estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



viernes, 18 de noviembre de 2011

Dietario Errático (03-08-2011)


Hoy me he despertado con la sensación de tener un peso extraordinario (que no se correspondía con el del aire, que es liviano como todo el mundo sabe) encima de mí. Cuando al final me he podido incorporar, he visto que lo que me aplastaba en mi transición a la vigilia era el diferencial de la prima de riesgo de la deuda soberana española con respecto al bono alemán (joder, que nombre más largo. Parece el de un infante de la familia real o algo así), que anda estos días más recio y rotundo que los tipos esos que hacen concursos de arrastrar camiones. No sé. Me da por pensar que lo mejor que puedo hacer es darme cualquier capricho que esté hoy al alcance de mis economías, para prevenir que dentro de algunos meses, semejante concepto, el capricho posible, pase a pertenecer a la categoría de entelequia sin haber hecho yo uso de él a plena satisfacción.

Y el caso es que a mí sí que me salen las cuentas. Me explico. La evolución del Producto Interior Bruto Mundial, de acuerdo a los datos y estimaciones del FMI en los tres últimos años es la siguiente (salvo error u omisión del que suscribe, que todo es posible por lo malaje que se ha puesto el dar con estos datos en la red):

2009 = - 0,524 %
2010 = + 5,010 %
2011 = + 4,401 %

Parece que el año 2009 fue el de pasar las de Caín. Pero en términos meramente intuitivos, cabría pensar que la cosa ha ido mejorando, y que durante este año 2011 cada habitante del planeta podría vivir un 4,4 % mejor que el año anterior. O expresado de otro modo, y dicho con una cierta crudeza: si existe una gran cantidad de personas en el mundo cuya renta anual se incrementa porcentualmente en cifras capaces de contener varias decenas (y las hay, no les quepa la menor duda de que las hay), hay otras que necesariamente deberán olvidarse de comer, porque alguien tendrá que aportar el factor negativo a esta magnitud estadística tan mentirosa, pero tan ilustrativa a un tiempo. Sí, ya sé que esto es una simplificación de la realidad y que las cosas no funcionan así. Claro. Pero sé también que hoy, las cosas “no funcionan”, a secas, para un porcentaje brutal de la población mundial, o de un país, pongamos que hablo de España, o de cualquier otro conjunto de personas que tengan una forma de “organización” social común, de la que nos dé por hablar; de manera que empieza a no servirme de consuelo que la realidad sea injusta. Cuando eso ha sucedido en el pasado, la Historia nos dice que lo que se hace es cambiar la realidad. Y eso no supone necesariamente montar revoluciones varias ni incrementar el consumo de guillotinas. No hace falta tanto.

La gente suele decir que hombre, que no hay que ser ingenuos, que todo el mundo sabe que las decisiones en materia de economía no las toman los políticos, sino los poderes económicos globales, o locales, que sostienen a éstos. Y luego de decir eso, ya no dicen más nada. ¿No es increíble? Nos hemos acostumbrado a lo inaceptable, y ya no hay dolor. Y luego, a pesar de todo, esos políticos que han hecho de su independencia, de su vocación de servicio público y de su elogio constante al concepto de solidaridad, objetos de comercio, obtendrán, pese a todo, unos magníficos resultados electorales. ¿Cómo coño es posible que los mercados pueden atacar a los Estados (informadores económicos dixit), si son los gobernantes de los Estados los que hacen las leyes que tienen que acatar los mercados?

Y no crean que se me escapa que esto es algo que ocurre en todos lados, y que enderezar la cosa es una cuestión más que complicada y larga en el tiempo. Sí que lo sé. Puede que por el hecho de saberlo me haya costado tanto superar esta mañana el lastre que suponía el tejido del que está hecho el diferencial ése del que todos hablan últimamente. Quién hubiera dicho que un ‘punto básico’, con ese nombre tan de poquita cosa, tan de no romper un plato, pesara tanto como el Osmio. ¡Manda huevos!

domingo, 13 de noviembre de 2011

Pescadores



Los pescadores empujaban tierra adentro la pequeña barca cargada de peces de plata.

En el corto rato de palique que nos regalaron, pudimos saber que, al igual que nosotros, veraneaban allí. Ellos, sin embargo, lo hacían durante todo el año.



Fotografía: Juan Bosco Domínguez (Boscania)

sábado, 12 de noviembre de 2011

Tempo per vivere



Pequeño homenaje a Jose Luis Alvite. Un tipo que se cayó en la marmita del talento narrativo cuando era pequeño. Durante un tiempo, coincidí con sus “Historias del Savoy”, algunas de cuyas imágenes siguen vivas en mi memoria, como si hubieran sido grabadas en ella a cincel y maza.


Eran las seis de la madrugada. Hacía ya varias horas que el más noctámbulo de los noctámbulos que en el club Tempo Per Vivere son, se había largado del local. Pero Enrico Travanti seguía allí, aferrado a un tenedor y a una cuchara, como si el destino de su vida dependiera de su conexión física con ellos. Y así parecía ser, tal y como iban las cosas. Piero Maldonado, que ejercía simultáneamente los oficios de segundo, amigo, contrapunto y ángel de la guarda de Enrico, observaba, entre frustrado y atónito, como éste devoraba su decimoquinto plato de spaguetti.

Unas horas antes, la insensata lengua de alguien había decidido -en el ingenuo convencimiento de que su valiosa información habría de ser recompensada con un cierto abultamiento de su cartera- hacer llegar a Enrico la desagradable noticia de que Paola, su venerada novia desde hacía ocho años, se la estaba dando con Carlo Mantegna, uno de los chicos de Piero. Y en efecto, la recompensa llegó, aunque en especie. Al tipo le dieron de cenar, con la ayuda de un embudo de acero revestido de amianto, una sopa de sabor metálico y hecha a base de infierno, que le carbonizó la garganta, el esófago, y cuántas vísceras se pusieron a su alcance; antes de que la muerte, condescendiente, se presentase para aliviarle de unos dolores dignos de mártir de la tradición cristiana.

Enrico conocía algo a Carlo, ma non troppo. Solo tenía por cierto que era como el hermano gemelo del tipo del anuncio de Martini; y sabía, además, por la información que le había suministrado Piero en las horas precedentes, que solía hacer bien su trabajo, aunque a veces pareciera que las prisas por ser quien todavía no era tiempo de ser, le podían. Piero, en cuanto fue puesto al corriente por Enrico, le sugirió que podían “arreglar” la situación aquella misma noche. Pero resultó que Enrico estaba enamorado, con un amor de colegial, y rechazó la idea con rotundidad. Las fotos con las que acudió el desafortunado buscador de fortunas fáciles, eran demasiado explícitas. Tanto como los ojos de Paola perdidos en los de su joven amante. “Esa mirada no engaña, Piero -le había dicho Enrico- Paola está colada por ese hijo de siete padres. Si le diéramos pasaporte a él, tendríamos que dárselo también a ella, porque su vida se quedaría tan vacía como el salón que nos rodea. Te llevarás a los dos lejos de la ciudad. Les dejarás con lo justo, pero no tocarás un pelo de Mantegna, ¿está claro? ¡Y por el amor de Dios!, acompáñame comiéndote al menos un plato de esta delicia. En realidad, las noticias que te hieren son más llevaderas en compañía de los spaguetti que prepara Stefano. Es como disfrutar del paraíso, antes de que el juicio final te declare merecedor de acceder a él”.

Piero convino en comerse unos spaguetti de Stefano. Nunca supo negarle a Enrico los caprichos, que tan a menudo se le ocurrían, y que tan peregrinos resultaban a veces. Estas sugerencias de Enrico a las personas de su entorno, eran como los deseos sobrevenidos de un niño. Se materializaban con una calidad vocal del todo alejada de la que se espera de las órdenes de un superior; y se acompañaban de un nítido brillo de ilusión en sus ojos. Algo sorprendente en quien está acostumbrado al ejercicio del poder. Por eso Piero se encontraba comiendo pasta a las seis de la madrugada; y a la vez que lo hacía, intentaba convencer a su amigo para que cejara en el despliegue de honores que venía rindiendo desde hacía horas a la cocina de Stefano.

-¡Maldita sea, Enrico!, vas a reventar. Además, se te va a quedar un aspecto físico muy poco comercial, justo ahora que habrá que empezar a pensar en encontrarte otra novia.

-Ya no estoy para más novias. Ahora comprendo que mi amor y mis atenciones de enamorado hacia Paola, no hacían sino eco en sus anhelos robados. Me encuentro algo cansado, Piero. Al menos, demasiado, como para ponerme a buscar el corazón deshabitado de una mujer. Uno que acaso pudiera yo ocupar.

Fue justo cuando Piero iba acabando su plato, cuando cedieron las paredes del estómago de Enrico. Éste se dio cuenta de inmediato, pues el dolor le golpeó con la intensidad de una lengua de magma. No dio, sin embargo, señales externas de ello. Ni una mueca. Ni un músculo del rostro contraído. Calculó que aún le quedaban algunos minutos antes de que la hemorragia interna le dejara sin aliento. Así que se levantó y pidió su abrigo.

-Me voy, Piero. Te ruego que te quedes a ayudar a Stefano a cerrar el local. Y no olvides compensarle por la molestia de tener que llegar tan tarde junto a su mujer. He quedado en casa con un caballero con el que mañana salgo de viaje, y no querría cometer la descortesía de llegar tarde a nuestra cita.

Enrico se fue caminando despacio hacia su casa, que tan solo se encontraba a un par de manzanas. La imagen del cartel de neón del establecimiento se le quedó pegada al pensamiento. “De vez en cuando hay que cambiar el nombre de los clubes nocturnos de Manhattan -se dijo-. Si no, los clientes pueden acabar por aburrirse de acudir a ellos cada noche”.


Noviembre de 2011

lunes, 7 de noviembre de 2011

Dietario Errático (20-09-2011)


Los próximos años que cumpla mi padre serán noventa. Como el ángulo recto, vaya. Ese cerro de trienios acumulados le convierte en miembro de pleno derecho del club de personas, de censo ya bastante escaso, que conservan recuerdos personales de hace 75 años. Cada uno los suyos, claro. Pero todos creados a base de su propia presencia en algunas de las escenas de nuestra Historia de entonces. Historia que, pese a los años transcurridos, aún no es la misma para todos.

El otro día le desvelé a mi padre mi aspiración ilusorio-electoral para las próximas generales de noviembre, y que no es otra que que los dos grandes partidos sufran un batacazo lo más importante posible, aún cuando alguno de ellos acabe, inevitablemente, por gobernar. Tras este despliegue de insensatez (colijo que este es el adjetivo que él asignó a mi comportamiento, aunque no lo dijera), y habida cuenta de que declaré asimismo mi intención de votar a algún partido de ámbito nacional; mi padre hizo un recuento rápido de las opciones posibles, y se alarmó de inmediato. La causa: que Izquierda Unida era una de ellas.

Claro, ni a mí me gustaría, ya a estas alturas, contribuir a que los recuerdos de mi padre pasasen a ser elementos desechables, cuyo significado se ha quedado obsoleto con el paso de los años, ni creo que su voluntad me lo consintiera. Tendría que hacerle cambiar de opinión cada día, porque cada día se habría perdido en los retranqueos de su memoria, el cambio ocurrido en la jornada precedente.

Por ser mi padre quien es (y esto, como es natural, no tiene mérito ninguno), puedo comprenderle; y aún soy proactivo a la hora de evitarle discusiones inútiles sobre determinados temas. Pero haría lo mismo con cualquier otro miembro de su club de mayores, y con idéntica empatía. Lo que no me cabe en esta mollera mía, estrecha y atónita, es que la alarma que sintió mi padre el otro día, pueda ser compartida por personas de la siguiente generación a la suya, que es la mía; y aún incluso por las de la siguiente a la siguiente, para las que el concepto de “las dos Españas” debería ser apenas una leyenda, o ni eso. O sea, los no nacidos en esos tiempos, tan antiguos y tan españoles, en los que las ideas políticas diferentes de las propias, eran signo inequívoco de enfermedad.

Y es que hay quienes siguen empeñados en que la frontera de sus vidas se vea acechada, hoy y siempre, o por “rojos” o por “fachas”. Y digo yo que con tanto correr la Historia, y ponerse el glosario político ya tan macizo de términos, ¿no podían encontrar estos “jóvenes de la tercera edad” otras denominaciones que resultaran algo menos fósiles para expresar su falta de tolerancia?

¡País!, que diría mi admirado Forges.