A veces Carlos me contaba anécdotas de cuando era maestro de escuela. Lo fue durante un tiempo, antes de cambiar su audiencia de chiquillos inquietos por otra de individuos adultos sujetos a nóminas, organigramas y planes de formación; e igualmente inquietos. Estos nuevos educandos con los que Carlos trabaja hoy, constituyen lo que las empresas llaman “su más importante activo”, expresión que demuestra que los negocios y la poesía no están reñidos, después de todo. Parece como si al hacerlo se refirieran a alguna broncínea estatua de reconocido mérito artístico, que adornara los vestíbulos revestidos de acero de los edificios de oficinas, y dulcificara un poco las formas de la eficiencia, rudas y angulosas por naturaleza, que se prodigan ya desde el momento en el que se cruzan sus puertas.
De los relatos de la época colegial de Carlos, el que más me gustó siempre fue uno acerca de un colega suyo, que era un auténtico maestro en la esquiva de la asunción de responsabilidades, y del enojoso trabajo que el hacerlo suele suponer. Me narraba como en los tiempos de recreo, ambos paseaban por el patio del colegio ocupados en sus conversaciones, mientras la presencia de su autoridad atendía al buen orden de la lúdica infantil, y procuraba la necesaria disuasión a los revoltosos para que sus planes de trasteo no pasaran de la urdidura a la ejecución.
De cuando en cuando, alguno de los más menudos se llegaba a ellos y decía: “señor profesor, los mayores nos están chupando el balón". Entonces, el que no era Carlos contestaba, serio el gesto, y enérgico su dedo índice en dirección al chico: “¡que no me entere yo!”. Tras semejante despliegue de firmeza y seguridad, el pequeño se alejaba rápidamente con la percepción de haber alcanzado la resolución del problema, y vestía su mirada de desafío una vez obtenido el respaldo necesario de quien ostentaba la máxima y legítima jerarquía jurisdiccional del patio: ¡ahora verían los mayores!
La historia se repite cada día, como si un espejo perverso que habitara aquel colegio de entonces hubiera coleccionado imágenes del indolente protagonista de esta antigua crónica de patio de recreo, para dispararlas después de los años, consciente del daño que produce con ellas. A todos, en alguna medida, se nos termina por amarillear, sin haber hecho suficiente uso de él, el papel que instruye sobre cómo hacer lo que está bien, o lo que es justo, o simplemente, lo que podemos. El compañero de Carlos, además, no supo ver que transcurridos los años y agotado el tiempo de recreo que es la niñez y la juventud, el niño del patio llegaría a comprender lo que había pasado. Recordaría, entonces, cómo nunca obtuvo el respeto de los abusones ni la posesión de la pelota, y estaría en óptimas condiciones de aplicarse la filosofía aprendida, y convertirse en otro eficaz transmisor, a nadie, de sus propias obligaciones. Después de todo, el profesor enseñó.
También a veces, Carlos me cuenta historias de su aula de ahora. Sé por ellas, que muchos de sus mayores, inquietos, muestran la confusión y el escepticismo de quien ya no espera que el balón le sea devuelto.
Me ha gustado muchísimo como has contado esta historia. Me servirá de escuela. Te he entendido perfecto, ahora se leerte con mas claridad. Un beso
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Sole.
ResponderEliminarUn beso.