estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



miércoles, 30 de octubre de 2013

Dietario Errático (31-10-2011)



A la primavera en otoño que nos ha acompañado durante tantos días, ha debido de parecerle ya excesivo su comportamiento excéntrico, y ha decidido emigrar hacia el hemisferio sur. Me pregunto si las estaciones son sujetos individuales carentes del don de la ubicuidad. Si así fuera, en algún sitio lejano han debido de tener un otoño en primavera. Y me da la impresión de que eso es correr peor suerte que la nuestra: la que hemos tenido con este inesperado veranillo, en el que San Miguel no ha tenido más remedio que ceder protagonismo a otros santos más tardíos en el calendario.
 
Ahora, tras este último ciclo de carreras desordenadas, en este extraño juego de las cuatro esquinas al que los meteorólogos suelen dar explicación con la boca pequeña, supongo que ya todos estamos donde teníamos que estar. Ahora, las casas se han enfriado con una urgencia de la que carecen las calles y los parques. Es como si, al modo de las viejas lesiones de huesos, sus muros tuvieran reumas y artrosis que les sirvieran de barómetro para anticiparse a los demás en el conocimiento de los cambios climatológicos. Y entonces dejan fríos a sus ocupantes. Literalmente helados.
 
Después de muchas jornadas de azules, toca acostumbrarse de nuevo al gris, y eso siempre es desconcertante. Así que, en los barrios importantes, que aún conservan sus elegantes bulevares sembrados de bancos de forja y madera, podemos sentarnos y observar un heterogéneo desfile de moda, donde las longuísimas modelos son sustituidas por personas corrientes de muy diversas hechuras, y en el que coexisten vestimentas de empaparse los pies, con otras que provocan inclementes e inesperados sudores a quienes las lucen. Ahora, la luz del sol trabaja a jornada parcial, y a media tarde pensamos que no se está ganando el sueldo. Y aunque la oscuridad precoz hace de los periodos vespertinos momentos más gélidos y rigurosos, la verdadera destemplanza se nos incuba en el cerebro, y al ritmo circadiano se le averían las bujías.
 
Solo después de varias semanas regresa una cierta normalidad. Aceptamos que no todos podemos ser canarios, y nos conformamos con nuestra suerte. Es el momento en el que sobre los tejados se distingue el lenguaje antiguo de las señales de humo; y cuando Bert cambia de oficio, y pasa de pintar frescos en los pavimentos del parque, a limpiar chimeneas. Cuando, al fin, el viento cambia de dirección para que Mary Poppins sepa que ha llegado el momento de marcharse.
 
Uno de estos días tendría que comprarme unos mitones, para vestírmelos mientras trabajo con el ratón del ordenador. Cada año me lo digo. Y cada año, el otoño en otoño me sorprende habiendo incumplido mi propósito. ‘Determinación del inconstante’ llamo yo a esto.
 
 

viernes, 18 de octubre de 2013

Una persiana cerrada


Cuando llegué a Madrid para estudiar la carrera, alquilé un piso sencillo, pequeño, interior y, por supuesto, barato. Si bien todos estos adjetivos, excepto el de barato, podrían ser eufemismos de una calificación mucho más severa, lo cierto es que era algo que se ceñía casi con exactitud matemática a mi capacidad económica de consumo.

Aunque siempre entendí que aquel piso era literalmente una solución austera y práctica al problema de “habrá que dormir en algún sitio”; lo cierto es que el piso y yo nos fuimos haciendo el uno al otro. Supongo que yo más a él que él a mí.

Constaba el piso de 4 habitaciones, también llamadas piezas en el argot inmobiliario de toda la vida. De toda mi vida. A saber: hall-distribuidor, comedor-cuarto de estar, dormitorio-aseo y cocina-ofice. Todo un lujo. Hay dos enfoques posibles en la comprensión del tamaño de un piso, dado el hecho de poder denominar a cada habitación con más de una palabra. El irreflexivo que induce a pensar que la multifuncionalidad supone necesariamente mayor tamaño, al traer cada utilidad consigo sus irrenunciables requerimientos de dimensionamiento; y el realista que desde el principio asume que la versatilidad de uso es, por lo general, fruto de una incuestionable limitación de espacio. El que yo fuera más del segundo enfoque, no obstaba para que una de aquellas habitaciones me gustara y me hiciera sentir cómodo, y aún orgulloso. Era la cocina-ofice. Y más concretamente la segunda de sus partes. Se materializaba en una mesa de estudio colocada frente a una ventana con vistas al patio interior. Y encima de ella, un flexo. Aquel pequeño espacio casi invadido por encimeras y armarios altos, fue desde el principio un sitio amigo para mí, en el que pasaba horas y horas; si bien no podía decirse que lo hiciera por placer, sino porque la mesa y el flexo creaban un ambiente propicio para el estudio, al que mi estatus de universitario responsable me obligaba de manera tenaz. Por su parte, la ventana al patio era mi periscopio para con el mundo exterior; y de aquel pequeño mundo, mi punto de atención principal era la persiana de la casa de enfrente. Una persiana permanentemente cerrada.

El patio interior de mi casa de estudiante era cuadrado. Pequeño, de apenas cinco metros por lado, en cada uno de ellos había dos ventanas pertenecientes a distintos pisos. Como es lógico, a esa distancia, la rutina doméstica de cada uno estaba inevitablemente condicionada por la del vecino de enfrente. Y también la mía, aunque de una manera distinta. Yo dedicaba gran parte de mi tiempo a ensoñar sobre las mil y una posibilidades que había detrás de aquella persiana, y que eran inalcanzables para mí mientras no se levantara. Y no parecía que la situación fuera a cambiar. Florencio, vecino de la finca y una especie de patriarca de la comunidad, me solía decir que en aquella vieja finca no había quien quisiera vivir, y que los que permanecían todavía, lo hacían de manera automática, sin que la voluntad les interviniera en semejante hecho; y que aún así, alguno se aventuraría a vivir en otro sitio menos familiar pero más cómodo, si no fuera porque los pisos tienen unos precios tan altos como el viejo hospital de San Carlos, pero con el inconveniente de que las preocupaciones asociadas les ayudan antes a enfermar que a sanar.

-Mira hijo, sólo he visto en mi vida algo tan sorprendente como el hecho de que alguien vaya a alquilar la casa de enfrente de la tuya- me dijo Florencio una vez- ¿y sabes qué es?

-No tengo ni idea- contesté.

-Que tú hayas alquilado la de enfrente a ella.

Pasé tantas tardes con la mirada perdida en aquella persiana que sería poco decir que sabía exactamente el número de lamas que la componían, porque además sabía cuáles estaban más sucias, cuáles resquebrajadas y cuáles arqueadas por el paso del tiempo. Éstas, las arqueadas parecían cambiar de sitio. Y cada vez que yo creía advertir esos cambios, pensaba que se debía a que alguien había subido y vuelto a bajar la persiana. En esas ocasiones, las lamas ya no pueden caer y amoldarse las unas contra las otras de la misma manera en que lo hacían antes. Las lamas son como las personas, y no existen dos iguales, ni son capaces de mantener su criterio y su conducta sin enmendarla casi en cada nueva jornada.

Durante años no tuve con quién discutir sobre la necesidad de cambiar las cuerdas del tendedero que compartía con un inexistente vecino. Tampoco hubo en aquel periodo de tiempo, sino en mi imaginación, ningún incendio que me permitiera salvar la vida de un niño indefenso cruzando de una ventana a otra sobre un tablón de madera. Ni tuve la oportunidad de ver con mis propios ojos un cruento asesinato, disimulando mi presencia de testigo de cargo, contra una infinita oscuridad en el ofice que tenía perfectamente planeada si llegaba el caso. No pude tampoco, distraerme de mis estudios porque el corazón me fuera robado por alguna vecina cuyos hábitos y manías hubiera estado dispuesto a tomar e incluso a amar, renunciando a parte de mi identidad.

La persiana eternamente cerrada. Esa fue mi gran decepción en la época de estudiante en Madrid.

Completar la carrera me llevó los mismos años que a casi todo el mundo. Años que terminaron por agotarse aquel mes de junio en el que hacía tanto calor. El trajín de cajas y libros, y de calcetines y maletas,  y de objetos inútiles que uno colecciona con perseverancia para acabar despreciando en cada traslado, me hacían sudar un poco más, por si la temperatura no fuera suficiente estímulo para ello. Fue comprobando que no me dejaba nada en mi habitáculo de estudio, cuando vi la persiana de enfrente levantada. Corrí al descansillo de la escalera, es decir, di media docena de zancadas, y encontré la puerta del piso entreabierta. Una señora vestida con una bata azul, se encontraba en su interior limpiándolo con movimientos pausados.

-Buenos días, señora. ¿Qué, le está usted dando un repasito al piso?

-Sí, me ha enviado la agencia inmobiliaria. Parece que el piso se va a ocupar.

Un ejemplo más de las juguetonas decisiones del destino. Si Florencio tenía razón, y yo creo que la tenía, el futuro habitante del piso estaría condenado a ver eternamente cerrada la persiana de mi cuarto de estudio. En ese estado estaría desde el día siguiente.

-Que le sea leve la tarea- me despedí.

-Gracias hijo. Lo que me queda es más fácil. Hay que ver lo que me ha costado limpiar la persiana del pequeño cuartito anexo a la cocina. Parece que llevara siglos acumulando polvo.



Abril de 2005
Rev. en Julio de 2009


miércoles, 2 de octubre de 2013

Dietario Errático (14-08-2013)


’Polimarica’ es un adjetivo que se inventó mi amigo Manolo cuando le conocí en la Escuela de Arquitectura de Madrid a finales de los setenta. Eran otros tiempos. En aquel entonces mi padre quería tener un hijo arquitecto, y el negocio de la construcción no olía a podrido sino a Ferrero Rocher.
 
El significado de polimarica es fácil y difícil de explicar. Fácil porque lo nuclear de su definición se obtiene con un pequeño puñado de palabras, y difícil porque sólo con la definición, resulta un poco complicada la comprensión del concepto. Literalmente, polimarica sería aquel hombre al que puede verse alternando con más de tres mujeres hermosas al mismo tiempo. La cuestión cuantitativa incluida en la definición viene del elemento griego poli, que aportaría el concepto de pluralidad, y más en concreto, del uso que las matemáticas, y otras materias, le han dado. Así, por ejemplo, aunque el polinomio se define, en términos generales, como la expresión matemática que contiene dos o más elementos algebraicos conectados por un signo ‘+’ o por un signo ‘-‘; aquellas que constan de dos y de tres se denominan específicamente binomio y trinomio. Queda claro, pues, que al tipo que se le ve en compañía de dos mujeres se le denominaría bimarica, y hablaríamos de un trimarica, en caso de que aquellas se pudieran observar en número de tres.
 
No obstante, para seguir en la medida de lo posible la costumbre gramatical que nos lleva a utilizar el término genérico de un grupo de palabras de significado similar, en lugar del específico que se le puede aplicar, y teniendo en cuenta, además, que encontrar a un fulano paseándose de los brazos de cuatro señoras, resulta verdaderamente complicado; polimarica acabó imponiéndose en nuestra jerga, como término habitual y único, independientemente del número de féminas, y siendo incluso el elegido cuando la proporción era de “uno a una”, siempre que ésta, en ese caso, fuera una de esas mujeres de las llamadas “de bandera” (entonces no existían los pibones; o al menos un servidor no recuerda el uso de dicha palabra).
 
El factor ‘marica’ dentro de la palabra no tiene explicación alguna, salvo que nos remontemos a la época de los recreos en el colegio. En los partidos de fútbol del patio solíamos reclamar falta cuando algún chaval habilidoso (más habilidoso que nosotros) nos quitaba el balón de los pies. Como quiera que en aquellos casos no había quien se aviniera a renunciar al juego para ser árbitro, compensábamos la indiferencia y el nulo efecto que causaba nuestra reclamación, mascullando entre dientes algún insulto al listillo. ‘Guarra’ o ‘cerda’ (en femenino, que jode más) eran bastantes socorridos para el propósito de liberar la frustración. Pero, en realidad, lo he sabido años más tarde, solíamos envidiar y admirar silenciosamente al chico que nos había birlado la pelota. Porque era de los que se podía pedir Amancio o Gárate al comienzo del partido, con garantías de estar a la altura.
 
Así pues ‘marica’ no era un contrasentido, aunque es comprensible que lo pareciera a primera vista. Al contrario, era más un signo de homenaje y alta consideración. Siempre que hablábamos de un polimarica, lo hacíamos sonriendo y con buen humor. Y la pronunciación era muy importante. Se vocalizaba haciendo espacios entre sílabas, tal y como se hubiera escrito, si entre ellas se hubieran intercalado guiones. Además, poníamos la voz al modo de Héctor del Mar, impostando una gravedad tonal que no poseíamos.
 
Sólo una vez en mi vida pude haber sido un polimarica. Creo que es algo que ya he narrado en este dietario, pero el recuerdo del hecho siempre me persigue. Sucedió muchos años más tarde de la época de Manolo, en el transcurso de una fiesta nocturna de esas de desparrame, en las que el alcohol cunde como si se hubiera adquirido en el mismísimo Caná de Galilea. Estábamos en el pueblo de mi amigo Paco, y éste me presentó a dos chicas despampanantes. Desgraciadamente, Paco me quería demasiado. Lo hizo anunciándome como “una de las mejores personas que conozco”. Por supuesto, no volví a verlas en toda la noche. ¿Quién quiere la compañía de una buenísima persona, justo la noche en la que el objetivo fundamental es no recordar nada de lo sucedido a la mañana siguiente?
 
 

domingo, 8 de septiembre de 2013

Madrid 2020


 
La semana pasada me apunté de voluntario a la candidatura de Madrid 2020. Básicamente, me impulsó a hacerlo el haber podido decirles en un futuro a mis nietos nonatos, que su abuelo fue voluntario en la consecución de un hecho histórico. Ahora tendré que buscarme algún otro logro que, eventualmente, pueda impresionarles, y me parece que no tengo mucho donde elegir.
 
La andadura de esta mañana me llevó por un sitio que ya me es bastante habitual. Cogí el anillo verde ciclista de Madrid que pasa a un par de cientos de metros de mi casa. Y llegué a la plaza de La Alsacia, de la que a tan solo un tiro de flecha más allá, me di la vuelta para regresar por donde había llegado.
 
En la plaza de la Alsacia hay una gran isleta central que hoy alberga la salida y acceso a una estación de metro, además de un intercambiador de diversas líneas de autobuses urbanos. Es, por tanto, un espacio de tamaño difícil de ignorar; y en él, y en su momento, el entonces alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, hizo instalar un pedestal de heroicas dimensiones que soportaba unas grandes letras con una leyenda parecida a esta:
 
 
 
MADRID
2M12
 
 
Esta mañana, esa leyenda había vuelto de la tumba, y era de nuevo visible. Como si se tratara de uno de los "otros" de Amenábar, el Madrid 2012 vigilaba los rostros de los ciclistas, corredores y paseantes de hoy, escudriñando si su decepción de ahora era como la que hubo entonces, hace 8 años, cuando toda esta pesadilla comenzó. Pero no, no lo era. Yo lo sé porque me he cruzado con todos ellos en mi paseo matutino, y lo he podido comprobar con un rápido recorrido visual por sus semblantes callados. Y es que la decepción es un objeto de disponibilidad finita, y se va agotando. Como las galletas Chiquilín, ni más ni menos.
 
Un par de kilómetros más allá, el anillo ciclista llega al Estadio de la Peineta, en San Blas-Las Rosas. Allí donde otrora, ayer, pensábamos que iba a celebrarse la ceremonia de inauguración de dentro de 7 años. Pero ya no podrá ser. El estadio se ha convertido esta noche en un holograma, y se ha empezado a pixelar. Los vecinos dicen que no quedará ni rastro de él en apenas 72 horas, el tiempo justo para que a Bárcenas se le caiga del maletín algún otro papelillo, mientras pasea inquieto por los pasillos de los juzgados.
 
Realmente no estaba de Dios -ese Dios mutante de 96 cabezas- que yo fuera voluntario olímpico.
 
 
 


lunes, 12 de agosto de 2013

Sin equipaje


Aquella noche, otra más de esas en las que mi cuerpo se relajó demasiado, acomodado en el sillón de casa, la tele me despertó escupiendo a Carlos Tarque con su voz desgarrada, y esa precisión imposible que imprime a cada nota que sale de su boca entre abierta. Dicen Luís y Carlos, cuando vemos juntos el concierto de “Sin enchufe”, cada vez que lo vemos, que “el muy cabrón, apenas abre la boca, pero canta como si la abriera dos veces”.
 
Como estaba solo cuando realicé este descubrimiento, no pude procurarme un cómplice que me regalara el disco (CD más DVD, todo un chollo), de modo que me lo regalé yo mismo. Eso ocurrió justo antes de que Carolina empezara a arrancarnos a todos la piel desde cualquier altavoz, no importa dónde nos encontráramos.
 
Desde entonces ya ha llovido, como dice la frase, nunca suficientemente “hecha” en sitios como Murcia, lugar de origen de los MClan; y sin embargo cuando escucho este concierto me parece que estoy ante una de los mejores trabajos del pop-rock español de los últimos 10 años. “Sin enchufe” es un concierto grabado en un local reducido, con un reducido público, pero con una cantidad de medios inimaginables para las posibilidades de un grupo (que no sea poderosísimo, como por ejemplo U2) a lo largo de toda una gira. Es, sencillamente, un momento mágico en el que a la alineación habitual de vocalista, guitarras, bajo y batería, de los MClan, se sumaron teclados, percusión, metales y coros; y aún acordeón y un tándem violín-violonchelo en un par de temas.
 
Canciones que se han hecho muy populares como la mencionada “Carolina”, “Llamando a la Tierra” (versión del éxito “Serenade from the Stars” de la Steve Miller Band), “Chilaba y cachimba”, o este “Sin equipaje”, lo han sido en la versión extraída de la grabación de este concierto. Un auténtico lujo, se lo aseguro. Una verdadera suerte que aquella noche alguien “saliera a buscarme con sus botas de todas partes”.
 
 
 



Sopla el viento de aquellos años,
que nos han dado tanto,
suena el eco de una canción
que he dejado por cada rincón.
 
He probado ya
tragos dulces y amargos,
se harán largos nuestros pasos,
si buscamos un sitio mejor.
 
Con lo que queda,
sé muy bien: valdrá la pena,
fuego en las venas
y alas en el corazón.
 
Noches tatuadas,
más de mil batallas ya,
nos quedan mañanas para ganar.
 
Luz de madrugada,
he dejado tanto atrás,
aún tengo balas para gastar.
 
Con mis botas de todas partes,
he bajado a buscarte,
en este tren a ningún lugar,
aún nos quedan sitios por llegar.
 
La lluvia cae bien,
se está haciendo ya tarde,
dos salvajes sin equipaje,
dicen los grillos de tu portal.
 
Hay una vida,
y unos sueños que aún respiran,
y un par de heridas,
que más bien pronto cerrarán.
 
Noches tatuadas,
más de mil batallas ya,
nos quedan mañanas para ganar.
 
Guardo esa locura,
que no tiene cura ya,
quememos las dudas en tu desván.
 
Nos quedan mañanas para ganar,
quememos las dudas en tu desván,
sin equipaje.
 
 

viernes, 2 de agosto de 2013

Dietario Errático (16-06-2011)


Eduardo es un chaval, que ya no lo es tanto, con el que coincidí en mi época de scout. Hace pocas fechas, y por una de esas circunstancias alegres y algo milagrosas (pero de las de los milagros de verdad cuya autoría corresponde a las personas de carne y hueso), tuve contacto (cibernético) con él de nuevo, tras algo más de 25 años sin noticias suyas. Eduardo me dijo que forma parte de un grupo musical. Que no se ganan la vida con la música, pero que hacen conciertos con una cierta continuidad. Que le encanta eso. Y que fue hace algo más de 25 años cuando decidió que esto es lo que él quería hacer algún día. Y que yo tuve algo que ver con su decisión, porque en nuestra época de scouts, “el de la guitarra” era yo.
 
Estoy verdaderamente sorprendido y maravillado de que los tres o cuatro acordes de la melodía del Smoke on the Water, que ocuparon, y siguen haciéndolo hoy, un espacio muy próximo a mi techo de competencia guitarrística, hayan tenido, al fin, alguna utilidad. Así que me he venido arriba, y utilizando como excusa el hecho de que la guitarra que tenía fue secuestrada por mi hija hace meses, y la coartada de que acaba de ser mi cumpleaños, me he comprado una guitarra acústica.
 
El pensamiento dominante en mi cabeza, puede que ya rayando en la preocupación, cuando me encaminaba a consumar mi ocurrencia sobrevenida, era que en la tienda, y en cumplimiento de un comprensible acto de hospitalidad comercial, me ofrecieran probar la guitarra. No ocurrió, afortunadamente. De otro modo, y como yo no soy muy de mentir, hubiera tenido que confesar la verdad: “No será necesario. Verá, yo no controlo mucho esto de la guitarra. Es solo que quiero trascender de mis vidas anteriores, y llegarme, si acaso, al Aqualung de Jethro Tull”.

 
 
 
 


lunes, 29 de julio de 2013

Te cuento una peli


Anoche vi una peli de flipar, macho. No se entendía bien del todo, pero creo que tenía algún tipo de intención. Ya sabes, cuando el autor te deja ahí pensativo; pues eso. Aún no sabría decirte si me gustó o no, pero lo que sí puedo asegurarte es que uno no se queda indiferente. En fin, te cuento:
 
"Era una pareja que se conocen en una panadería cuando van a comprar una barra de pan, y se gustan a primera vista. Así que deciden tener una cita al día siguiente, y se van de la panadería sin la barra de pan. Ellos, la tía y el tío, eran hermanos, pero no lo sabían. ¿Te imaginas la putada? La cosa es que se enganchan emocionalmente; o sea, que se enamoran ¿no? Pero no pueden consumar porque todo alrededor es un lío. Resulta que él, el día que han quedado para tener la cita y tal, tiene un problema porque uno se le acerca por la calle y le dice: “tío, sé quién eres, y ya no eres el que solías ser”. Entonces él, que es muy circunspecto, se mosquea y se dice: “¿y quién soy yo?”; y luego se dice: “¿y quién solía ser yo?” Entonces no acude  a la cita con la chica -que es su hermana, aunque él aún no lo sabe-, y se pilla varios tomos enciclopédicos en una biblioteca de su barrio, y empieza a  buscar en ellos quién era él; pero, claro, no lo encuentra. La cosa es que cuando está entretenido con los libros, llega el encargado de la biblioteca, y le dice con una voz distorsionada, como de secuestrador de película de detectives: “lo que buscas, no está en los libros, sino en tu propio ser”. Para cagarse, vamos. Y va el tío, y se mira a sí mismo, para ver su propio ser, pero no pilla la cosa. Y cuando va a preguntar al encargado de la biblioteca que qué ha querido decirle con lo que le ha dicho, se encuentra con que hay otro encargado de biblioteca distinto. Entonces, va y le dice: “disculpe, ¿puede usted avisar a su compañero? Y el compañero del compañero desaparecido le dice: “¿a qué compañero se refiere usted?, estoy yo solo a cargo de la biblioteca”. Entonces le dice: “perdone, es que me pareció usted más rubio hace un rato”; y el otro le dice: “siempre me dicen que parezco más rubio de lo que en realidad soy; pero vamos, que soy tan rubio como puede usted ver”.
 
A todo esto, la chica, que es hermana de él, pero aún no lo sabe, está esperándole en una esquina, cerca de la cual, hay una chocolatería. Y de repente se da cuenta de que algo no va bien. No sabe muy bien qué es lo que es, pero algo no cuadra. Entonces sale el cocinero de la chocolatería a fumar un peta. Ella le mira como quien ve a un chocolatero que es, además, un fumador compulsivo. No le da importancia, y vuelve a concentrarse en la esfera de su reloj de pulsera, no vaya a ser que sus manecillas se hayan parado, o, por el contrario, se hayan acelerado como si el tiempo, de repente, tuviera prisa. Entonces se encuentra confundida porque no comprende cuál de las dos situaciones explicaría el retraso de su amado, que, aunque ella no lo sepa, en realidad es su hermano.
 
El chocolatero fumador, que tiene un sexto sentido, ve cómo la chica no para de mirar su reloj, y le dice: “¿quiere saber la hora exacta? Hace ya un ratillo que la observo; y observo, asimismo, que no se fía de su reloj. Si quiere, puedo llamar a mi primo, que además de primo mío, es relojero. Él siempre tiene la hora exacta, porque de ello, entre otras cosas, vive. ¿Qué me dice?” Ella le mira con recelo, pero decide confiar. Total, no tiene gran cosa que perder. Entonces le dice al chocolatero: “dígame qué le dice su primo. Pero dígame antes, si le parece bien, cómo va a llamarle, habida cuenta de que no tiene usted ningún teléfono. Eso, si no lo tiene en algún sitio oculto que sería de difícil localización, y de aún más difícil justificación”. Él sonríe. Está claro que no es su primera vez. Entonces, apaga el cigarrillo contra la palma de su mano y empieza a tocar en la superficie perimétrica de lo que de queda de aquel con precisión de relojero. O sea, con precisión de primo suyo. La toba -para entonces el cigarrillo no tiene aspecto de algo distinto- le devuelve el siguiente mensaje acústico: “ti-tu-ti-ti-tu-ti-tu-ti-tá-tá-tá-tá”. Luego, se mete el cigarrillo en la oreja y se queda mirando al frente. De vez en cuando hace gestos de asentimiento, pero no dice ni una sola palabra. Después cuelga, o al menos eso interpreta ella que hace él cuando le ve sacándose el cigarrillo-teléfono de la oreja. Él la mira con gesto de turbación, y dice: “lo siento, mi primo no ha podido ponerse, no sé qué hora es. No puedo ayudarte”. Dicho lo cual, se mete echando mistos en la chocolatería. Ella decide que igual su hermano, que ella aún no sabe que lo es, no se presentará, así que decide largarse. Pero antes, repara en el cigarrillo que el chocolatero ha utilizado para hablar por teléfono, y que está aplastado en el solado de la entrada al local. Se agacha para examinarlo, y no consigue encontrar ningún elemento hardware que indique que se trata de un dispositivo electrónico. No obstante, por si acaso, saca de su bolsillo derecho una pequeña bolsa de plástico, e introduce en ella la toba aplastada. En la bolsa hay una leyenda en letras de color rojo que dice:
 
Prueba X (indique, con letra clara y en mayúsculas, la letra ordinal correspondiente) de la defensa/acusación (táchese lo que no proceda).
 
Llueve a la salida de la biblioteca. El tipo se mete en una tienda de ropa que se encuentra oportunamente próxima, y se compra una gabardina. Cuando va a pagar, la señorita que le ha atendido, le desliza un papel sobre el mostrador, y le dice en un volumen casi inaudible, y con una evidente actitud de sigilo que, por favor, no lo lea antes de salir de la tienda, y que no regrese a la misma, o la pondrá a ella en un grave peligro. Él asiente, y se guarda el papel en el bolsillo de la gabardina, que piensa llevarse puesta. Una vez en la calle, se sube el cuello de la gabardina, y se introduce en el metro. Coge la línea circular, para así no tener que tomar decisiones durante un buen rato, y aprovechar la calma para poner en orden sus pensamientos. Entonces recuerda el papel que le ha sido entregado. Lo coge del bolsillo, y lo lee. Esto está escrito:
 
La gabardina te sienta como un guante, cariño. Pero, en realidad, los dos sabemos que no es tu talla.
 
Entonces se queda frito. El tren acaba de entrar en la estación de Cuatro Caminos.
 
Al abandonar la chocolatería, la mujer se ha dirigido hacia el centro. Conoce un par de locales en los que se practica la adivinación, y está decidida a averiguar qué es lo que no va bien. Qué es lo que le ha generado esta incontenible ansiedad y preocupación. Al doblar una esquina, tropieza de frente con un tipo que parece rubio sin serlo. “Discúlpeme –dice la mujer-, no sé en qué iba pensando”. “No tiene de qué disculparse -le contesta el tipo rubio a ratos- En lugar de eso, mejor pregúntese porque él quería exactamente la misma barra de pan que usted ya había pedido al panadero”. De repente, todo su ser se agita. Ahora recuerda que el día anterior ocurrió exactamente eso. Su inminente amante, que es hermano de ella, aunque este hecho aún sea ignorado por ambos, pidió la tercera baguette empezando por la izquierda. Pero ella ya estaba allí, y ella siempre se lleva la tercera baguette empezando por la izquierda. De hecho, el panadero ya tenía que haberla retirado de allí".

-Y ya... ¿Qué? ¿Flipas o no flipas?
 
-¿Qué cómo llegan a saber él y ella que son hermanos?
 
-Bueno, de esa parte no me enteré muy bien. ¿Pero a que la peli tiene ahí un mensaje o algo?
 
-Si quieres te la paso…
 
 
Julio de 2013

miércoles, 10 de julio de 2013

Dietario Errático (10-06-2011)


Hoy me ha dado por pensar (peligro) en este concepto, ya adolescente, que llamamos “Globalización”. Y advierto, con cierto desencanto, que no parece referirse a un hecho de ocurrencia creciente, en virtud del cual las personas gusten cada vez más, de moverse en globo por el planeta. Quién sabe si cinco semanas fueron ya suficientes, no solo para el Dr. Fergusson y sus acompañantes, sino para la mitad de los habitantes de La Tierra, que ya ha debido de leer la obra de Verne.
 
No. Parece que la Globalización es otra cosa. Es como “la ley del embudo”, un fondo de saco, un camino de ida sin vuelta, que a algunos les permite ampliar el límite del “huerto” en el que hacen negocios y dinero, hasta el más alejado extremo del mundo; mientras que los de aquel remoto lugar no son recíprocamente compensados por el destino (algo corrompido a estas alturas), adjudicándoles alguna pequeña cuota del nivel de bienestar del que disfrutan los primeros.
 
Puede que en la mitad del planeta que no ha leído Cinco Semanas en Globo haya Globalización. Lo que no está tan claro es que haya libros que leer.
 
 

domingo, 7 de julio de 2013

Pedrito y Ana Belén


Pedrito sospecha que no le es indiferente del todo a Ana Belén. Si no fuera así –intuye-, ella no bajaría la cabeza con ese pudor juvenil, a la vez que amordaza con un cuidado impostado, una sonrisa seductora que a él le vuelve loco; todo ello al cruzarse ambos cada mañana en la Puerta de Purchena, cuando el chico baja hacia la zona del Puerto, camino del supermercado. En esos instantes, las grandes mariposas rojas que adornan el edificio testigo del encuentro, le parecen insignificantes a Pedrito, al lado de las que siente en su estómago.
 
Pedrito ha podido conocer gracias a Elena, una vieja amiga de su familia que vive en el mismo edificio que Ana Belén, algunos detalles relativos a la chica de sus mañanas. Elena le ha hablado de manera entusiasta de Ana Belén y de las cualidades que la adornan. Aunque puede que el entusiasmo lo haya puesto él en realidad, cuando Elena le reveló esta conexión tan afortunada como insospechada. En las conversaciones entre Pedrito y Elena se ha hablado de los habitantes de la casa de Ana Belén; de sus tres hermanos varones, que a Pedrito le ha parecido que no es un hecho de gran ayuda en el proceso de acercamiento y conquista con el que sueña; de la costumbre de la familia de ir a dar un paseo cada domingo por Las Salinas y el Cabo. Y de su padre, por fin, con quien Elena le ha aconsejado que sea cuidadoso y prudente a la hora de acercarse a Ana Belén, cosa que ocurrirá si él supera el miedo y la indecisión. En esa circunstancia, Pedrito deberá actuar un poco a la antigua, porque el padre de Ana Belén es militar, un hombre de su tiempo, que no es tanto el tiempo de hoy; y es persona de poca manga ancha para según qué cosas, entre las que se encuentra sin duda, los modos actuales de flirteo entre los jóvenes.
 
Como quiera que el chico no sabe interpretar muy bien el término “a la antigua”, ha estado buscando en internet cosas relacionadas con esa expresión, en un ‘ciber’ que hay en la calle Acosta, cerca del Ayuntamiento. Allí ha aprendido que lo que mejor impresión le produce a un padre del estilo del de Ana Belén, es que el aspecto de un pretendiente anuncie seriedad. Y cuando ha hablado del tema con Rubén, el dueño del local, que es casi un hombre venerable por la edad que tiene, éste le ha aclarado que eso significa ponerse un traje. “Sí o sí, muchacho –le dijo Rubén-, puedes olvidar el calzarte antes de salir a la calle cualquier día, pero aquel en el que te des a conocer a la familia de una chica que no es cualquier chica para ti, ese día no puedes olvidarte de vestir un traje”. Así que, durante los últimos seis meses, Pedrito ha estado ahorrando una parte de su sueldo de reponedor en El Árbol, y se ha comprado un traje. Aunque su hermana le ha dicho que no tiene, una vez metido en él, el mismo aspecto que el tipo guapísimo que anuncia el Corte Inglés por la tele, dice también que puede valer. Él espera que eso sea verdad, porque no cree que los acontecimientos corrientes de su vida social le brinden muchas oportunidades de utilizar el traje, si en este lance no llegara a tener éxito. Eso andaba pensando Pedrito, mientras, nervioso e insomne, su cuerpo recorría la cama de lado a lado la noche anterior al día elegido para llevar a cabo su plan.
 
 
 
 
 
Todavía no hay luz. Sólo se intuye en el horizonte un pequeño reflejo que se irá haciendo claridad, e incendiará el cielo lenta y progresivamente por el lado de Las Almadrabillas. Pedrito se ha sujetado el bajo del pantalón con una pinza, para que no se le enganche con la cadena de la bici. En bandolera, lleva una pequeña mochila de tela, en la que transporta todo lo necesario, que es bien poco, en realidad. El calor será clemente aún durante un buen rato. Por eso ha escogido una hora tan temprana. Por eso, y para no encontrarse con nadie, a quien tuviera que explicar, difícilmente, sus actos. A la altura de la Iglesia de la Almadraba de Monteleva, el sol ya empieza a desplegar calor vertical y verano. Afortunadamente, ya queda poco; y Pedrito pedalea con ahínco, encorajinado por la inminencia del momento en el que sus intenciones pasarán a ser hechos.
 
Las gotas de sudor le resbalan por la nariz. Aunque ya hay luz, y algo de sol, no es tanto el calor, sino el nerviosismo y el corazón que bombea sangre a paladas por todo su cuerpo. Las letras se van perfilando. Ya casi ha terminado. De vez en cuando se distancia del muro para ver el efecto que produce su trabajo desde una cierta distancia. Está satisfecho del color elegido. El rojo representa la pasión, de la que él rebosa, y es el color de las mariposas de Purchena. El mensaje es tan explícito que Ana Belén jamás podría ignorarlo.
 
Pedrito desciende a la carretera. Aún no se atisba un alma en los alrededores del Faro. Mira satisfecho el trabajo realizado. Guarda los botes en la mochila, y se dispone a subirse a la bici para regresar. Decide que en el punto en el que se encuentra, ya puede quitarse la chaqueta y aflojarse la corbata. Así el viaje de regreso será más cómodo. Para el trajín que ha sufrido ya tan de mañana, el traje no se ha arrugado demasiado.
 
 
 
Julio de 2013
 
Fotografía: Flaurash

domingo, 17 de febrero de 2013

Dietario Errático (07-06-2011)


Con cierta frecuencia, uno escucha comentarios de determinadas personas, a propósito de la mala vida que les dan a sus ordenadores (que puede que no sea mala vida, en realidad, sino la que ellos mismos, los ordenadores, han buscado al hacer realidad su vocación de ser lo que son), al tenerlos descargando ficheros desde la Red las veinticuatros horas del día. Venga de pelis, discos, libros y qué se yo qué más. En fin, una emulación en versión siglo XXI, y salvando por tanto las distancias tecnológicas existentes de entonces a ahora en lo referente al soporte físico del arte y el conocimiento, de la biblioteca de Alejandría. Y a mí me parece estupendamente bien que cada uno haga con su ordenador lo que le parezca más adecuado (sin entrar en temas legales, que eso ya daría para otras muchas reflexiones), aun cuando no acabo de comprender muy bien que pueda suponer un bien en sí mismo, el hecho de atesorar más información de la que uno es capaz de digerir en toda una vida (de las de aquí). El número de películas de las que disponen estos “cinéfilos” es tal, que en algunas ocasiones se llega a la conclusión inevitable de que tendrán que trascender junto con las almas inmortales de sus dueños, para hacer más llevadero el “por siempre jamás” de éstos.
 
He recordado, en relación con esto, algo que me ocurrió en la oficina hace tiempo. Un compañero que responde al perfil del párrafo anterior, acababa de bajarse el último disco de Melendi (que quizá hoy sea ya el penúltimo), y nos ofreció al grupito que estábamos geográficamente más próximos, la posibilidad de hacernos una copia. Como quiera que una disposición tan desinteresada a obsequiar no debe responderse con la callada, y dado que ya algunos habían aceptado gustosos la propuesta, yo contesté renunciando a ella con todo el cuidado que fui capaz de aplicar a la situación. “Bueno, yo es que no soy muy de Melendi”, dije. Entonces él se levantó, vino hacia mí con gesto de extrañeza y preocupación, y me dijo: “Pero si no te gusta Melendi, ¿entonces qué te gusta?”


sábado, 9 de febrero de 2013

Cielo





Colosal techo, 
de emoción, tus colores, 
llenan mi pecho.




Fotografía: Encarna Mora

(Para ver la imagen en su tamaño original, hacer doble click sobre ella)