estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 31 de enero de 2010

Pequeño epitafio para Oliver Reed



No me lo tomes a mal, pero siempre me pareció que tenías cara de canalla. Supongo que eso no fue sino la consecuencia inevitable de que la primera impresión es la que queda, y se conoce que a mí me quedó de ti la de tu participación en Oliver Twist, cuando interpretaste al malvado Sykes.

Esto recordé el otro día justo antes de que el pequeño espacio de la pantalla empezara a ser ferozmente disputado por una legión de nombres y empleos cinematográficos (de cuya lectura el espectador sólo es capaz en proporción de uno por cada cinco) en los créditos de la película Gladiator. Entonces vi tu dedicatoria en letras blancas sobre fondo negro. “A nuestro amigo Oliver Reed”, decía. Cariñosas palabras para un canalla, pensé. De manera que quién sabe si al final, tal y como te advirtió Russell Crowe cuando era Máximo, sucumbiste al peligro de convertirte en un hombre bueno. Quién sabe si habiéndoselo dicho a Próximo, fuiste tú, en realidad, quien lo escuchó.

Y como los vivos no son nunca carne de homenaje, y los muertos sí, supe que ahora ya no estabas aquí, con nosotros. Y pude saber también que a última hora te pudieron las prisas por largarte, y que ni siquiera acabaste con tu último trabajo. Pero créeme si te digo que eso no te lo han tenido en cuenta, porque en los letreros han dicho de ti, que eras su amigo. El amigo de alguien. De más de uno, si he entendido bien. También he oído decir que cuando te encontraste en la bifurcación que conduce al cielo y al infierno, no mostraste un gran entusiasmo por ninguno de los dos destinos. Dicen que al final, elegiste ir a aquel en el que hubiera algún garito de esos que abren hasta tarde, por si hubiera que tomarse una copa a deshoras. Ya sabes cómo es la gente. Siempre anda inventándose cosas.
Marzo de 2008

Estrachas encantadoras


Veía yo un partido de fútbol con unos amiguetes, una tarde de hace ya un puñado de años, en una de esas situaciones en las que uno se encuentra a gusto. Lo pasábamos bien, e imagino que no sería muy bueno el partido porque rajábamos sin parar, y sólo hacíamos que ir a la cocina a reponer la cerveza que obstinadamente se terminaba.

Ni siquiera recuerdo qué equipos jugaban, pero desde luego uno de ellos era entrenado por Luis Aragonés. Lo sé bien porque en un determinado momento, un indiscreto micrófono de ambiente recogió esta recomendación del "de Hortaleza" a sus jugadores: "no protestéis tanto, hostia, que protestáis más que la hostia".

Claro... ¿pa qué quies más?. Nos entró un ataque de risa, y desde entonces adoptamos la expresión para uso personal, bautizándola genéricamente como "estracha", que es como algunos ingleses, o muchos, pronuncian la palabra "structure", y que les hace más odiosos por decir raramente una de las pocas palabras fáciles que tienen, y manifestando de esa manera su recalcitrante voluntad de no ser entendidos.

El otro día me vino esto a la cabeza a propósito de una frase de un forero. Decía así: “el desvelo es la hostia”, que qué verdad es, por cierto. Pues bien, podría evolucionar a continuación en un estracha tal como esta: “no os desveléis tanto hostia, que os desveláis más que la hostia”.

Esta estracha es útil para recomendaciones tanto positivas como negativas a hacer algo. Por ejemplo, si uno quiere autoconvencerse de que tiene que dejar de fumar diría: "a ver si dejo de fumar, hostia, que dejo de fumar menos que la hostia", o si nuestro cohabitante habitual se deja frecuentemente el tubo dentífrico abierto (de esto que se va secando y formando una masilla asquerosa en la boca del mismo), podemos decirle: "cariño, a ver si no dejas abierta la pasta de dientes, hostia, que dejas abierta la pasta de dientes más que la hostia".

En fin, esta es la cosa, y creo que Luis Aragonés no registró su copyright, de manera que cualquier persona es perfectamente libre de utilizarla siempre que algún prójimo esté a punto de desbordar su paciencia. Y coño, es que eso pasa más que la hostia, ¿o no?


Febrero de 2004
Rev. Agosto de 2005

martes, 26 de enero de 2010

Entre ruidos de hierros y cristales

Soy basurero. Para el común de los mortales no es la mía una profesión muy glamurosa, lo sé. Pero creo que nadie me pediría que le argumentara sobre lo importante que es mi trabajo. Gracias a él la ciudad mantiene en su rostro esa inadvertida pulcritud a la que todos nos hemos acostumbrado, y de la que algunos, pienso con frecuencia, parecen responsabilizar con feliz despreocupación a alguna clase de duendes nocturnos como aquellos que hacían zapatos en un cuento. Pero eso era sólo un cuento, y yo no quiero perderme en ficciones, y sí contarles mi pequeña historia.

Empiezo turno cada noche a las doce en punto. Momento muy de terrores y fantasmas al decir de los libros y al de la superstición de alguna gente. Pero mucho más de basureros es esa hora. En ella despiertan centenares de camiones con un tranquilo zumbido de motor, apenas un bostezo para ir ganando presencia en la vigilia de la noche. Pero esto no es lo que me interesa. Lo importante es que terminamos cuando se acaba la basura de la zona que cubrimos con el camión. Eso suele ocurrir hacia las tres y media de la madrugada. No se crean. Aunque no es mucho tiempo en comparación con las jornadas habituales en otras profesiones, nuestro trabajo estresa el ánimo y es muy exigente en lo físico.

Lo cierto es que desde hace algún tiempo he encontrado un acicate para afrontar de manera más resuelta, e incluso con optimismo, esta franja de tiempo que paso cada día entre ruidos de hierros y cristales. A la una y media en punto, atravesamos una calle estrecha y mal iluminada, cuyo ambiente me hace recordar al estribillo de una vieja canción de Lone Star que sonaba en el tocadiscos de mi tío a todas horas. Siempre me sorprendía que el tipo de la canción opusiera a ese estado de cosas, tan solo su voz desgarrada y un tono de resignación. Claro que yo no quería hablar de mi tío, sino de que con nuestra aparición en esa calle y a esa hora, coincide la de una enigmática mujer en una ventana. Me he acostumbrado a su presencia, y nuestro encuentro, que es sólo mío porque no distingo en ella interés por lo que ocurre en el exterior, es para mí como un recreo en mitad de la jornada. La mujer de mi recreo siempre entra a oscuras en una habitación que debe ser la cocina. De ella, sólo la silueta puedo distinguir gracias a un tenue reflejo que llega desde la derecha de la ventana, y que parece la luz de un pasillo. Luego, el característico resplandor que ofrece el interior de un frigorífico da un poco más de claridad a la escena. La mujer coge una botella, se la lleva a la boca lentamente y bebe el contenido de su interior. Entonces veo el perfil de su cuello inquieto al tragar el agua, su pelo largo y suelto meciéndose en vertical, la manga de su pijama, ancha, anchísima, como invitando a algún diminuto ser de fantasía a acceder al tacto de su piel con solo atravesar una puerta de seda. Entonces pasan años en un breve instante, y se me olvida todo lo que no sea ella, y diría que se me ponen ojos de dar luz a la calle de Lone Star. Pero como no hay recreos que duren años, y eso lo sabemos también los que ya no aprendemos de los libros con letras grandes y dibujos, y de los maestros que los traducen, la mujer, de pronto, lo da todo por concluido. No hay en sus actos propósito de dañar, pero su ignorancia sobre mí resulta inmisericorde. Devuelve la botella a su lugar, y luego se da la vuelta y desaparece por el lado de donde llega la luz, que deja de llegar en el instante siguiente. Creo que bastaría un pequeño giro de su cabeza para poder adivinar su rostro. Uno que en mis ensoñaciones es bellísimo y que nunca me muestra. Ya no hay oscuro bar porque todo el entorno se ha vuelto todavía más oscuro. Sólo quedamos los basureros y los gritos de angustia de los vidrios al entrar en contacto con la trituradora, y la tos de un motor fatigado y Manolo que me dice: ¡pero chico, espabila hombre!

Andrés, el conductor, y Manolo que es el que cierra el equipo, y que están al corriente de todo, me regañan con ternura. Cuando paramos al bocadillo de las dos, me dicen que estoy tonto y que a mi edad más me valdría buscar perfiles con mayor alumbrado los fines de semana, y dejarme de tanta misteriosa mujer y de enamoramientos que a nada conducen, sino a la burla de la gente si me diera por ir contándolo por ahí.

La otra noche íbamos demasiado rápido. Así que les pedí que aflojáramos para que no nos diera la una y media en algún sitio distinto del de siempre. Y eso es mucho pedir. Porque ir adelantado es adelantar la hora de llegar a casa, y ellos tienen casas habitadas, no como yo que soy el cien por cien de la población de la mía. Y sé, porque también ellos cuentan sus cosas, que a veces sus mujeres se ponen insomnes cuando ellos se deslizan a su lado en la cama, y les piden que las abracen y les ronronean palabras de cariño. Y eso sí que es un runrún seductor, y no el de la compactadora haciendo que la caja del camión parezca más grande. Pero me voy por las ramas y no avanzo, y eso no puedo ser. Andrés y Manolo, aunque a regañadientes, aceptaron disminuir la marcha el día que íbamos demasiado rápido. Yo les dije que buscaría la forma de compensarles. Y lo haré, si antes Andrés no me mata, porque esa misma noche, en el bocata, le vino la inspiración y me dio un buen capón, y a modo de explicación de su acto me dijo:

-¿Pero serás lumbreras, muchacho? Y nosotros en la inopia, Manolo. Ella no está cada noche a la una y media porque sea esa la hora de beber agua. Está porque la despertamos con el camión, que menudo ruido que llevamos, y habrá que pedir que le revisen la mecánica o algo. Así que desde mañana, si vamos adelantados, seguimos adelantados, ¿está claro?

Al día siguiente, un poco antes de comenzar la jornada, vino a hablar con nosotros el mecánico del centro. Traía consigo el formulario para cumplimentar los protocolos de mantenimiento de los camiones, y su sonrisa modelo ISO 9001. Andrés y Manolo estaban aún en la oficina firmando la fichada, así que sólo me encontró a mí recostado en el camión y exhalando redondeles de humo contra la silueta de la luna.

Le aseguré que nuestro nivel de contaminación acústica era muy pequeño, y que la revisión de ruidos del camión podía esperar perfectamente al mes siguiente. -Va como una seda -le dije, golpeando suavemente con la palma de mi mano su carrocería verde y blanca -como una seda.

Luego le firmé el formulario. La luna estaba llena e inundaba de luz la hora de los fantasmas y los basureros.


Marzo de 2005
Rev. Julio de 2007

Operación asfalto



El atasco nos hace a todos iguales en ciertos aspectos. No hay quien no tenga incontrovertibles razones para necesitar salir de él de la manera más rápida posible. Con la mayor prioridad. Y por supuesto yo no soy una excepción, aún cuando no pueda hacer nada para mejorar mi situación. Estoy utilizando la última oportunidad de redimirme con Claudia, y si esto sigue así, la habré cagado. Dos reflexiones están ocupando mi mente desde hace un rato. Una es si no habré esperado demasiado tiempo antes de intentar corregir mi proverbial habilidad para calcular mal el tiempo que hace falta para llegar a los sitios, y de la que tantas veces he hecho ostentación con Claudia; y la otra es que aunque esta vez he calculado bien, no me servirá de nada. Hoy, por primera vez en mucho tiempo, tengo una excusa de verdad para llegar tarde.

La Avenida del Progreso recibió su nombre en homenaje al triunfo de la organización colectiva frente al caos representado por las iniciativas individuales. Esta frase fue muy utilizada por los políticos cuando hubo que sacar pecho a la luz de los primeros datos obtenidos después de su inauguración hace un par de años. Esta gran arteria ha resuelto muchos de los problemas de movilidad que han sido irresolubles a lo largo de los últimos 300 años en Madrid. Está construida a una profundidad de 150 metros, ocupando una ancha hendidura que araña de norte a sur el terreno sobre el que se asienta la ciudad. Distribuye de manera eficaz tal cantidad de tráfico que los atascos han disminuido en un 63% desde que entró plenamente en funcionamiento, según los datos de la Unión Ciudadana de Madrid, partido que ejerce el gobierno municipal desde hace ya bastantes años.

Potentes extractores y atenuadores acústicos, evitan la progresión de los humos y ruidos que, provenientes de los vehículos que transitan por esta gran calzada, intentan agredir a los peatones de la superficie. Nada queda al azar en este paradigma de eficiencia urbana. Los cierres de los coches quedan bloqueados automáticamente al entrar en el área de influencia de la Avenida, de manera que los individuos no puedan comprometer la fluidez del tráfico, al descender de sus vehículos de manera indebida. Unos enormes brazos articulados que se desplazan sobre raíles aéreos, eliminan cualquier obstáculo a la circulación que pudiera derivarse de una eventual colisión o avería mecánica.

La ciudad, ese concepto abstracto a quien nadie sabe realmente cómo dirigirse, y del que cada uno es parte integrante y ajena a un mismo tiempo, ha comprendido que la movilidad es una necesidad vital para los ciudadanos. Y paradójicamente, la defiende apoyándose en normas a las que acompaña de fuertes castigos para todo aquel que vulnere su cumplimiento. Ello supone la asunción de que el mimetismo entre los individuos es un valor social de alto reconocimiento. O sea, que las leyes nos hacen iguales mucho antes que lo haga el atasco en el día de hoy. Bueno, esto es lo que he oído a modo de crítica en boca de algunos chalados que se significan por la defensa de ideas que ellos denominan románticas, y yo, peregrinas. Dicen estos tipos que nos queda ya muy poco “yo” a fuerza de estar aplastados por el “nosotros”. No sé muy bien que quieren decir. A mí, la Avenida del Progreso me lleva en un pispás a mi oficina, y eso es incuestionablemente bueno. Pero hoy parece que no será así.

Claudia me ha estado poniendo las cosas muy claras. No se lo puedo reprochar. Se limita a ir desarrollando su guión de vida. Y eso es algo que la gente suele hacer con naturalidad. Igual que afrontar los conflictos con la idea de que pueden resolverlos asumiendo la iniciativa de las acciones a emprender. Yo, por mi parte, prefiero esperar a que se diluyan por mera parálisis, cosa que ocurre frecuentemente; o incluso que pierdan importancia relativa por efecto de algún factor sobrevenido de mayor jerarquía en lo que a urgencia se refiere.

No sé muy bien a dónde mirar ni cómo entretenerme. Parece que la cosa va a durar un buen rato y aunque la radio ayuda algo, hace ya bastantes minutos que lo único que oigo a través de ella, son informaciones acerca del fuerte calor reinante, y del gran colapso que sufre hoy una parte importante de la ciudad. Gracias a la radio, he podido saber que se respira una cierta situación de nerviosismo en el gobierno municipal. Los técnicos no han dado todavía con ninguna interpretación que, además de explicar el origen de este atasco producido en una avenida a prueba de ellos, sea lo suficientemente científica como para exonerar a los políticos de toda responsabilidad en la cuestión.

Puede que durante estos últimos meses haya estado yo mirando como hacia un punto fijo que no veía. Quizá ese punto imposible donde se reúnen las líneas rectas que son paralelas, y que es un espejismo. Nada me alteraba, ni me identificaba con objetivos vitales de ningún género. Pero en un momento determinado, me ha empezado a dar miedo pensar que me encontraba en ese punto de la vida, de algunas vidas, en el que no hay estímulo que produzca turbación alguna. Puede que hubiera gastado toda la munición de emociones, y me deslizara por mi existencia sólo con la ayuda de la inercia. Ni siquiera me impacientaba en situaciones como la producida por este atasco. Pero hoy sí, porque me urge hablarle a Claudia.

Parece, según dice la radio, que el origen del problema han sido los controladores de tráfico del extremo norte de la Avenida del Progreso. Aunque aún no está confirmado, un error en un programa habría provocado la paralización de la rutina de señales luminosas. El centro de intervención ha programado una orden correctora que, desafortunadamente, ha enviado con diligencia al nodo de control de tráfico del extremo sur, provocando otro parón allí donde las cosas funcionaban correctamente.

Claudia me dijo que quería ser madre, y yo, como otras veces, he intentado mirar hacia otro lado. Me lo dijo en la cama. Prisionera de un abrazo mío. Justo después de haberme demostrado su amor. Justo después de haberle dicho yo lo mucho que la quería. Porque en esos momentos, no se puede hacer otra cosa que querer a Claudia. Pero enseguida lo olvidé. Lo olvidé hasta hace un par de horas en el servicio médico de la empresa.

Las noticias de la radio son ya de un tono bastante alarmante. Parece que el colapso circulatorio de la Avenida del Progreso ha sido calificado como ”irreversible”. Creo que he escuchado mal. No hay casi nada irreversible. Según la información que están ofreciendo, se ha reunido un gabinete de crisis, y el ejecutivo municipal ha emitido un comunicado escueto en el que ha manifestado que “se tomarán las medidas necesarias, sea cual sea su naturaleza, para asegurar el restablecimiento de la normalidad ciudadana en el menor tiempo posible”.

El doctor Brito es un buen tipo. Algunas veces tomamos café juntos. Le he visto algo pálido cuando me ha pedido que entrara a su despacho para comentar los resultados del reconocimiento anual de la empresa. Curiosamente, no he sentido un impacto especial cuando me ha hablado de una metástasis galopante en mi aparato digestivo. Incluso he hecho un mal chiste a propósito de las barritas omninutricionales que tenemos en el menú de la cafetería. Según él, la cosa es cuestión de dos o tres semanas.

Cuando he salido de su despacho, he comprendido que era el momento de compensar a Claudia por su paciencia conmigo. En dos o tres semanas tenemos tiempo más que de sobra para hacer lo necesario en orden a tener un hijo, si ella está de acuerdo. Si ella está de acuerdo en tener un hijo sin padre.

La emisora que estaba escuchando ha enmudecido. Es extraño porque la señal suele ser muy buena en todo el perímetro de la ciudad. He buscado rápidamente una emisora pirata que se sintoniza en un extremo del dial. Una en la que emiten los que se hacen llamar “románticos”. La he encontrado a tiempo de escuchar como decían que, según los técnicos, la única solución es volver a enrasar la calzada de la Avenida unos dos metros por encima del atasco. No he sabido entender qué significa eso hasta que he visto la enorme máquina que viene avanzando desde el extremo norte, arrojando metros cúbicos de asfalto y apisonando la superficie a un ritmo endiabladamente rápido. La cara del doctor Brito durante nuestra entrevista parecía fresca y sonrosada al lado de la de la gente que ocupa los coches que me rodean. Comprendo su estupor.

Mientras la negra masa me está engullendo, mi último pensamiento es para Claudia. No tendré la oportunidad de explicarle que fui puntual por una vez. Lo fui hasta donde ello dependió de mí.



Mayo de 2005

El esmoquin me sienta como un guante


El esmoquin es alquilado porque, en honor a la verdad, la escasa apretura de mi vida social no me permitiría amortizar la compra de uno. Sin embargo, parece que éste lo hubieran cosido a mi alrededor. Me está como un guante.

Mamá dice que parezco un galán como los que había antes en el cine, aunque hoy no ha llegado a referirse a Robert Taylor, que es su favorito. No lo ha hecho porque está en esa fase en la que le empieza a preocupar que la gente piense de ella que no ha evolucionado nada en estos últimos años, si salimos del estricto terreno del desgaste biológico.

La pajarita ha sido lo más difícil. Pero ha habido bromas y risas durante la intensa batalla de cuatro manos y dos cerebros entablada contra ella, al final de la cual, hemos conseguido mantenerla en su sitio sin que la más pequeña escora a uno u otro lado pudiera delatar inhabilidad por parte de quien la viste. El concurso de mamá ha sido básico. El hacer nudos de pajarita es otra de las capacidades suyas que nunca le han sido de gran utilidad en nuestro espacio familiar, y que jamás supe cómo obtuvo.

Llegó la hora. Me voy a esa fiesta donde se va reunir lo mejor de lo mejor, la flor y nata de la sociedad. Es la fiesta del año, y mamá me ha recordado con enorme constancia que es una gran oportunidad para mí, y sobre todo, una gran oportunidad para alguna de esas chicas de la jet que nunca podrían encontrar a un chico mejor que yo. A veces creo que mamá sobrevalora mi capacidad para hacerla sentir como una buena madre. Mamá dice que eso de que el amor es lo primero y único importante en el matrimonio es verdad, excepto por el orden cronológico de los hechos, y que el amor siempre, al final, llega, si la pareja se construye sobre unos sólidos pilares de respeto y adecuada posición económica. Aunque acepta que las densidades de glamour y de dinero no son necesariamente coincidentes en un determinado espacio geográfico, cree que esta noche estaré en un lugar más propicio para encontrar un carril a mi futuro, que si me fuera a la feria que ponen en el barrio, allá por San Juan, cuando los días son tan largos.

-Anda hijo, ve e impresiónales, y estate un poquito atento a lo que pasa a tu alrededor y no en las batuecas como acostumbras, que siempre eres el último en enterarte de las cosas, y así no se va a ningún lado – me ha dicho cuando salía de casa. Y yo intentaré de nuevo darle gusto en esto.

Pero debe ser que eso de distraerme de la realidad es más estructural en mí que lo que mamá quisiera, porque en todo esto estaba yo pensando, cuando vi a un señor de edad avanzada que se dirigía resueltamente hacia mí, y cuyo porte y elegancia indicaban su condición de persona de mundo. Decidí que era una buena oportunidad para obtener de él un testimonio que reconfortara a mamá, y cuando llegó a mi alcance le pregunté:

-Oiga señor, ¿usted sabe quién fue Robert Taylor? – y él:

-Muchacho, ni tú ni yo estamos aquí para hablar de política, pero si te fijas en aquel grupo de gente del extremo, podrás ver que están más secos que una iguana del Sahara. Espabila chico, y no me tengas a aquel rincón de la barra sin atender.



Marzo de 2004

Rev. Junio de 2005
Rev. Enero de 2008

sábado, 23 de enero de 2010

A la hora de comer


Mi querida señora,

Aunque usted y yo no nos conocemos, le ruego que conceda diez minutos a esta carta. Ese tiempo será para usted suficiente como para resolver el asunto que le traigo con ella. No creo que necesite más para leerla, y quién sabe si para perderla en la papelera más próxima. Yo, sin embargo, necesito no ocupar más tiempo en esta cuestión, u ocupar por completo mi vida en ella. Es porque necesito salir de este callejón en el que mi existencia se ha convertido; porque tengo que dar remedio a esta incertidumbre que consume y vacía mis ganas de emprender tarea alguna; por lo que le ruego que me ayude.

Todos los días desde hace meses, y cada uno de ellos a la misma hora, la he estado viendo a usted en su mesa del extremo del comedor. Ya sabe, en aquella esquina que forman la pared del ventanal que da al jardín, y el muro del fondo en el que se encuentra ese conjunto de bodegones de todo a cien que parece haber sido escogido por algún tipo de azar miope antes que por la voluntad de las personas. Al principio, querida señora, su presencia no significó sino una parte inconcreta de ese tumultuoso grupo de compañeros con el que come usted a diario. Pero a partir de algún momento que no puedo identificar en la memoria, empecé a no ver a nadie en esa mesa tan poblada, excepto a usted. No sé bien cómo he llegado a esto, y aunque difícilmente hallaré las palabras adecuadas para hacerlo, debo intentar explicarle la naturaleza del estado en el que me encuentro desde hace algún tiempo.

Nunca ha sido de mi interés el escoger a qué punto cardinal debo orientarme cuando me siento a comer, ni si a mi lado debe de haber un vano, o la pintura desgastada de un tabique, o si la luz es mayor o menor, siempre que sea luz bastante como para alumbrar mi plato. Desde siempre he ido a ocupar dentro de este inabarcable comedero de oficinistas, el hueco que la casualidad me destinó, o el que decidieron mis acompañantes, o simplemente el que me indicó la camarera del uniforme azul y la nariz prominente, con ese gesto suyo de autoridad sin palabras que todos en el comedor entendemos, y nadie osa discutir. Pero ahora esto ha cambiado, y poco a poco he ido desplazando mi presencia por el espacio del local, concentrándola en la zona donde usted suele sentarse. Quizá esta querencia no fue consciente en mí en un principio (ahora sí lo es, igual que verla a usted, una urgente necesidad de cada día), y fue por ello por lo que me porté como un zoquete el día en que Santiago, un excelente compañero, y amigo como hay pocos, con el que comparto el tiempo de la comida, trató de llevarme a la zona opuesta a la del ventanal, so pretexto de ocupar un espacio libre en la mesa de unos conocidos. No sólo me negué con una intensidad desproporcionada, argumentando que no lo eran míos, y que si quería cambiar de compañía a la hora de comer, no tenía más que decírmelo, sino que sostuve mi actitud, una vez que Santiago accedió a que yo eligiera nuestra mesa, tapando mis absurdos embustes de niño mal criado con otros aún menos creíbles que secuencialmente inventaba para socorrer a mi mala conciencia. Llegué incluso a decir majaderías tales como que el arte encerrado en los bodegones del fondo me encandilaba. Vaya sorpresa. Quien había mareado decenas de veces a Santiago con sus implacables críticas al arte de la Señorita Pepis que había en aquellos horribles óleos, los defendía ahora como si fueran el sostén del arte moderno. Ese día Santiago calló durante la comida, y yo, tras el rato de mi esperpento, callé también. Ese día Santiago emprendió su tarea de observación entre los comensales de las mesas cercanas. Entonces empezamos, él a saber, y yo a dejar de engañarme. No sé por qué le cuento esto. Me parece estar arrojando piedras sobre mi propio tejado. Pero todavía mayor que esta sospecha es el convencimiento de que no puedo ocultarle nada a usted; de que de hacerlo, la estaría engañando, aún antes de haber aceptado usted mi lealtad que, no lo dude, hace mucho que le pertenece.

Sólo tres sesiones de primero, segundo, postre y café, fue lo que Santiago necesitó para descubrir la esencia del problema. Pero, créame, no hay muchos amigos como Santiago, y a él la situación no le inspiró la existencia de un problema, sino trabajo por hacer. Desde que Santiago adivinó que yo me había enamorado irreversiblemente de usted (hasta ahora yo no concebía la existencia de una situación en la vida corriente de las personas que fuera apropiada a tal calificativo), tuve la libertad necesaria como para hablarle de usted. Le hablé de cómo su presencia en las comidas iluminaba con una facilidad pasmosa la cara de sus amigos. Tan cierto es esto, que el grupo parecía ser otro distinto los días que usted ha faltado. Distintas las caras, ausentes las bromas, otros el tono y el ritmo de las conversaciones. Le he hablado de cómo se me pone una ridícula sonrisilla al encontrar su presencia en el comedor cada día, y de cómo la sonrisa sustituye a una extrema ansiedad que me atenaza en los instantes anteriores si aún no he podido localizarla. Tras haberme preguntado Santiago a menudo por la cuestión, le he tenido que reconocer, al fin y sin tapujos, que me he aficionado a determinadas comidas que antes nunca probaba, por el mero hecho de ver que usted las elige con frecuencia. Va a pensar usted que me comporto de manera infantil, pero le repito que estoy en no ocultarle nada. Esto tengo que hacerlo con toda la honestidad, o desistir de ello.

He aprendido tanto sobre usted mirándola en el comedor, que conozco perfectamente sus gustos gastronómicos, incluida su ineluctable propensión a la paella de los jueves. Sé que los lunes no tiene usted la mejor cara, aunque se esfuerza, como siempre, en alegrar la de los demás; y fíjese, si sólo me mostraran la foto de su rostro, sin añadirme ningún otro dato, adivinaría si se la hicieron un viernes o no. Los viernes usted se viste de otra manera. En esos días tiene una intensidad y un optimismo que contagian. Los viernes usted deslumbra, y no hay alma masculina en este comedor abarrotado, que no quisiera invitarla a bailar por entre las mesas, como si esto fuera uno de esos clubes nocturnos de esmoquin y orquesta del Nueva York de hace tantos años, en lugar de un autoservicio de comidas apresuradas. Créame, es así. Usted no ha podido advertirlo porque todos disimulan su interés. Sé que se puede hacer, porque yo soy quien esconde el más voluminoso de los sentimientos, y hasta el día de hoy he conseguido hacerlo con éxito.

Todo esto sé, y muchas más cosas, porque mientras usted está a su comida y a sus amigos, yo estoy a usted. Todo esto le digo, consciente de que existe una posibilidad grande de que me tome a broma o por loco, porque la única conclusión posible a este estado mío de cosas, es que me he enamorado perdidamente de usted. No hay otra explicación. Permítame decirle que no se trata de un amor a primera vista. Y no es que su presencia no merezca tal sensación, que también. Es que a lo largo de todo este tiempo, una indefinible radiación de todo lo suyo, de su simpatía, su saber estar y su sonrisa, su caminar, sus grandes ojos dando afecto por doquier, y hasta su conversación que nunca he escuchado, pero puedo imaginar; esa lluvia, digo, ha ido calando mis huesos de amante oxidado y algo descreído de este tipo de sentimientos.

Fue Santiago, con su proverbial pragmatismo, quien me convenció de que le escribiera esta carta. Y aún después de que me persuadiera, a menudo he pensado que esto es de locos, y más propio de un sueño que de la realidad. Pero ahora han desaparecido mis dudas y aquí estoy: terminando una carta de duración inconcreta: o una vida mía o diez minutos suyos.

Mi querida señora, quisiera conocerla personalmente. Me gustaría que me permitiera explicarle, con palabras torpes e inevitables tartamudeos, lo que me ocurre. Así sería, porque entonces no tendría tiempo de elegir despacio las palabras. Mi esperanza es saber transmitirle, en un corto espacio de tiempo, que lo que le he contado en esta carta, con modos de chiquillo enamorado, es del todo real.

Si se decidiera a darme esta oportunidad, le ruego que devuelva al camarero que le ha entregado este papel -otro aliado conquistado por la tenacidad de Santiago-, una nota indicando un momento y un lugar.

Si lo único que le moviera a concederme esta entrevista fuera un impulso de lástima, no lo haga, se lo ruego. Si no acepta mi propuesta estaré bien. Tenga la seguridad de que así será, porque habré logrado, al fin, poner negro sobre blanco en mi vida. Estaré bien por mucho que la paella de ningún otro sitio, la de ningún otro jueves, sepa igual que la de nuestro comedor.


Febrero de 2008

Vaguedades


Esta mañana he comprendido por qué yo no había escrito antes. Me he despertado temprano y me he quedado leyendo en la cama por espacio de una hora. El capítulo al final del cual he decidido abandonar la lectura me ha dejado un buen sabor de boca. Tenía un desenlace de esos que inducen a la producción de una sonrisa casi imperceptible. Una sonrisa para autoconsumo. Acto seguido, he tenido muchas ganas de escribir. Y no es que supiera muy bien de qué, pero más o menos había algunas pistas desordenadas en mi cabeza. Como el recuerdo de los sueños, o como el vaho de los espejos en los cuartos de baño de las personas recién duchadas; el impulso de escribir y la inspiración súbita son limitados en el tiempo. Responden al principio funcional de "aquí te pillo, aquí te mato", y pasado ese momento tan breve, se diluyen.

Veo con claridad de estío ártico que el estado de plenitud ideal es el de leer y escribir. Sucesiva y alternativamente, y sin hacer ninguna otra cosa. Pero hay otras cosas que hacer. En realidad, el tiempo de nuestras vidas se gasta en actividades que responden a dos conceptos básicos. El primero es "construir la vida". Construir la vida es realizar toda una serie de tareas encaminadas a la permanencia estadística de nuestro propio caso dentro de la parte ancha de una curva de Gauss que representara todos los casos existentes, y en la que se midiera la cantidad de bienestar y la probabilidad de alcanzar los 75 años de vida. Una labor imprescindible en la que empleamos casi todos nuestros esfuerzos, y que, en según qué épocas y casos, no fomenta demasiado que administremos el tiempo para dar mayor cabida a las tareas del otro grupo, que son leer y escribir. Comprendo que no he leído con la determinación necesaria durante muchos años en los que he estado distraído con la construcción de mi vida. Y por eso nunca quise escribir entonces. Me pregunto, y con mucha razón, qué estímulo pudo encontrar el más antiguo escritor del mundo cuando plasmó en un papel su opera prima, si le faltó el de tener reciente en la retina el final de una buena novela o el verso último que hace que todo un poema, de repente, florezca como un almendro.

Esta mañana, después de levantarme de la cama, mi vida -puede que después de todo, a medio construir- me ha requerido intensamente para que recogiera la cocina y pusiera la lavadora. Y cuando he terminado de hacerlo, ya no quedaba en el espejo del cuarto de baño vaho suficiente con el que caligrafiar algún mensaje con el dedo. Por eso aquí estoy, escribiendo vaguedades.




Enero de 2009

Paseo de coches







En el Paseo de Coches del Retiro hay un carril de bicicletas dibujado en el suelo. Y a su lado, el otro espacio del Paseo se llena de patinadores y patineteros que ocupan su tiempo en disfrutar de no hacer nada. Y ya no se sabe si hay carril para peatones o cuál es éste; o quizá es que los peatones deben ir por la parte exterior del Paseo para poder ser abanicados por las hojas verdes de los árboles, y refrescados por la sombra de las estatuas; o quizá es que los espacios fueron cambiados un día en que a todos los caminantes les salieron por el cuerpo patines y patinetes y bicicletas; o quizá es que todo ya se hace confuso al mezclarse las voces de los mayores con las de los niños, y las de los niños con las de los títeres, y éstas con las de los mayores, otra vez, cuando a los artistas del guiñol les sobreviene la afonía; o quizá este domingo de calor hubiera sido mejor vestirse de barquero para refrescarse en este Estanque que no es tan grande como tu mar, ni tan pequeño como los cercos de mis lágrimas sobre tus cartas desteñidas; o quizá, al final, ni el Retiro entero con su orquesta filarmónica de estímulos y colores pueda ya distraerme de tu ausencia.

En el Paseo de Coches del Retiro ya no hay coches.







Junio de 2006

Camino del trabajo


Por las mañanas me adentro deprisa en las entrañas del planeta a través de un abismo de escaleras que inventó algún hombre buscando sabe Dios qué antípodas. Lo hago siendo uno más en la corriente de almas que huye de la gente, de la otra, y de la maraña de trayectorias de la superficie superpoblada.

Siempre corro por la mañana porque pienso que el tren no esperará. Sí. A pesar de mi constancia en la búsqueda de estrategias para anticiparme a sus trucos de gusano, corro. Traicionando a mi firme voluntad, forjada en las otras horas del día, de no tratar a mi obligación laboral como si fuera la última de las amantes, me veo impelido a correr hacia ella.

Me parece que los demás fijan en mi su atención y se dan cuenta de mi urgencia injustificada. Advierto en ellos cierta mirada de extrañeza cuando les dejo atrás en los angostos pasillos, y en esas escaleras de vértigo que siempre amenazan con llevársele a uno a un subsuelo aún más profundo, a través de la estrecha hendidura de su final. Sólo yo corro, y luego, ya en el túnel, los otros me observan como censurándome por mi esfuerzo inútil, y escudriñan mi frente para identificar el brillo del sudor.

Todo es absurdo porque, al final, el tren siempre me espera. Es como si mi jefe fuera su conductor.


Marzo de 2007