estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



sábado, 29 de mayo de 2010

Toda una señora


Mi querida señora,

Si hubiese sabido lo que me iba a ocurrir, habría acudido, pese a todo, a aquella cena.

No sé si seré capaz de explicarle mi problema, pero sé que debo intentarlo, por más que mi deseo es que usted no lo haga suyo, ni suponga el hecho de leer esto que otro distinto venga a perturbar la tranquilidad de su vida.

No fue determinantemente principal la cuestión de que sea usted una persona con un atractivo físico incuestionable. Cualidad suya que usted no puede ignorar. Cuando se acercó a la mesa en la que ya algunos de los invitados nos habíamos congregado, el corto trayecto desde la puerta del salón hasta nosotros pareció convertirse en una pasarela, tal fue la concentración de miradas que sobre ella (que era usted) confluyeron. Fue una de esas ocasiones en las que ante la visión de algo magnífico, se asume que resulta altamente improbable que ello pueda acabar relacionándose con uno de una manera u otra. Pero usted se quedó en nuestra mesa y en ninguna otra.

Durante la cena se distinguió usted de muy diferentes maneras y con extraordinaria profusión. Participó de todas las conversaciones, aportó nuevos puntos de vista a los sencillos debates, atrajo a los núcleos de conversación a aquellos que se mostraban reservados e inseguros de su participación en ellos, tuvo el comentario amable y apropiado para cada uno de nosotros, con un aparente conocimiento de las circunstancias personales de todos tal, que parecía usted una amiga de toda la vida. Y todo ello, de manera simultánea. Como si fuera fácil. Como los malabaristas que juegan con cuatro o cinco elementos sin descuidar la atención por ninguno de ellos, para así evitarles la humillación del contacto con el suelo.

Consiguió usted encandilar a los hombres y apostaría mi vida a que ninguna mujer de las presentes, le haría a usted una mala crítica.

Ahora estoy perdidamente enamorado de usted. Permítame que se lo confiese. Estoy enamorado de su cara, de su sonrisa, de su voz. De la forma en la que sus cejas expresan sorpresa, de su mirada cómplice que no lo es por los motivos que yo quisiera, de su forma de entender los asuntos pareciendo que son los demás los que los comprenden bien. De como resta importancia a lo trivial y suaviza la gravedad de lo importante. De su forma de gustarle el cine y de cómo habla del alma de los poetas. Estoy enamorado de su pelo cobrizo, de su cuello, de su boca y hasta de su suave indiferencia que alineó a todos los presentes en la misma posición, sin prestar a ninguno ni mayor ni menor atención que al resto, y a mí, entre ellos.

Mi problema es que usted, o su recuerdo, se pasea por mi cabeza a todas horas sin darme ocasión alguna para entretener mi mente en otras ocupaciones que no sean desearla. Debo decirle esto porque no amarla sería un pecado mortal, y no puedo dejar de explorar la posibilidad, por infinitesimal que sea, de que usted pudiera llegar a sentir algo que, sin ser hoy como este amor que me consume, me permita albergar alguna esperanza.

La omisión de una respuesta por su parte, será para mí suficientemente elocuente de que mi sueño termina con el final de esta carta.

Sinceramente suyo,

Lorenzo de Andrade




-Y este es el motivo, amigo Torrequebrada, de que necesite imperiosamente la dirección de la dama en cuestión, pues sin ella, difícilmente le podré hacer llegar esta carta.

-Helado me deja, mi querido Andrade.

-¿Y cómo es eso?

-Verá. Montalbán, situado en la idea de que la dama era invitada de Álvarez del Páramo, le pidió a éste idéntica información a la que usted me pide ahora a mí. Y Álvarez del Páramo, hizo lo propio conmigo, por lo que, no siendo tampoco yo la llave para la localización de la señora, he investigado por mis medios, no encontrando rastro de ella por ningún lado, ni entre los asistentes a la cena, ni entre el personal del restaurante del casino. Usted, Andrade, era mi última oportunidad.

-¡Por los clavos de Cristo!, ¿y cuál es la explicación?

-Lo ignoro, pero parece que las posibilidades convergen en un único sentido.

-¿Qué quiere decir? ¡Sea más explícito!

-¿Se le ocurre a usted una explicación distinta al hecho de que los ángeles existan, y que la otra noche hubiéramos recibido la visita de uno?



Febrero de 2004
Rev. Agosto de 2005

martes, 25 de mayo de 2010

Vocabulario imprescindible para desenvolverse durante el Mundial de fútbol


Árbitro. Se ignora por qué se alude a los árbitros utilizando siempre dos apellidos en lugar de uno. Véase: Condón Uriz, Acebal Pezón, Mejuto González, etc. A juzgar por los ejemplos reseñados, se descarta que sea para no confundirlos con otras personas de apellidos y profesión idénticos. En fin, otro hecho ignoto para la ciencia, tan escasa, del hombre.

Banderín. Los hay de tres tipos, a saber: de córner, que siempre, y milagrosamente, se mantiene pegado al suelo a pesar de que se ha puesto de moda entre algunos jugadores, el sacudirle patadas para celebrar la consecución de un gol; de juez de línea, que adquiere su auténtica dimensión de irremediable chivato cuando a su propietario se le levanta la mano a lo Madelman’s style; y finalmente de los que se intercambian los capitanes antes del partido, como queriendo pasar por personas civilizadas y tal, tú verás.

Córner. Injustísimamente tratado por los periodistas deportivos, toda vez que hablan del círculo central, del semicírculo del área, pero jamás de los jamases aluden al cuarto de círculo del córner. Afrenta histórica donde las haya.

Descanso. Tiempo cuya longitud está milimétricamente pensada para asaltar la cocina y hacerse con algunas vituallas para consumir en la segunda parte. Durante la primera, la cerveza suele dar cancha suficiente al espectador. El estar a los aperitivos mientras ve uno el partido, es la forma más segura de desatender a lo que ocurre en el terreno de juego. Además, siempre te acaba cayendo una gota de aceite en el pantalón.

Entrenador. Tipo con corbata que se muerde las uñas, una tras otra, cuando ve que lo que escribió en la pizarra no fue comprendido por ninguno de los jugadores. A veces, los entrenadores son despedidos sin razón aparente, pero nunca se enfadan por ello. Son muy buenas personas, y comprensivas en extremo.

Fúrbol. Esta palabra no sé qué eh lo que eh, pero debe tener que ver con el asunto que nos ocupa, porque se la oigo decir con frecuencia al Presidente de la Federación Española de Fútbol. Claro que mi inglés tampoco es del Eton College. Puede que eso haga lo suyo.

Gol. Alegría o tristeza sobrevenidas, dependiendo de en qué lado se alinee uno. Los importantes que se sientan en el palco principal, están sujetos a una norma no escrita, en virtud de la cual deben permanecer impertérritos (como si estuvieran jugando al “impávido”, por ejemplo) ante la consecución de un gol, ya sea a favor o en contra de su equipo. Los jugadores, en cambio, no lo están. Que se lo digan si no, al pobre banderín del córner.

Hostias. A lo que van los jugadores (como otros a setas, en otoño), cuando se forma una riña, pelea o tangana entre ellos en mitad del partido. El árbitro se caga en todo lo que se menea, cuando tiene que bregar con esta situación. Lo soluciona haciendo uso de las tarjetas (ver apartado ad-hoc), que para lo pequeñas que son, tienen un efecto altamente persuasivo.

Indirecto (libre). Llevo décadas sin saber qué es esto. O sea, saberlo, lo sé. Es que al sacar una falta no se puede hacer disparando a puerta de manera directa. Lo que no sé es cuando se dispone que el saque es indirecto, o cuándo directo. Tampoco sé si existen libres circunstanciales (de lugar, tiempo, modo o cantidad).

Jugada. Unidad elemental de actuación coordinada por parte de los jugadores, dentro del desarrollo de un partido. Se compone de pase, regate, chut y ¡¡¡uyyyyyyyyyyyyy!!!, si es buena. Si es mala, puede adoptar muy diversas combinaciones. Una bastante habitual es dar un pase al hueco, para que un compañero que está muy lejos del tal hueco, se mate a correr “pa ná”. Luego vuelve a defender y hace un gesto de aplauso al pasador, mientras por lo bajini se caga en sus muertos.

Kilómetro. Éste está traído por los pelos, lo admito. Son mil metros como todo el mundo sabe, o unos 10 campos de fútbol, medidos en su sentido longitudinal. Últimamente, las teles ofrecen estadísticas de los kilómetros recorridos por determinados jugadores (los centrocampistas, básicamente) a lo largo del partido. Siempre tengo la impresión al ver esos resultados, de que son todos unos haraganes.

Linier. Otra importación anglosajona. Es el juez de línea, sin ir más lejos. Se lleva broncas constantes de los jugadores a los que les señala fuera de juego. Eso, a juzgar por los aspavientos de indignación de éstos, aunque estuvieran adelantados 4 metros a la defensa. No obstante, como dichos jugadores suelen estar en la banda contraria a la del linier, éste no se cosca de si se están cagando en su familia o qué. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Míster (el). Es un término coloquial que utilizan los jugadores para denominar al entrenador. El DRAE, para sorpresa de un servidor, lo recoge justo con esta acepción. A veces, este vocablo (si pensamos en su interpretación inglesa), y el sujeto al que se refiere, forman un paradigma de contradicción.

Naturalidad. Cualidad que adorna a muchos delanteros para tirarse dentro del área, y sobre todo, para adoptar un gesto de perplejidad cuando el árbitro ignora su martingala. La pierden un poco cuando empiezan a mesarse los cabellos, simulando indignación.

Ñu. Alguno habrá en los Parques Nacionales de Sudáfrica. También tenemos Ñam-Ñam: Sonido onomatopéyico, de significado más o menos intuitivo, que se les escapa por la boca a algunas mujeres cuando ven a Cristiano Ronaldo. Conmigo no les pasa. Será porque no soy portugués, digo yo.

Once. Número de jugadores de cada equipo. Los periodistas deportivos, (inspiración constante para el joven aprendiz de entendido en fútbol), lo emplean como sustantivo además de cómo adjetivo. Así tenemos el “once inicial”, el “once de gala”, o el “once de circunstancias”. Hay que tener cuidado y no hacerse un lío con esto. Por ejemplo, cuando se dice que el entrenador no ha repetido un once en los últimos 4 partidos, no quiere decir que hayan jugado en ellos 44 jugadores distintos. No. En términos de matemática combinatoria los “onces”, serían todas las combinaciones posibles de 25 elementos tomados de once en once.

Pelota. También llamada esférico, balón o cuero por los locutores deportivos, que gustan de utilizar sinónimos (algunos de cosecha tan poco académica como por ejemplo “trencilla” refiriéndose a un árbitro) para no repetir siempre los mismos términos. Los porteros dicen que a veces la pelota hace extraños, como si tuviera voluntad propia o así. A mí sí que me extraña eso.

Queja. Es la seña de identidad del futbolista marrullero que trata de orientar a su favor el desarrollo del partido sin necesidad de jugar al fútbol. El futbolista “quejica” se pasa el partido dándole la brasa al árbitro con protestas airadas, pidiendo tarjetas para el adversario, exagerando sus dolencias físicas si la escasez de tiempo le favorece, y utilizando, en fin, todo tipo de estratagemas propias del mismísimo Guzmán de Alfarache. En otros deportes, de los que el rugby es un buen ejemplo, estos comportamientos tramposos no se dan. Y eso que en el rugby lo que sí se dan, y con cierta intensidad, son buenas trompadas.

Revulsivo. Es el efecto que produce la entrada de un nuevo jugador en el campo, cuando al equipo las cosas le van yendo un poco “como Angulo”, que diría aquel, en el partido. También se le llama así al propio jugador. El revulsivo, sale como una moto, santiguándose y quemando césped, dirige consignas a todos sus compañeros, en una turné frenética a lo “juego de las cuatro esquinitas”, y, al cabo de un rato, está agotado. Criatura. Es estadísticamente improbable que su equipo gane el partido.

Saque. Acción que inicia el juego o lo reanuda tras una pausa en el mismo. Tienen denominaciones específicas variadas: saque de puerta, saque de esquina, saque de centro, saque de banda y qué buen saque tiene fulanito (esto último se aplica a los jugadores cuya tableta de chocolate se diluye como consecuencia de ciertos hábitos disolutos, que son muy poco profesionales. Pero que les quiten lo bailao, me parece a mí).

Tarjeta. Trocito de cartulina que lleva el árbitro en el bolsillo para hacer visible al público y a los jugadores, que le afea la conducta a alguno de ellos. Las hay amarillas y rojas. La relación entre ellas es fácil de recordar porque sigue la misma filosofía que los símbolos de la escritura musical. Dos amarillas equivalen a una roja, como dos corcheas lo hacen a una negra. Chupao.

Ultras. Hordas incontroladas de individuos, normalmente violentos, que utilizan el fútbol como excusa para dar rienda suelta a sus desmanes. Muchos clubes, inexplicablemente, les dan cancha: expresión muy adecuada a nuestro contexto.

Ventaja (ley de la). Norma en virtud de la cual, el árbitro omite el señalamiento de una falta, porque el desarrollo posterior de la jugada se intuye favorable al jugador objeto de la misma. Los árbitros que la aplican con acierto son muy valorados, al igual que los que favorecen la continuidad en el juego. Si usted quiere tirarse el “pingüi” de que sabe de fútbol, cuando esté viendo un partido con sus amigos, diga esta frase inefable: “Este es un buen árbitro. Deja jugar”.

Whiskey. Es, junto con un apodo por el que me conocen los que me conocen más, la única palabra que me sé que empieza por W. Lo siento, es lo que hay.

Xilofón. Instrumento de la familia de los de percusión, del que se obtiene sonido golpeando unos pequeños mazos contra una serie de láminas de madera o metal. En muchos partidos internacionales, los himnos nacionales son interpretados por una banda de música. El hecho de que en la banda no haya un xilofón no es culpa de mi menda.

Yerba. Utilizo este término aquí porque la Y Griega se me estaba poniendo un poco jodida, pero lo normal es llamarlo césped. Tiene aspersores como los de los chalets y tal y tal, y se corta en trayectorias perfectamente ortogonales a las líneas de banda, para que su dibujo nos ayude a decidir si había fuera de juego o no, cuando ponen la repetición de la jugada. Fíjate tú que creo yo que los jueces de línea son los que trabajan de cortacéspedes en los clubes…

Zidane. Indefinible. El tipo que le hace comprender a uno, que está bien amar a unos colores, pero que lo verdaderamente importante es amar al fútbol.



Mayo de 2010

miércoles, 19 de mayo de 2010

Las caras de Bélmez y otros hechos parapsicológicos


Las baldosas del suelo de mi cuarto de baño están salpicadas de innumerables y pequeñas manchas que tienen formas irregulares. Casi siempre son de color negro, y las que no lo son, bien podrían responder a un error de fabricación porque no son suficiente número como para ser algo intencionado, o sí. Ni idea. A veces, cuando paso distraídamente la vista por este suelo, veo caras. Son caras muy esquemáticas, en las que un pequeño triangulito junto a otro aún más pequeño a su lado forman los ojos. Y la nariz es una manchilla trapezoidal que anda por debajo de las anteriores. Y también hay boca, y hasta orejas y gafas en algunas ocasiones. Estas caras son embrujadoras, como debieron serlo también las de Bélmez de la Moraleda hace un porrón de años; por más que, habiéndome llegado noticias de aquellas a través de testimonios ajenos a los de mis propios sentidos, no pueda yo dar por cierto, ni no, nada de lo que allí ocurrió, y tan sólo pueda decir de ello, lo mismo que a mí me dijeron.

Mi embrujo, sin embargo, no es tal. Que sólo lo parece por quedarme yo más quieto que un camaleón, ojos y todo, frente a una mosca. Y sobre todo ojos, en realidad, porque al moverlos hacia otro lado la cara del suelo desaparece y se hace imposible volver a localizarla. Es como si la razón de las caras en el baño fuera mi presencia en él, y la de mis ojos escrutándolo todo, y no tuvieran sentido si yo no estoy, porque en realidad vienen a hacerme compañía y a jugar conmigo al escondite. Tentado he estado alguna vez de proveerme de un rotulador indeleble, y tenerlo a mano donde el cepillo de dientes o el peine de arreglarme cuando salgo a la calle, para poder marcar con él la superficie en la que descubro una cara, rodeándola con un circulito, como hacen los grandes almacenes con sus precios, únicos, en tiempo de rebajas.

El suelo de mi cuarto de baño es parecido a muchos otros suelos que no necesariamente se instalan en cuartos de baño. Y creo que esto que me pasa, no es algo que sólo me pase a mí. Podría sucederle, por ejemplo, a un chico esperando a su novia en un apartado velador de un antiguo Café. De esos cafés de época cuyo suelo de terrazo está a reventar de manchitas negras y pequeñas. Ella, al acercarse a la mesa, le vería en gesto tan absorto y concentrado que, después de saludarle con un beso, le diría: "¿en qué pensabas, cariño?", y él contestaría "en nada, en nada".

Será que nuestra mente no se encuentra realmente al pairo, agradablemente al pairo, si no está en cosas tan poco útiles como descubrir las caras que habitan los suelos. Y esas cosas son difíciles de explicar y de describir, y ni se le pueden confiar a cualquiera, ni todas las personas en quien confiamos son capaces de entenderlas. Y sucede que algunas de esas cosas -también otras que no son ver caras-, nos vuelven pudorosos. Entonces se hace muy socorrida la respuesta de "en nada, no pensaba en nada" cuando nos rescatan de nuestro ensimismamiento interrogándonos sobre su causa. Por todo esto, la chica del Café Comercial se fue aquel día algo preocupada, tras haber reconocido en la mirada de su novio la existencia de un pensamiento que no quiso compartir con ella. "Dios mío –pensó aquella noche cuando volvía a su casa- ha sido, de alguna manera, nuestro primer engaño".


Mayo de 2004
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sábado, 15 de mayo de 2010

20 20 Vision


No sólo Usain Bolt es un ejemplo magnífico de lo que el cuerpo humano puede hacer. George Benson, con su incipiente madurez sesentona y su cara de buena persona, y sin prisas, oiga, es otro modelo de capacidades corporales asombrosas. Yo le veo tres, sólo con asistir a alguna interpretación suya del asombroso On Broadway: Las manos, la garganta y la mente. ¿Conocen ustedes el "kazoo"? Es el instrumento más fácil de tocar del mundo. Bastan escasos segundos para dominar sus secretos con total naturalidad; y tan solo en un minuto, podemos estar preparados para interpretar con garantía de éxito cualquier pieza estremecedora, no importa si nuestro auditorio es el Teatro Real de Madrid o la Opera de Viena. Pues bien, los dedos de las manos de George Benson se mueven de tal manera por el mástil de su guitarra, que pareciera que tocar ese instrumento es para él, tan sencillo como para mi tocar el kazoo. Pero además, la garganta de George Benson emite notas con una velocidad y una precisión musical, que sólo se podrían atribuir a una guitarra en buenas manos, o directamente a la ejecución de un programa informático. ¿Y la mente? (se preguntarán ustedes, como en los chistes); pues la mente le sirve para hacer todo eso a la vez que sonríe al público, haciéndole feliz dos veces por el precio de una.

El domingo pasado me perdí por la sección de discos de un centro comercial buscando sabe Dios qué, y encontré Givin' It Up, un disco grabado a pachas entre George Benson y Al Jarreau. Duelo de punteos vocales al sol. ¿Se imaginan el resultado aritmético que puede producir la suma de dos elementos como estos? Mucho más que dos, desde luego.

Les dejo 20 20 Vision, una canción que muestra calidad y transmite optimismo, de todo ello, mucho. Y una cosa les digo: No me extrañaría nada que Usain Bolt se "chutara" con música de George Benson, momentos antes de prender fuego al tartán de las incrédulas pistas de atletismo de este planeta.




jueves, 13 de mayo de 2010

Anestesia





En la antesala del gabinete he sentido algunas palpitaciones, como consecuencia de las cuales, no he podido concentrarme en la lectura del libro que llevaba para distraer la espera y burlar los nervios. Éstos, los nervios, han estado listos hoy, los jodíos. Somos cuatro, distribuidos en tres grupos, los que nos encontramos en este embudo cuya resbaladiza pendiente sin asideros conduce al sillón del sacamuelas. Pero hay una señora en el único equipo no unipersonal, que viene sólo de acompañante. Tiene un gesto adusto, y está centrada en un folleto que sostiene entre las manos, y que necesariamente se ha tenido que leer ya una docena de veces, tal es su escaso tamaño, y tal el tiempo que lleva sin quitarle ojo. Aunque el tipo al que acompaña tiene una edad del todo atribuible al periodo vital de la madurez, apostaría a que es su madre. Este es un hecho extraño, pero, tras dudar unos instantes, decido que no es calificable como insólito, habida cuenta de la propensión que sufren muchas madres a ignorar el crecimiento intelectual de sus hijos, y la de muchos hijos, a asumir el pensamiento de sus madres con una naturalidad asombrosa. Creo que existe una relación de odio y desprecio entre ambos. En efecto, cuando la mirada un tanto abúlica de la madre, ha tropezado con el andar lento y desganado de su hijo, en su regreso tras la primera visita al gabinete, resultaba materialmente imposible poder ignorar la pequeña mancha de sangre que éste traía en la comisura izquierda de la boca. Su única reacción, sin embargo, ha sido la de leer por decimoquinta vez el folleto que sostiene, y al que poco a poco le han ido creciendo unas arrugas de vejez prematura y mala vida. Prefiero mantenerme en silencio, y no indicarle al sujeto lo de la sangre en la boca, por puro temor a la indefinible mirada de la que podría ser objeto por parte de su madre.

Hace un calor de averno en esta puta sala. Tanto es así, que una enfermera que la ha atravesado delante de nosotros, ha dicho que “joder, qué calor hace aquí”. Lo ha hecho con un nivel acústico discreto, pero calculadamente audible a la escucha ajena. Si se enterara su jefe, podría despedirla por echar pestes de las cosas de la empresa delante de los clientes. Y aunque le estaría bien empleado, he decidido que no testificaría en su contra si me pusieran en el brete de tener que hacerlo. Me he quitado el jersey, y me he hecho un pequeño esquema mental de la secuencia de tareas a realizar si dicen mi nombre de repente. Me pondré de nuevo las gafas, colocaré el marcador del libro en la página por la que voy (y que no es otra que la siguiente a la que anoche pude terminar antes de poner los dos despertadores), y sujetaré el libro entre el cuerpo y el brazo, liberando ambas manos para poder recoger el jersey y la gabardina. Entonces podré dirigirme al gabinete. La estrategia me parece adecuada.

El cuarto componente de la reunión es un señor de 50 años que se encuentra justo frente a mí, en el lineal de sillas de plástico azul paralelo al que ocupo yo. También ha oído la queja inadecuada de la enfermera, pero tampoco testificará. No tanto por la voluntad de no hacerlo, como por el hecho de que lo habrá olvidado por completo. Y es que todo lo que está ocurriendo a su alrededor es como si lo viviera en un trance hipnótico. Está acojonado. Al advertirlo, siento la mezquina sensación de estar yo reconfortado; y pienso que quizá el libro le haría mejor papel a él que a mí. Pero no se lo puedo ofrecer porque me estaría metiendo en su vida, y bastante tengo con la mía. Nunca he sabido bien la diferencia entre palpitaciones y taquicardias. Esto último, suena como clínicamente desventajoso.

Me llaman. Lo hace el médico en persona, lo que me produce una sensación neutra. Creo que la culpa es de su indumentaria verde hospital. Si hubiera vestido, por el contrario, una bata blanca con su nombre bordado en hilo azul en el bolsillo de la pechera, mi consideración hacia su persona hubiera aumentado con toda probabilidad. Cuando entro en el gabinete, no recuerdo si me he acordado de despedirme de los demás. Es absurdo, pero me jode que piensen de mí que soy un maleducado. El resto de la operativa ha sido un éxito. El cirujano periodontal – nombre técnico que he podido saber que recibe este señor –ha dicho “deje todo eso por ahí”, y el término “todo” me hace suponer que probablemente no me he dejado nada atrás, en la sala tropical.


He ocupado el sillón de trabajo reclinable. Seguramente es anatómico total, pero yo no lo aprecio. Hasta esta misma mañana, habría jurado que para ocasiones como la presente, mis nervios eran más templados de lo que ahora puedo percibir. Me vendría bien alguna palabra que me inyectara confianza, pero no sé cómo se pide eso. Y además resultaría ridículo. Se trata de la pieza 37. El cirujano me pide confirmación rutinaria sobre este hecho que conoce sobradamente, y yo se la doy. Mi actuación, empero, es temeraria, porque nunca he sabido contar por encima de 32, cuando se trata de piños. Luego se inclina sobre mi boca dislocadamente abierta, escruta el terreno y me pincha con precisión de arquero en lugares clave. Me pregunto si la anestesia y mi inquietud se neutralizarán, o por el contrario, se aliarán contra mí multiplicando un efecto perverso y letal. Pero apenas pienso en ello, porque sin solución de continuidad me invade una sensación de ingravidez neblinosa. El doctor abandona el gabinete para dar tiempo a que la anestesia haga su efecto. Sopeso la posibilidad de dormirme, ahora que el sillón es plenamente anatómico. Oigo sonidos metálicos a mi vera. Se trata de la enfermera que anda manipulando instrumentos de tortura terapéutica. Descarto pedirle el correspondiente permiso para echar una cabezadita de tres minutos. Sólo conseguiría confundirla porque su edad no es la de tener autoridad suficiente como para tomar semejante decisión. Pero, de improviso, recuerdo que en las pelis de héroes moribundos, los que les asisten inútilmente, suelen impelerles a aguantar despiertos, como si su supervivencia dependiera de esa vigilia de última hora. Así que, abro los ojos como si pasara seña de duples a un compañero inexistente de Mus. Y entonces veo el espejo. El techo del gabinete tiene uno como los que se instalan en las sórdidas alcobas de los lupanares. Estoy allí arriba, pero boca abajo, como Neil Armstrong y sus amigos cuando trabajan de vez en cuando. Es sorprendente que no me caiga por efecto de la gravedad, aunque puede que el estado de ingravidez también afecte a mi otro yo del techo. Me preocupan más los efectos que puedan derivarse de la caída de la banqueta que veo en el lado izquierdo según mi enfoque. Se va a caer sin remedio, y quien sabe si podría provocar una secuencia de efectos (mariposa) de incalculables consecuencias. Es divertido especular con las imágenes del techo. Gracias a este entretenimiento inesperado, se me ha pasado el rato en un suspiro, y cuando me he querido dar cuenta el cirujano había acabado ya su tarea. Éste, una vez incorporada mi posición vertical de contertulio, me ha dado una serie de instrucciones post-trauma por vía oral que no seré capaz de recordar. Pero como eso debe ser la regla común, me facilita lo mismo en un folio, y luego me despide. En el exterior, persiste el microclima ecuatorial, con los mismos protagonistas de antes. Me dan ganas de advertirles sobre la existencia del espejo, y sus efectos sedantes, pero me aplico a rajatabla el principio de que la experiencia es subjetiva y no transmisible a otros, y me las piro con diligencia.


Al salir de la clínica dental, una señora de mediana edad me ha preguntado la hora. Como respuesta le he dado un gazpacho de presuntas palabras que han salido atropelladamente de mi boca dormida. Me parece que, además, se me ha caído un poco de baba en el intento. Sin apenas escuchar el final de la información, la mujer ha seguido su camino en actitud de marcha atlética, y nunca sabrá que este episodio surrealista que ha vivido, no es sino el resultado de la anestesia. En cambio se dirá: "manda cojones, con lo transitada que está la calle, y he ido a dar con el único orate que había en ella".


Enero de 2009

sábado, 8 de mayo de 2010

Máximo común divisor


El ministro Ángel Gabilondo se ha pasado un año entero coleccionando opiniones, deseos y voluntades de todos los partidos políticos del arco parlamentario. El objetivo: crear un documento que definiera unos principios en materia de educación que pudiera ser firmado por todos, de manera que su contenido resultara ya indeleble, con independencia del color del gobierno que exista en cada momento. Una auténtica cruzada en la que este hombre de actitud afable, y pródigo en palabras sorprendentemente exentas (por lo inhabitual del hecho en el comportamiento de la casta política) de estrategia electoral, se ha ganado mi simpatía.

El proceso es necesariamente complejo, porque depende de la inviolabilidad que cada facción política asigne a su línea de mínimos. Está claro que si el área de intersección de pensamientos en el inicio del proceso es demasiado pequeña, la única forma de ampliarla es adornando de una cierta flexibilidad a la defensa de dicha línea de mínimos. Y hacer un esfuerzo en ese sentido no es, como argumentan a menudo algunos políticos llenos de pompa y tópicos, traicionar a sus electores. Es exactamente lo contrario: hacer un buen uso de su confianza. ¿O es que el partido político al que votamos nos consulta antes de adoptar cualquier posición en el debate político?

El otro día, un periodista en la radio utilizaba un símil matemático acertado, y decía que un proceso de este tipo conduce inevitablemente a la obtención de un máximo común divisor, o lo que es lo mismo, a un documento de mínimos. Bueno, un documento de mínimos es siempre mejor que ningún documento. Sobre todo en una cuestión, del todo principal, en la que existe unanimidad de opinión en el sentido de que la organización y la política educativas deben ser objeto de consenso. Y es que la experiencia acumulada en las últimas legislaturas nos indica bien a las claras que no hay visionarios de garantía en lo referente a este tema en ningún partido político.

Esta semana hemos constatado, una vez más, que el máximo común divisor del pensamiento de nuestros más importantes (¿conocidos?) políticos es, matemáticamente hablando, la unidad; o si lo definimos desde un punto de vista más conceptual, la nada más absoluta. Ahora nos quedan dos conclusiones posibles. Una se podría definir como la imposibilidad total de encontrar un grupo, por pequeño que fuera, de ciudadanos, que siendo heterogéneo en cuanto a sus preferencias políticas, pudiera alcanzar en su seno una coincidencia puntual en el diagnóstico de un asunto concreto dentro del campo de lo que llamamos gestión política. Yo tengo que descartar esta posibilidad si atiendo al sentido común y a mi experiencia personal. Aunque mis ideas no cuadran, en lo nuclear, con las de muchas personas a las que conozco y trato, siempre hay ocasiones en las que puedo estar, y estoy, de acuerdo con ellos.

La otra conclusión queda perfectamente ilustrada por una foto tomada en Buenos Aires justo antes de unas elecciones presidenciales, que tuve ocasión de ver una vez. Era un muro de ladrillo en el que con grandes letras de grafiti se podía leer: “como gane alguno de los candidatos, me marcho del país”.


Mayo de 2010

jueves, 6 de mayo de 2010

Riu Riu Chiu



Desde que José Luis me dijo que iba a cantar solo, supe que se avecinaba un periodo de fuerte ansiedad. Siempre es lo mismo. Las decisiones que uno toma, vienen sin dar demasiado aviso de sus consecuencias. Y lo más sorprendente, o quien sabe si más seductor que sorprendente, es que no podemos protegernos de ellas. Todo esto que digo es una bobada, porque si te metes en un coro, lo probable es que tengas que cantar alguna vez. Pero puede que por otra parte no sea tanta bobada, porque coro es coro. O sea, coro es no cantar solo, eso pensé yo. Pero vuelvo a concluir en que sí lo es, si recurro al siguiente ejemplo: Voy a un bazar y le digo al dependiente: “buenas, quiero un parchís en el que nunca me coman a mí una ficha”. El dependiente aparenta naturalidad (quiero decir con esto, que no me llama merluzo ni nada parecido) y hace una venta. Pero yo habré sido un merluzo. Y por supuesto, me comerán fichas desde la primera partida que juegue con el parchís del bazar.

Cuando José Luis me dijo que iba a cantar solo, recordé la gran satisfacción que tuve el día que entré en el coro. El director, o sea José Luis, me hizo entonces una pruebecilla informal. Pienso que no fue muy riguroso en ella, para así no dar al traste con mi emergente vocación de cantante, y de paso no hacer lo propio con su aspiración de llenar algo más la nómina de la cuerda de bajos, entonces en franca escasez de miembros. El director terminó diciéndome que tenía una voz apta para la cuerda de bajos, y que me daba la bienvenida. Hubiera sido una descortesía, responder a ese amable comentario imponiendo cláusulas restrictivas a la posibilidad de tener que hacer un solo. Joder, y por razones obvias, también hubiera sido una estúpida presunción. Y créanme gentes, yo, para ser honesto, nunca pensé que tal riesgo existiera.

Después de que Jose Luis me dijera que iba a cantar solo, imaginé situaciones imposibles que pudieran constituir una barrera insuperable para mi participación en el concierto. Por ejemplo, contraer yo la varicela el día anterior al mismo, o que hubiera un gran apagón en la ciudad que impidiera ver tres en un burro a todo chichiribuchi en ella, y por supuesto en el centro comercial donde la actuación iba a tener lugar. De nuevo bobadas, lo sé. Pero en situaciones de crisis, la imaginación dispara para todos los lados.

Una vez que hube asumido la situación, comencé a estudiarme la obra en cuestión: el Riu Riu Chiu del Cancionero de Uppsala. La dificultad de la pieza no estribaba en su melodía. Su estructura musical no es complicada, e incluso con el importante inconveniente que me adorna de no saber leer música, me hice con ella en un pispás. Cosa bien distinta fue la letra. Hela aquí:


Riu, Riu, Chiu, la guarda ribera,
Dios salvó del lobo a nuestra cordera,
Dios salvó del lobo a nuestra cordera.

El lobo rabioso la quiso morder,
más Dios poderoso, la supo defender,
quísola hacer que no pudiese pecar,
ni aún original, esta virgen no tuviera.

Este que es nacido es el gran monarca,
Cristo patriarca de carne vestido,
hanos redimido con se hacer chiquito,
aunque era infinito, finito se hiciera.

Muchas profecías lo han profetizado,
ya en nuestros días lo hemos alcanzado,
a Dios humanado vemos en el suelo,
y al hombre en el cielo porque le quisiera.



¿Tiene o no tiene tela la cosa?

Pude recurrir a la experiencia obtenida de las numerosas horas dedicadas durante mi bachillerato (por imperativo inapelable del Padre Chalup, profe de religión y hueso entre los huesos), a la interpretación de las escrituras bíblicas. Ello y una perseverancia infinita, junto con la certeza de que no iba a pasar la varicela dos veces, me permitieron comprender que el autor se refiere en sus versos a algunas circunstancias de la vida de la Sagrada Familia de la tradición evangélica. El texto empieza, prosigue y termina en un "alegoría presto" tendente a "vivace" que es un sinvivir. Y encima, está lo del caos del orden de las palabras, con el pronombre, el nombre, el prefijo, el sufijo y todo lo demás que parecen los ingredientes de un pisto manchego. Sólo las tres primeras estrofas más el estribillo (que he trasladado a esta narración) fueron, afortunadamente para mí, de la partida. Sin embargo, en el cancionero de Uppsala puede verse que la destreza del autor en la creación de este tipo de tiberios gramaticales es largamente fértil, y casi de leyenda. Da por pensar que en aquella época, Juan del Enzina y todos estos autores próximos (que yo creo que al final sólo Juan del Enzina existió), y que imagino necesariamente monjes o de algún empleo eclesiástico similar, debían ser la caña de España para echarse una juerga con ellos.

Tres semanas estuve intentando hacerme con los versitos de marras, para al final no conseguir aprendérmelos como Dios manda (nunca mejor dicho). Ensayaba en la ducha cada día, a grito pelao, y más de una noche, presa del insomnio y la preocupación, tuve que levantarme para satisfacer mi repentina obsesión por asegurar que la cosa era "finito se hiciera", te pongas como te pongas. Las personas de mi entorno más próximo consiguieron aprenderse los versos antes que yo, y me corregían en mis pruebas en voz alta, y fruncían el ceño como pensando que la cosa iba a estar un poco justa.

El día del concierto, ya era yo accionista mayoritario de la empresa que comercializa las pastillas de valeriana Kneipp, aún cuando yo creo que tenían en mí un efecto placebo mal entendido, o sea, que no me servían para nada. Estaba como un flan, y así me mantuve hasta que llegó la canción. En efecto, la tan temida laguna memorística de los versos llegó. Pero tuve un oportuno acceso de lucidez para no detenerme, y seguí cantando utilizando como sucedáneo del texto original la letra de la canción que llevó a Massiel a ganar el festival de Eurovisión.

El resto de las canciones del concierto cuando por fin canté a coro, créanme gentes, las bordé.



Diciembre de 2007

sábado, 1 de mayo de 2010

Oftalmología voluntarista


Mi ojo derecho hace que no levante cabeza desde hace algún tiempo. Se ha convertido en un precoz toca pelotas, y a veces pienso que tiene voluntad propia, y que se ha arrojado a una dinámica de soberbia en la que querer llamar la atención de la clase médica es ahora su misión principal. Con éxito más que dudoso, y en vista de la situación, he ido dando tumbos en busca de algún oftalmólogo que me diera un poquito de cariño, y se interesara por mí, sin necesidad de estimularse por la inminente posibilidad de hacer caja merced a una intervención de cirugía, o sin echar mano de proteccionismos corporativistas hacia otros colegas que hubieran metido, ya con anterioridad, su dedo en mi ojo. Pero recientemente he encontrado a uno que me ha llenado de optimismo. Lo ha hecho gracias a una frase un tanto lapidaria sobre mi persona, pero que a mí me ha sonado a música celestial. "No me lo tome a mal -me dijo- pero es usted un tipo raro. Vuelva mañana mismo, que tenemos mucho que trabajar con ese ojo".

A la salida de la consulta me habían cascado una multa, a pesar de haber puesto un papelito de aparcamiento regulado. Di alcance a la denunciante operaria, y le pregunté si podíamos arreglarlo por el sistema de "liquidación de sanción de aquí te pillo aquí te mato", aplicable a los que se pasan por pocos minutos del tiempo de estacionamiento autorizado. "Es imposible -me dijo con una sonrisa-, ha aparcado usted en un sitio reservado para ambulancias. Se conoce que no ha visto la señal".

Se conoce que la puta señal estaba por el lado del mundo que controlo con mi ojo derecho.



Enero de 2009