Mi querida señora,
Aunque usted y yo no nos conocemos, le ruego que conceda diez minutos a esta carta. Ese tiempo será para usted suficiente como para resolver el asunto que le traigo con ella. No creo que necesite más para leerla, y quién sabe si para perderla en la papelera más próxima. Yo, sin embargo, necesito no ocupar más tiempo en esta cuestión, u ocupar por completo mi vida en ella. Es porque necesito salir de este callejón en el que mi existencia se ha convertido; porque tengo que dar remedio a esta incertidumbre que consume y vacía mis ganas de emprender tarea alguna; por lo que le ruego que me ayude.
Todos los días desde hace meses, y cada uno de ellos a la misma hora, la he estado viendo a usted en su mesa del extremo del comedor. Ya sabe, en aquella esquina que forman la pared del ventanal que da al jardín, y el muro del fondo en el que se encuentra ese conjunto de bodegones de todo a cien que parece haber sido escogido por algún tipo de azar miope antes que por la voluntad de las personas. Al principio, querida señora, su presencia no significó sino una parte inconcreta de ese tumultuoso grupo de compañeros con el que come usted a diario. Pero a partir de algún momento que no puedo identificar en la memoria, empecé a no ver a nadie en esa mesa tan poblada, excepto a usted. No sé bien cómo he llegado a esto, y aunque difícilmente hallaré las palabras adecuadas para hacerlo, debo intentar explicarle la naturaleza del estado en el que me encuentro desde hace algún tiempo.
Nunca ha sido de mi interés el escoger a qué punto cardinal debo orientarme cuando me siento a comer, ni si a mi lado debe de haber un vano, o la pintura desgastada de un tabique, o si la luz es mayor o menor, siempre que sea luz bastante como para alumbrar mi plato. Desde siempre he ido a ocupar dentro de este inabarcable comedero de oficinistas, el hueco que la casualidad me destinó, o el que decidieron mis acompañantes, o simplemente el que me indicó la camarera del uniforme azul y la nariz prominente, con ese gesto suyo de autoridad sin palabras que todos en el comedor entendemos, y nadie osa discutir. Pero ahora esto ha cambiado, y poco a poco he ido desplazando mi presencia por el espacio del local, concentrándola en la zona donde usted suele sentarse. Quizá esta querencia no fue consciente en mí en un principio (ahora sí lo es, igual que verla a usted, una urgente necesidad de cada día), y fue por ello por lo que me porté como un zoquete el día en que Santiago, un excelente compañero, y amigo como hay pocos, con el que comparto el tiempo de la comida, trató de llevarme a la zona opuesta a la del ventanal, so pretexto de ocupar un espacio libre en la mesa de unos conocidos. No sólo me negué con una intensidad desproporcionada, argumentando que no lo eran míos, y que si quería cambiar de compañía a la hora de comer, no tenía más que decírmelo, sino que sostuve mi actitud, una vez que Santiago accedió a que yo eligiera nuestra mesa, tapando mis absurdos embustes de niño mal criado con otros aún menos creíbles que secuencialmente inventaba para socorrer a mi mala conciencia. Llegué incluso a decir majaderías tales como que el arte encerrado en los bodegones del fondo me encandilaba. Vaya sorpresa. Quien había mareado decenas de veces a Santiago con sus implacables críticas al arte de la Señorita Pepis que había en aquellos horribles óleos, los defendía ahora como si fueran el sostén del arte moderno. Ese día Santiago calló durante la comida, y yo, tras el rato de mi esperpento, callé también. Ese día Santiago emprendió su tarea de observación entre los comensales de las mesas cercanas. Entonces empezamos, él a saber, y yo a dejar de engañarme. No sé por qué le cuento esto. Me parece estar arrojando piedras sobre mi propio tejado. Pero todavía mayor que esta sospecha es el convencimiento de que no puedo ocultarle nada a usted; de que de hacerlo, la estaría engañando, aún antes de haber aceptado usted mi lealtad que, no lo dude, hace mucho que le pertenece.
Sólo tres sesiones de primero, segundo, postre y café, fue lo que Santiago necesitó para descubrir la esencia del problema. Pero, créame, no hay muchos amigos como Santiago, y a él la situación no le inspiró la existencia de un problema, sino trabajo por hacer. Desde que Santiago adivinó que yo me había enamorado irreversiblemente de usted (hasta ahora yo no concebía la existencia de una situación en la vida corriente de las personas que fuera apropiada a tal calificativo), tuve la libertad necesaria como para hablarle de usted. Le hablé de cómo su presencia en las comidas iluminaba con una facilidad pasmosa la cara de sus amigos. Tan cierto es esto, que el grupo parecía ser otro distinto los días que usted ha faltado. Distintas las caras, ausentes las bromas, otros el tono y el ritmo de las conversaciones. Le he hablado de cómo se me pone una ridícula sonrisilla al encontrar su presencia en el comedor cada día, y de cómo la sonrisa sustituye a una extrema ansiedad que me atenaza en los instantes anteriores si aún no he podido localizarla. Tras haberme preguntado Santiago a menudo por la cuestión, le he tenido que reconocer, al fin y sin tapujos, que me he aficionado a determinadas comidas que antes nunca probaba, por el mero hecho de ver que usted las elige con frecuencia. Va a pensar usted que me comporto de manera infantil, pero le repito que estoy en no ocultarle nada. Esto tengo que hacerlo con toda la honestidad, o desistir de ello.
He aprendido tanto sobre usted mirándola en el comedor, que conozco perfectamente sus gustos gastronómicos, incluida su ineluctable propensión a la paella de los jueves. Sé que los lunes no tiene usted la mejor cara, aunque se esfuerza, como siempre, en alegrar la de los demás; y fíjese, si sólo me mostraran la foto de su rostro, sin añadirme ningún otro dato, adivinaría si se la hicieron un viernes o no. Los viernes usted se viste de otra manera. En esos días tiene una intensidad y un optimismo que contagian. Los viernes usted deslumbra, y no hay alma masculina en este comedor abarrotado, que no quisiera invitarla a bailar por entre las mesas, como si esto fuera uno de esos clubes nocturnos de esmoquin y orquesta del Nueva York de hace tantos años, en lugar de un autoservicio de comidas apresuradas. Créame, es así. Usted no ha podido advertirlo porque todos disimulan su interés. Sé que se puede hacer, porque yo soy quien esconde el más voluminoso de los sentimientos, y hasta el día de hoy he conseguido hacerlo con éxito.
Todo esto sé, y muchas más cosas, porque mientras usted está a su comida y a sus amigos, yo estoy a usted. Todo esto le digo, consciente de que existe una posibilidad grande de que me tome a broma o por loco, porque la única conclusión posible a este estado mío de cosas, es que me he enamorado perdidamente de usted. No hay otra explicación. Permítame decirle que no se trata de un amor a primera vista. Y no es que su presencia no merezca tal sensación, que también. Es que a lo largo de todo este tiempo, una indefinible radiación de todo lo suyo, de su simpatía, su saber estar y su sonrisa, su caminar, sus grandes ojos dando afecto por doquier, y hasta su conversación que nunca he escuchado, pero puedo imaginar; esa lluvia, digo, ha ido calando mis huesos de amante oxidado y algo descreído de este tipo de sentimientos.
Fue Santiago, con su proverbial pragmatismo, quien me convenció de que le escribiera esta carta. Y aún después de que me persuadiera, a menudo he pensado que esto es de locos, y más propio de un sueño que de la realidad. Pero ahora han desaparecido mis dudas y aquí estoy: terminando una carta de duración inconcreta: o una vida mía o diez minutos suyos.
Mi querida señora, quisiera conocerla personalmente. Me gustaría que me permitiera explicarle, con palabras torpes e inevitables tartamudeos, lo que me ocurre. Así sería, porque entonces no tendría tiempo de elegir despacio las palabras. Mi esperanza es saber transmitirle, en un corto espacio de tiempo, que lo que le he contado en esta carta, con modos de chiquillo enamorado, es del todo real.
Si se decidiera a darme esta oportunidad, le ruego que devuelva al camarero que le ha entregado este papel -otro aliado conquistado por la tenacidad de Santiago-, una nota indicando un momento y un lugar.
Si lo único que le moviera a concederme esta entrevista fuera un impulso de lástima, no lo haga, se lo ruego. Si no acepta mi propuesta estaré bien. Tenga la seguridad de que así será, porque habré logrado, al fin, poner negro sobre blanco en mi vida. Estaré bien por mucho que la paella de ningún otro sitio, la de ningún otro jueves, sepa igual que la de nuestro comedor.
Febrero de 2008
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