguido permitía la construcción de uno o dos campos de fútbol para los chavales de barrios desatendidos, o para cualquier otra inversión de las que sí se pagan con el dinero de todos.

Alguien arrojó el otro día la idea, alojada entre el liberalismo económico y el forofismo deportivo más exacerbado, de que si se redujeran las primas a los jugadores, a éstos no les iba a merecer la pena ir a la Selección, con todas las molestias que el rodaje de anuncios conlleva. Y que por consiguiente, el "negocio" de nuestra participación en el Mundial de Fútbol se vería perjudicado. Me quedé algo sorprendido. Ignoraba que el orgullo de vestir una camiseta se midiera en euros.


Junio de 2010

sábado, 19 de junio de 2010

Las otras estrellas del deporte (o hay gente pa tó)


Durante el periodo en el que estuve en la Escuela de Arquitectura, dediqué por igual mi tiempo a hacer lo posible para llegar a ser arquitecto, y a hacer hasta lo imposible por evitar que dicha tarea me llevara demasiado tiempo; o sea, a vaguear.

Una de las actividades extra académicas en las que más me empleé durante aquel tiempo, fue el estrecho seguimiento del campeonato de fútbol sala. Aunque yo pertenecía a uno de los equipos que lo disputaban, el Bicarbonato, nuestra incontestable incapacidad para estar arriba en la tabla clasificatoria nos condujo a ser, sólo, frecuentes espectadores de muchos partidos en los que otros equipos de gran potencial futbolístico se jugaban el ser o no ser en el Olimpo de la gloria balompédica. Mi compañero en estas escapadas (del aula) era Arturo, quien sí llegó, al contrario que mi menda, a ser arquitecto, por mucho que nunca haya llegado a construir una casa.

Uno de los equipos punteros de la liga era el Desvirgators do Catre, cuyo nombre ya indica a las claras que la afición favorita de sus miembros fuera de los campos de deporte era sin duda la lectura de los griegos clásicos. Los Desvirgators tenían un equipazo. Tenían tantos jugadores buenos que difícilmente se les podía clasificar como titulares o reservas. La mayor parte de ellos, de haber pertenecido a mi equipo, me hubieran llevado a mí irremisiblemente al banquillo. Eso, si no lo hubiera estado ya previamente. No obstante, había uno entre ellos que rompía la regla. Apenas jugaba. Era un tipo extraño en su aspecto. Hubiera podido ser un magnífico extra en la película "En busca del fuego" por su habilidad natural para llegar al rodaje desde su casa ya caracterizado. Tenía un mentón prominente como pocos y las pobladísimas cejas le sobresalían de las cuencas de los ojos, como la marquesina de un teatro de Broadway de la fachada del edificio que lo alberga. Si Darwin hubiera conocido su existencia, le hubiera servido perfectamente para llenar el vacío que el eslabón perdido dejó en la cadena evolutiva, sólo desde un punto de vista figurativo, claro está. En su comportamiento, era extraño igualmente. Se desplazaba siempre deprisa y con pasos cortitos, y aunque su equipo no solía pasar apuros para ganar la mayoría de los partidos, siempre estaba moviéndose nerviosamente y rezongando en el banquillo. Era un auténtico entusiasta del juego y de su equipo, y creo que sentía adoración por ambos. Llevaba toallas a los partidos y, como los utileros auténticos, las repartía entre los compañeros siempre que un parón en el juego le daba la ocasión para hacerlo. Jugaba escasos minutillos en los partidos cuando éstos se encontraban ya incuestionablemente resueltos, y nunca hablaba demasiado, al menos hasta donde yo podía escuchar.

Una vez, en un choque auténticamente en la cumbre entre los Vencejos+Viejos, también un pedazo de equipo, y los Desvirgators, la cosa no estaba de cara para éstos. Había empate y el partido prácticamente decidía el campeonato. Nuestro hombre estaba en el banquillo más nervioso de lo habitual, cuando unas tímidas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre nuestras cabezas. Entonces, levantó la vista hacia el cielo, y dijo quejoso: "y encima, ahora, se pone a llover el hijo puta". Pensé entonces que verdaderamente hay gente pa tó.

Sin embargo, la lluvia no prosperó y el juego siguió adelante. Los desvencijados bancos de madera que rodeaban la cancha estaban a rebosar de gente, y el partido echaba chispas por momentos. Los jugadores, hacía un rato que se empleaban de manera más que decidida. Y en ese dramático momento, el árbitro fue a lesionarse el tobillo en un lance en el que trataba de seguir, y eventualmente impedir, alguna casi agresión entre dos jugadores. Uno de los miembros del equipo de los Vencejos que era también parte del grupo organizador del campeonato, se dirigió a los asistentes y pidió que alguien cogiera el silbato y continuara con el arbitraje. Como es bien comprensible, no hubo voluntarios, y el que más y el que menos necesitó en ese momento reforzar el lazo de un oportuno cordón desatado, haciendo esquiva de la situación de la mejor manera posible. El de los Vencejos insistió. Y fue probablemente mi repetida presencia allí, a lo largo de semanas de dar esquinazo a la Geometría Descriptiva y al Análisis de Formas, lo que le decidió a acercarse a mí, y ofrecerme el pito, a la vez que me daba palabras de ánimo, mezcladas con otras de chantaje emocional.

Se hizo un silencio cortante en la pista. Me sentí escrutado por la curiosidad y la perplejidad de la gente, que parecía observarme mientras se persignaba para sus adentros (como anticipando tarea para cuando hubiera que pedir, a quién hubiera que pedírselo, que me abriera las puertas del cielo). Y yo acepté el pito. Y entré aún más en el partido, que empezaba a convertirse también, como el causante anónimo de la lluvia, en un hijo puta.

Y sin embargo aquí sigo. Y por seguir, sigo con lo mío: ¿hay gente pa tó, o no hay gente pa tó?



Marzo de 2004
Rev. Diciembre de 2005

domingo, 13 de junio de 2010

13, San Antonio


Ningún estudio científico se atrevió nunca a explicar la relación existente entre el hecho de que te toque un juego del todo miserable, consistente en un As "pelao" y varios actores de perete (al que ya incluso el siete le va quedando grande) que le hacen al campeón de cada palo escasa compañía y menor apaño, en una partida de Tute (respirar aquí); y otro, que a la sazón le hace de efecto al primero, y que consiste en que el conteo final es breve y da el resultado de 13 puntos. Que no te creas, tiene una guasa, porque resulta que es justo un 10% (nada más, pero también nada menos, porque ese porcentaje ni Botín lo tiene en el Santander con todo lo que Botín tiene), de la puntuación máxima posible que obtendrías (“monte” incluido, “cantes” excluidos e IVA no aplicable), si te tocaran unas cartas de esas de ensueño tropical que te permiten no dejar meter baza (cuñado afectado y exitoso incluido) a nadie de la mesa, y que a medida que los otros van poniendo cara de incredulidad, tu se la vas viendo, sin necesidad de mirarlos, y a ti se te pone otra de suficiencia, que menos mal que eres tú mismo porque si no, era como para matarte allí mismo (atenuante procesal y portada de periódico incluidos). Y es que el "pelao", si triunfa cuando salta a la mesa (y si no triunfa, pa qué escribo yo esto), siempre se trae a rastras a una sota, que es una carta inconcreta, porque difícilmente te resuelve una baza, aunque alguien poco informado le diera el rango de figura (tú verás, como a José Tomás); y aunque el tirarla al tapete parece que no duele, algún imprudente le dio valor para puntuar.

Mi tío Constancio, que no pudo nunca emular el poder de la ciencia (ni la ciencia el suyo en tener gracia jugando a las cartas), cuando en aquellas partidas de verano, miles de ellas, se encontraba con este hecho singular, difícil e inexplicado (Iker Jiménez incluido) se limitaba a decir: “13, San Antonio”.

Y claro, hoy me he acordado.



Junio de 2008

martes, 8 de junio de 2010

Donde George Kennedy


Es temprano. Las 6:15 de la mañana. El sitio está cargado de maderas abrigando la superficie de sus paredes. Hay luces amarillas que me parecen acogedoras, y pequeños sillones de brazos abundan en el espacio central. Aunque no lo puedo probar (yo he acabado en una estrecha barra flanqueada por una de los cerramientos del local y una hilera de taburetes altos, encima de los cuales nos sentamos yo y un número indeterminado -puede que tres- de transeúntes), los sillones deben de ser bastante cómodos. Eso se deduce del gesto corporal de los parroquianos que los ocupan, y que se repanchingan en ellos como si se encontraran en el salón de su casa. La gracia de la cosa es que esto es un aeropuerto, y no parece que sea un lugar que sugiera la presencia de parroquianos. Pero los sillones están llenos de ellos. Si no fuera así, no estaría yo sobre este taburete insolente, que agrede a mis huesos todavía dormidos.

El camarero es un tipo algo ambiguo (exactamente de la manera que están pensando), con un grueso mechón de pelo que le cae en diagonal a 45 grados tapándole el ojo derecho. Si no me confundo, eso implica que él no puede ver el izquierdo mío. Le he pedido un café espresso (este es el único bar que tiene algo que se parece al café) y él me lo ha servido. Aunque mis preferencias a esta hora de la mañana pueden parecer ortodoxas, quizá no lo sean tanto. En efecto, nadie más toma café en este lugar. En cambio, las mesas de los parroquianos están llenas de pintas de cervezas, e incluso hay algunos vasos largos que contienen líquidos de sospechosa transparencia que apostaría a que no son agua. Quizá soy el único que necesita un estímulo para estar despierto a estas horas tan de estar dormido. En fin, que este ambiente de pub británico, en este lugar y a estas horas, me ha parecido tan sorprendente, que aquí ando tomando notas para poder convencerme luego de que todo esto no fue la consecuencia de no haber alcanzado un razonable estado de vigilia. Y si no he hecho en modo on-line esta pequeña crónica costumbrista, ha sido porque daba la impresión de que el wireless access era más less que more en el bar, y porque una vez que no he advertido la presencia de George Kennedy por los alrededores, he pensado que ya tendría tiempo de hacerla cuando llegara a casa.



Noviembre de 2008

sábado, 5 de junio de 2010

Por el bulevar de los sueños rotos


A veces tengo un pensamiento un tanto estrafalario y, sin embargo, desesperado: escudriñar en las papeleras por las que alguna vez hubiera pasado Joaquín Sabina, por si en alguna de ellas encontrara un bolígrafo que él hubiera desechado. Nunca se sabe. Puede ser que los bolígrafos tengan la inteligencia sobrehumana de transmitir el talento de los que alguna vez fueron sus dueños. Además, con constancia y aliento, siempre se puede obtener de los bolígrafos gastados un heroico resto de tinta capaz de escribir, al menos, un soneto, o quizá la letra de una canción tan bella como ésta.

Ahora que parece que las cosas nos pintan a todos un poco en bastos, me apunto a Chavela Vargas, vaya que sí. Y es que me fío de Sabina, y si él dice que “quien supiera reír como llora Chavela...”, entonces yo me apunto.