estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



miércoles, 28 de julio de 2010

¡Que no me entere yo!


A veces Carlos me contaba anécdotas de cuando era maestro de escuela. Lo fue durante un tiempo, antes de cambiar su audiencia de chiquillos inquietos por otra de individuos adultos sujetos a nóminas, organigramas y planes de formación; e igualmente inquietos. Estos nuevos educandos con los que Carlos trabaja hoy, constituyen lo que las empresas llaman “su más importante activo”, expresión que demuestra que los negocios y la poesía no están reñidos, después de todo. Parece como si al hacerlo se refirieran a alguna broncínea estatua de reconocido mérito artístico, que adornara los vestíbulos revestidos de acero de los edificios de oficinas, y dulcificara un poco las formas de la eficiencia, rudas y angulosas por naturaleza, que se prodigan ya desde el momento en el que se cruzan sus puertas.

De los relatos de la época colegial de Carlos, el que más me gustó siempre fue uno acerca de un colega suyo, que era un auténtico maestro en la esquiva de la asunción de responsabilidades, y del enojoso trabajo que el hacerlo suele suponer. Me narraba como en los tiempos de recreo, ambos paseaban por el patio del colegio ocupados en sus conversaciones, mientras la presencia de su autoridad atendía al buen orden de la lúdica infantil, y procuraba la necesaria disuasión a los revoltosos para que sus planes de trasteo no pasaran de la urdidura a la ejecución.

De cuando en cuando, alguno de los más menudos se llegaba a ellos y decía: “señor profesor, los mayores nos están chupando el balón". Entonces, el que no era Carlos contestaba, serio el gesto, y enérgico su dedo índice en dirección al chico: “¡que no me entere yo!”. Tras semejante despliegue de firmeza y seguridad, el pequeño se alejaba rápidamente con la percepción de haber alcanzado la resolución del problema, y vestía su mirada de desafío una vez obtenido el respaldo necesario de quien ostentaba la máxima y legítima jerarquía jurisdiccional del patio: ¡ahora verían los mayores!

La historia se repite cada día, como si un espejo perverso que habitara aquel colegio de entonces hubiera coleccionado imágenes del indolente protagonista de esta antigua crónica de patio de recreo, para dispararlas después de los años, consciente del daño que produce con ellas. A todos, en alguna medida, se nos termina por amarillear, sin haber hecho suficiente uso de él, el papel que instruye sobre cómo hacer lo que está bien, o lo que es justo, o simplemente, lo que podemos. El compañero de Carlos, además, no supo ver que transcurridos los años y agotado el tiempo de recreo que es la niñez y la juventud, el niño del patio llegaría a comprender lo que había pasado. Recordaría, entonces, cómo nunca obtuvo el respeto de los abusones ni la posesión de la pelota, y estaría en óptimas condiciones de aplicarse la filosofía aprendida, y convertirse en otro eficaz transmisor, a nadie, de sus propias obligaciones. Después de todo, el profesor enseñó.

También a veces, Carlos me cuenta historias de su aula de ahora. Sé por ellas, que muchos de sus mayores, inquietos, muestran la confusión y el escepticismo de quien ya no espera que el balón le sea devuelto.

martes, 20 de julio de 2010

Precious



No hay apenas luz, si no son los focos débilmente coloreados de amarillo y verde que alumbran con tibieza el reducido escenario. En las mesas, llamas temblorosas dentro de pequeños quinqués, cuyos reflejos convierten los rostros de los asistentes en objetos tenebristas de Velázquez, o de Caravaggio, o de la Isla de Pascua. Nadie habla. Sólo algunas bocas entreabiertas; las de los que no son capaces de escuchar la música sin adoptar algún gesto que delate su admiración y sorpresa. Es lo que tiene el entrar en un local íntimo y acogedor a escuchar este Jazz: el pequeño soplo de aire que producen las cuerdas del contrabajo casi te alcanza el rostro, y la música se te mete dentro, y nunca quieres que haya más luz, ni que se detengan las teclas del piano o las baquetas.





Esperanza Spalding acaba de cumplir 25 años. Y cuesta creer que en tan poco tiempo se pueda alcanzar un nivel de sensibilidad semejante, y tan gran talento para el Jazz melódico. Es una mujer vinculada desde siempre a la música, y toca otros instrumentos además del contrabajo. La faceta de vocalista ha sido la última en llegar, y el resultado es, al menos en esta canción que dejo aquí, simplemente asombroso.

jueves, 15 de julio de 2010

Acerca del aliño de las ensaladas



Cuando yo cantaba en el coro en el que cantaba (resultaría absurdo aludir a él por su nombre propio, ya que no era conocido más allá del círculo familiar de sus integrantes), el director nos disponía, en los ensayos y en las actuaciones, de tal manera que los miembros de cada una de las voces estábamos desperdigados por todo el espacio coral, en lugar de permanecer reunidos en una zona determinada como sucede en la mayor parte de los coros. Ya saben: sopranos, contraltos, tenores y bajos. El resultado era que al mezclarse las voces muy uniformemente por todos lados, el canto resultaba más empastado. El director aseguraba que no había color entre cómo sonaba nuestro coro (siempre y cuando todos nos supiéramos la canción con la suficiencia necesaria como para soltar la voz con firmeza), y cómo lo hacían los otros. Les ruego en este punto una cierta abstracción del hecho que comento, y que consideren excluidos de la comparación a los coros buenos. Los más buenos. Porque parece probable que el Orfeón Donostiarra hubiera cantado mejor que nosotros hasta en el peor de sus días: así estuvieran sus cantores recién llegados de la calle del Licenciado Poza (*), habiendo cerrado en ella hasta el último bar, como hacen los borrachos sin prisa.

Este pequeño y anecdótico hecho ilustra perfectamente el argumento que trato de utilizar, y que es que la probabilidad de conseguir una ensalada bien aliñada es directamente proporcional al nivel de revoltijo que formen sus ingredientes. O algo así.

Es habitual recibir en las mesas de los restaurantes presuntas ensaladas que habiendo sido aliñadas (eso asegura quién las sirve), guardan un orden casi militar en la disposición de sus componentes. Éstos, uno tras otro, suelen haber sido acumulados verticalmente con un evidente ánimo estético, para concluir con un espárrago que se despliega a lo largo del plano superior del conjunto. Preciosa ensalada. Preciosa ensalada que sabe inevitablemente a campo antes incluso de acceder a sus estratos inferiores (de lechuga, claro). En efecto, ya en las posiciones intermedias dentro de una trayectoria descendente, no existen ni gotita de aceite o vinagre ni granito de sal que hayan podido llegar hasta allí para cumplir con su misión sazonadora.

No veo otra conclusión posible a lo anterior sino que el orden y la simetría formales de sus ingredientes, son el enemigo a batir cuando se trata de aliñar correctamente una ensalada. Como lo es igualmente el tamaño excesivo de los mismos, que a veces se añaden casi de una pieza como si el plato solicitado no fuera el que es, sino otro distinto que podría anunciarse en la carta de menús como "salteado de hortalizas al estilo tal cual”.

Hay quien defiende que lo adecuado, en orden a solucionar el problema reseñado, es ir aliñando la lechuga, el tomate, y el resto de las partes, de forma sucesiva, al tiempo que se incorporan a la fase de amontonamiento en la ensaladera. Lamentablemente, este sistema sigue sin asegurar que la ensalada sea una mezcla de cosas, sino cosas juntas que no se mezclan en realidad. No le arriendo la ganancia al encargado de servir una ensalada de este tipo a sus compañeros de mesa. Le auguro un estrés transitorio, pero intenso, mientras trata de cumplimentar a todos con un trocito de atún; recurso escaso, y mucho, después de servido el primer plato. Y eso sin entrar en el huevo duro. Ese sí que no admite ni el menor desperdigamiento material, ni por tanto posibilidad de reparto, si no es con el concurso del cuchillo.

El plan B es el A anterior más un añadido correspondiente a la operación de mezclado de todo. El resultado podría ser bueno, siempre que dispusiéramos de una ensaladera “king size”, de esas que por su tamaño prestan el desahogo suficiente para remover las hojas de lechuga casi enteras. Nunca he visto un recipiente como éste (a excepción hecha de en las cocinas cuarteleras), e imagino que su existencia debe ser una leyenda urbana más. Si por el contrario, el intento es sobre un receptáculo de tamaño más o menos estándar, o si en el colmo del optimismo se utiliza el propio plato sopero porque “así se mancha menos”, entonces la posibilidad de obtener una ensalada es nula.

Sin embargo, ¿qué dificultad tiene aliñar una ensalada si todo lo que se le pone está convenientemente troceado, de manera que su mezcla sea efectiva, y se deje revolver sin catapultar gotas de aceite a la camisa, o ande poniendo a uno en el ajetreo constante de rescatar los trozos caídos por la borda? La respuesta es que ninguna. El resultado es algo más suculento para el gusto y más fácil para su manejo en el plato. Y más seguro para la corbata, también.

Reflexión última. Una ensalada en trozos grandes y de perfecto orden espacial parece la solución apresurada a un problema, mientras que la que defiendo en estas líneas sugiere cocina, dedicación e interés por agradar. ¿Cuál servirían ustedes en su casa a los invitados a una cena?



(*) No conozco el nombre de la calle de ponerse hasta arriba de líquidos espirituosos en San Sebastián. Soy capaz de editar y cambiar el texto si fuera proveido de tal información. Por otra parte, si lo que consigo es el nombre de un coro bilbaíno de renombre, cambio el nombre del coro y mantengo el de la calle; y, finalmente, llegados ya a este punto, cambio nombre de coral y de calle si me facilitan parejas de ellos que sirvan a los propósitos de mi explicación, ya sean de Teruel, de Valencia, o de la mismísima Peñaranda de Bracamonte.



Septiembre de 2006

sábado, 10 de julio de 2010

San Fermín


Anoche, en un instante de vigilia sobrevenido, vi a un tipo a los pies de mi cama. Vestía unas deportivas más que amortizadas por el uso, unos vaqueros llenos de sietes auténticos (no de los impostados que marca la moda actual) y una camiseta de esas de Kukuxumusu cuyo fondo rojo era atravesado por toros azules que echaban guiños. Aunque su aspecto era más el de un cierrabares que el de cualquier otro empleo propio de unas fiestas patronales, sus ojos, en todo momento fijos en los míos, no delataban que estuviera empapuzado por el calimocho y una interminable cadena de penúltimas.

-¿Y tú quién coño eres?- le pregunté al tipo.

-Soy San Fermín, chaval, y vengo a decirte que mañana no corras el encierro.

Aunque pocas, debimos acordar tácitamente que eran suficientes estas palabras, porque sin mayor ceremonia él se dio el piro (ignoro cómo), y yo seguí durmiendo. Pero ya, entonces, mal.

Esta mañana es ya la cuarta que amanezco sobre este artilugio que la vieja dueña de la fonda llama cama, y me encuentro cansado. Pero hoy el catre es inocente. He ido a la ventana para investigar qué clase de sendero a lo Shangri-La le podría haber servido de ruta hacia la habitación a mi visitante nocturno. Pero las paredes del patio interior eran completamente lisas, sin molduras ni rebajes. Imposible el acceso por allí para nadie que no se llame Peter Parker.

La media hora que he ocupado en ducharme y vestirme para acudir a mi cita con Raúl, ha sido intensa en reflexiones. Me parece que no soy capaz de decirle que hoy no corro. Que este año, tras más de quince sin interrupción, me rajo. Y que lo hago porque alguien me ha confundido con uno de los niños de Fátima. ¡La madre que me parió! Raúl, a lo primero, me va a llamar maricón. Luego dejará de hablarme algunos días, para finalmente perdonarme, como siempre hace cuando no hago yo las cosas bien. ¿Y cómo afearle esa reacción después de haber compartido tantos ratos intensos con él? ¿Cómo decirle que todos los sustos, y las risas, y los miedos de todo este tiempo hoy no cuentan?

Así que he decidido rajarme de rajarme, y hemos ido a tomar nuestro café de las siete y cuarto como cualquier otro día. Luego hemos echado pies hacia la calle de la Estafeta.

Hay mucha gente esta mañana sobre el empedrado de la calle. Sólo se distingue un mar de cabezas que parece ensayar un caótico ballet, con tanto movimiento desacompasado arriba y abajo. Es el peor momento. Hay que encontrar el hueco casi a ciegas. La “patata” se acelera y se salta las especificaciones del fabricante. Hemos podido saber que la curva Mercaderes-Estafeta hoy ha hecho su trabajo a conciencia, y la manada viene disgregada. He entrado delante de un toro negro que va flanqueado por dos mansos. Pero éstos andan hoy con muchas piernas, y ahora tengo uno a cada lado. Uno de ellos acuesta su carrera hacia su compañero y, por un instante (lo más parecido a la eternidad que nunca he conocido), mis pies se separan del suelo aupado por dos paredes de olor intenso, pelo y sudor. Todo sucede con rapidez de reacción nuclear. Al volverse a separar los cabestros, me depositan en la nada. Caigo y ruedo por el suelo. El grupo pasa por encima de mí, y entonces es cuando me equivoco. Me doy cuenta de ello al advertir la cara de un Raúl que, arrimado al vallado de mi izquierda, me mira de una forma elocuente y atónita, mientras me estoy poniendo de pie.

Lo último es como una brisa de aire caliente concentrada en mi nuca. Quizá hace demasiado calor para ser poco más de las 8 de la mañana.



Julio de 2010