estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



miércoles, 9 de julio de 2014

Tren

 
 
 
Malos momentos,
si en el Metro matutino
nuestro culo occidental
no encuentra asiento.
 
 
 
 
 
 
Fotografía: Anindito Mukherjee (Reuters)

viernes, 16 de mayo de 2014

Henry V - Saint Crispin Day (W. Shakespeare)



El que sobreviva a este día y vuelva sano y salvo,
se pondrá de puntillas cuando lo oiga nombrar,
engrandeciéndose ante San Crispín.

El que sobreviva a este día y llegue a la vejez,
cada año, en la víspera, convidará a sus vecinos
y dirá: mañana es San Crispín.

Después les mostrará sus cicatrices
y dira: estas heridas las sufrí el día de San Crispín.

Los viejos olvidan. Todo quedará olvidado.
Pero él recordará, mejorándolas,
las hazañas que hizo ese día.

Y entonces nuestros nombres
serán tan familiares como palabras caseras.
El Rey Enrique, Bedford y Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester,
seremos recordados en sus copas rebosantes.

Y los hombres buenos lo transmitirán a sus hijos.
Y no pasará jamás el día de San Crispín,
desde hoy hasta el fin del mundo,
sin que, con él, seamos recordados.

Somos pocos, pero somos felices
porque somos hermanos.
Pues el que hoy vierta conmigo su sangre,
será siempre mi hermano.

Y los caballeros ingleses que ahora duermen,
se considerarán malditos por no haber estado aquí.
Y les parecerá mísero su valor,
cuando alguien les diga
que luchó con nosotros
el día de San Crispín.

 
Música:  Non Nobis Domine (Patrick Doyle)

 
 

miércoles, 30 de octubre de 2013

Dietario Errático (31-10-2011)



A la primavera en otoño que nos ha acompañado durante tantos días, ha debido de parecerle ya excesivo su comportamiento excéntrico, y ha decidido emigrar hacia el hemisferio sur. Me pregunto si las estaciones son sujetos individuales carentes del don de la ubicuidad. Si así fuera, en algún sitio lejano han debido de tener un otoño en primavera. Y me da la impresión de que eso es correr peor suerte que la nuestra: la que hemos tenido con este inesperado veranillo, en el que San Miguel no ha tenido más remedio que ceder protagonismo a otros santos más tardíos en el calendario.
 
Ahora, tras este último ciclo de carreras desordenadas, en este extraño juego de las cuatro esquinas al que los meteorólogos suelen dar explicación con la boca pequeña, supongo que ya todos estamos donde teníamos que estar. Ahora, las casas se han enfriado con una urgencia de la que carecen las calles y los parques. Es como si, al modo de las viejas lesiones de huesos, sus muros tuvieran reumas y artrosis que les sirvieran de barómetro para anticiparse a los demás en el conocimiento de los cambios climatológicos. Y entonces dejan fríos a sus ocupantes. Literalmente helados.
 
Después de muchas jornadas de azules, toca acostumbrarse de nuevo al gris, y eso siempre es desconcertante. Así que, en los barrios importantes, que aún conservan sus elegantes bulevares sembrados de bancos de forja y madera, podemos sentarnos y observar un heterogéneo desfile de moda, donde las longuísimas modelos son sustituidas por personas corrientes de muy diversas hechuras, y en el que coexisten vestimentas de empaparse los pies, con otras que provocan inclementes e inesperados sudores a quienes las lucen. Ahora, la luz del sol trabaja a jornada parcial, y a media tarde pensamos que no se está ganando el sueldo. Y aunque la oscuridad precoz hace de los periodos vespertinos momentos más gélidos y rigurosos, la verdadera destemplanza se nos incuba en el cerebro, y al ritmo circadiano se le averían las bujías.
 
Solo después de varias semanas regresa una cierta normalidad. Aceptamos que no todos podemos ser canarios, y nos conformamos con nuestra suerte. Es el momento en el que sobre los tejados se distingue el lenguaje antiguo de las señales de humo; y cuando Bert cambia de oficio, y pasa de pintar frescos en los pavimentos del parque, a limpiar chimeneas. Cuando, al fin, el viento cambia de dirección para que Mary Poppins sepa que ha llegado el momento de marcharse.
 
Uno de estos días tendría que comprarme unos mitones, para vestírmelos mientras trabajo con el ratón del ordenador. Cada año me lo digo. Y cada año, el otoño en otoño me sorprende habiendo incumplido mi propósito. ‘Determinación del inconstante’ llamo yo a esto.
 
 

viernes, 18 de octubre de 2013

Una persiana cerrada


Cuando llegué a Madrid para estudiar la carrera, alquilé un piso sencillo, pequeño, interior y, por supuesto, barato. Si bien todos estos adjetivos, excepto el de barato, podrían ser eufemismos de una calificación mucho más severa, lo cierto es que era algo que se ceñía casi con exactitud matemática a mi capacidad económica de consumo.

Aunque siempre entendí que aquel piso era literalmente una solución austera y práctica al problema de “habrá que dormir en algún sitio”; lo cierto es que el piso y yo nos fuimos haciendo el uno al otro. Supongo que yo más a él que él a mí.

Constaba el piso de 4 habitaciones, también llamadas piezas en el argot inmobiliario de toda la vida. De toda mi vida. A saber: hall-distribuidor, comedor-cuarto de estar, dormitorio-aseo y cocina-ofice. Todo un lujo. Hay dos enfoques posibles en la comprensión del tamaño de un piso, dado el hecho de poder denominar a cada habitación con más de una palabra. El irreflexivo que induce a pensar que la multifuncionalidad supone necesariamente mayor tamaño, al traer cada utilidad consigo sus irrenunciables requerimientos de dimensionamiento; y el realista que desde el principio asume que la versatilidad de uso es, por lo general, fruto de una incuestionable limitación de espacio. El que yo fuera más del segundo enfoque, no obstaba para que una de aquellas habitaciones me gustara y me hiciera sentir cómodo, y aún orgulloso. Era la cocina-ofice. Y más concretamente la segunda de sus partes. Se materializaba en una mesa de estudio colocada frente a una ventana con vistas al patio interior. Y encima de ella, un flexo. Aquel pequeño espacio casi invadido por encimeras y armarios altos, fue desde el principio un sitio amigo para mí, en el que pasaba horas y horas; si bien no podía decirse que lo hiciera por placer, sino porque la mesa y el flexo creaban un ambiente propicio para el estudio, al que mi estatus de universitario responsable me obligaba de manera tenaz. Por su parte, la ventana al patio era mi periscopio para con el mundo exterior; y de aquel pequeño mundo, mi punto de atención principal era la persiana de la casa de enfrente. Una persiana permanentemente cerrada.

El patio interior de mi casa de estudiante era cuadrado. Pequeño, de apenas cinco metros por lado, en cada uno de ellos había dos ventanas pertenecientes a distintos pisos. Como es lógico, a esa distancia, la rutina doméstica de cada uno estaba inevitablemente condicionada por la del vecino de enfrente. Y también la mía, aunque de una manera distinta. Yo dedicaba gran parte de mi tiempo a ensoñar sobre las mil y una posibilidades que había detrás de aquella persiana, y que eran inalcanzables para mí mientras no se levantara. Y no parecía que la situación fuera a cambiar. Florencio, vecino de la finca y una especie de patriarca de la comunidad, me solía decir que en aquella vieja finca no había quien quisiera vivir, y que los que permanecían todavía, lo hacían de manera automática, sin que la voluntad les interviniera en semejante hecho; y que aún así, alguno se aventuraría a vivir en otro sitio menos familiar pero más cómodo, si no fuera porque los pisos tienen unos precios tan altos como el viejo hospital de San Carlos, pero con el inconveniente de que las preocupaciones asociadas les ayudan antes a enfermar que a sanar.

-Mira hijo, sólo he visto en mi vida algo tan sorprendente como el hecho de que alguien vaya a alquilar la casa de enfrente de la tuya- me dijo Florencio una vez- ¿y sabes qué es?

-No tengo ni idea- contesté.

-Que tú hayas alquilado la de enfrente a ella.

Pasé tantas tardes con la mirada perdida en aquella persiana que sería poco decir que sabía exactamente el número de lamas que la componían, porque además sabía cuáles estaban más sucias, cuáles resquebrajadas y cuáles arqueadas por el paso del tiempo. Éstas, las arqueadas parecían cambiar de sitio. Y cada vez que yo creía advertir esos cambios, pensaba que se debía a que alguien había subido y vuelto a bajar la persiana. En esas ocasiones, las lamas ya no pueden caer y amoldarse las unas contra las otras de la misma manera en que lo hacían antes. Las lamas son como las personas, y no existen dos iguales, ni son capaces de mantener su criterio y su conducta sin enmendarla casi en cada nueva jornada.

Durante años no tuve con quién discutir sobre la necesidad de cambiar las cuerdas del tendedero que compartía con un inexistente vecino. Tampoco hubo en aquel periodo de tiempo, sino en mi imaginación, ningún incendio que me permitiera salvar la vida de un niño indefenso cruzando de una ventana a otra sobre un tablón de madera. Ni tuve la oportunidad de ver con mis propios ojos un cruento asesinato, disimulando mi presencia de testigo de cargo, contra una infinita oscuridad en el ofice que tenía perfectamente planeada si llegaba el caso. No pude tampoco, distraerme de mis estudios porque el corazón me fuera robado por alguna vecina cuyos hábitos y manías hubiera estado dispuesto a tomar e incluso a amar, renunciando a parte de mi identidad.

La persiana eternamente cerrada. Esa fue mi gran decepción en la época de estudiante en Madrid.

Completar la carrera me llevó los mismos años que a casi todo el mundo. Años que terminaron por agotarse aquel mes de junio en el que hacía tanto calor. El trajín de cajas y libros, y de calcetines y maletas,  y de objetos inútiles que uno colecciona con perseverancia para acabar despreciando en cada traslado, me hacían sudar un poco más, por si la temperatura no fuera suficiente estímulo para ello. Fue comprobando que no me dejaba nada en mi habitáculo de estudio, cuando vi la persiana de enfrente levantada. Corrí al descansillo de la escalera, es decir, di media docena de zancadas, y encontré la puerta del piso entreabierta. Una señora vestida con una bata azul, se encontraba en su interior limpiándolo con movimientos pausados.

-Buenos días, señora. ¿Qué, le está usted dando un repasito al piso?

-Sí, me ha enviado la agencia inmobiliaria. Parece que el piso se va a ocupar.

Un ejemplo más de las juguetonas decisiones del destino. Si Florencio tenía razón, y yo creo que la tenía, el futuro habitante del piso estaría condenado a ver eternamente cerrada la persiana de mi cuarto de estudio. En ese estado estaría desde el día siguiente.

-Que le sea leve la tarea- me despedí.

-Gracias hijo. Lo que me queda es más fácil. Hay que ver lo que me ha costado limpiar la persiana del pequeño cuartito anexo a la cocina. Parece que llevara siglos acumulando polvo.



Abril de 2005
Rev. en Julio de 2009


miércoles, 2 de octubre de 2013

Dietario Errático (14-08-2013)


’Polimarica’ es un adjetivo que se inventó mi amigo Manolo cuando le conocí en la Escuela de Arquitectura de Madrid a finales de los setenta. Eran otros tiempos. En aquel entonces mi padre quería tener un hijo arquitecto, y el negocio de la construcción no olía a podrido sino a Ferrero Rocher.
 
El significado de polimarica es fácil y difícil de explicar. Fácil porque lo nuclear de su definición se obtiene con un pequeño puñado de palabras, y difícil porque sólo con la definición, resulta un poco complicada la comprensión del concepto. Literalmente, polimarica sería aquel hombre al que puede verse alternando con más de tres mujeres hermosas al mismo tiempo. La cuestión cuantitativa incluida en la definición viene del elemento griego poli, que aportaría el concepto de pluralidad, y más en concreto, del uso que las matemáticas, y otras materias, le han dado. Así, por ejemplo, aunque el polinomio se define, en términos generales, como la expresión matemática que contiene dos o más elementos algebraicos conectados por un signo ‘+’ o por un signo ‘-‘; aquellas que constan de dos y de tres se denominan específicamente binomio y trinomio. Queda claro, pues, que al tipo que se le ve en compañía de dos mujeres se le denominaría bimarica, y hablaríamos de un trimarica, en caso de que aquellas se pudieran observar en número de tres.
 
No obstante, para seguir en la medida de lo posible la costumbre gramatical que nos lleva a utilizar el término genérico de un grupo de palabras de significado similar, en lugar del específico que se le puede aplicar, y teniendo en cuenta, además, que encontrar a un fulano paseándose de los brazos de cuatro señoras, resulta verdaderamente complicado; polimarica acabó imponiéndose en nuestra jerga, como término habitual y único, independientemente del número de féminas, y siendo incluso el elegido cuando la proporción era de “uno a una”, siempre que ésta, en ese caso, fuera una de esas mujeres de las llamadas “de bandera” (entonces no existían los pibones; o al menos un servidor no recuerda el uso de dicha palabra).
 
El factor ‘marica’ dentro de la palabra no tiene explicación alguna, salvo que nos remontemos a la época de los recreos en el colegio. En los partidos de fútbol del patio solíamos reclamar falta cuando algún chaval habilidoso (más habilidoso que nosotros) nos quitaba el balón de los pies. Como quiera que en aquellos casos no había quien se aviniera a renunciar al juego para ser árbitro, compensábamos la indiferencia y el nulo efecto que causaba nuestra reclamación, mascullando entre dientes algún insulto al listillo. ‘Guarra’ o ‘cerda’ (en femenino, que jode más) eran bastantes socorridos para el propósito de liberar la frustración. Pero, en realidad, lo he sabido años más tarde, solíamos envidiar y admirar silenciosamente al chico que nos había birlado la pelota. Porque era de los que se podía pedir Amancio o Gárate al comienzo del partido, con garantías de estar a la altura.
 
Así pues ‘marica’ no era un contrasentido, aunque es comprensible que lo pareciera a primera vista. Al contrario, era más un signo de homenaje y alta consideración. Siempre que hablábamos de un polimarica, lo hacíamos sonriendo y con buen humor. Y la pronunciación era muy importante. Se vocalizaba haciendo espacios entre sílabas, tal y como se hubiera escrito, si entre ellas se hubieran intercalado guiones. Además, poníamos la voz al modo de Héctor del Mar, impostando una gravedad tonal que no poseíamos.
 
Sólo una vez en mi vida pude haber sido un polimarica. Creo que es algo que ya he narrado en este dietario, pero el recuerdo del hecho siempre me persigue. Sucedió muchos años más tarde de la época de Manolo, en el transcurso de una fiesta nocturna de esas de desparrame, en las que el alcohol cunde como si se hubiera adquirido en el mismísimo Caná de Galilea. Estábamos en el pueblo de mi amigo Paco, y éste me presentó a dos chicas despampanantes. Desgraciadamente, Paco me quería demasiado. Lo hizo anunciándome como “una de las mejores personas que conozco”. Por supuesto, no volví a verlas en toda la noche. ¿Quién quiere la compañía de una buenísima persona, justo la noche en la que el objetivo fundamental es no recordar nada de lo sucedido a la mañana siguiente?
 
 

domingo, 8 de septiembre de 2013

Madrid 2020


 
La semana pasada me apunté de voluntario a la candidatura de Madrid 2020. Básicamente, me impulsó a hacerlo el haber podido decirles en un futuro a mis nietos nonatos, que su abuelo fue voluntario en la consecución de un hecho histórico. Ahora tendré que buscarme algún otro logro que, eventualmente, pueda impresionarles, y me parece que no tengo mucho donde elegir.
 
La andadura de esta mañana me llevó por un sitio que ya me es bastante habitual. Cogí el anillo verde ciclista de Madrid que pasa a un par de cientos de metros de mi casa. Y llegué a la plaza de La Alsacia, de la que a tan solo un tiro de flecha más allá, me di la vuelta para regresar por donde había llegado.
 
En la plaza de la Alsacia hay una gran isleta central que hoy alberga la salida y acceso a una estación de metro, además de un intercambiador de diversas líneas de autobuses urbanos. Es, por tanto, un espacio de tamaño difícil de ignorar; y en él, y en su momento, el entonces alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, hizo instalar un pedestal de heroicas dimensiones que soportaba unas grandes letras con una leyenda parecida a esta:
 
 
 
MADRID
2M12
 
 
Esta mañana, esa leyenda había vuelto de la tumba, y era de nuevo visible. Como si se tratara de uno de los "otros" de Amenábar, el Madrid 2012 vigilaba los rostros de los ciclistas, corredores y paseantes de hoy, escudriñando si su decepción de ahora era como la que hubo entonces, hace 8 años, cuando toda esta pesadilla comenzó. Pero no, no lo era. Yo lo sé porque me he cruzado con todos ellos en mi paseo matutino, y lo he podido comprobar con un rápido recorrido visual por sus semblantes callados. Y es que la decepción es un objeto de disponibilidad finita, y se va agotando. Como las galletas Chiquilín, ni más ni menos.
 
Un par de kilómetros más allá, el anillo ciclista llega al Estadio de la Peineta, en San Blas-Las Rosas. Allí donde otrora, ayer, pensábamos que iba a celebrarse la ceremonia de inauguración de dentro de 7 años. Pero ya no podrá ser. El estadio se ha convertido esta noche en un holograma, y se ha empezado a pixelar. Los vecinos dicen que no quedará ni rastro de él en apenas 72 horas, el tiempo justo para que a Bárcenas se le caiga del maletín algún otro papelillo, mientras pasea inquieto por los pasillos de los juzgados.
 
Realmente no estaba de Dios -ese Dios mutante de 96 cabezas- que yo fuera voluntario olímpico.