estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 22 de mayo de 2011

El abuelo




No recordaba bien cómo había sido el día en el que empecé a vivir con los abuelos. Hacía ya el tiempo suficiente, quizá tanto tiempo, que había sucedido que me parecía que en realidad siempre había estado con ellos.

Con 12 años, la única consideración que yo hacía acerca de mi situación familiar era que los otros niños tenían unos padres más jóvenes que los míos, o yo unos mayores que los que tenían ellos. No había diferencia en ningún otro aspecto. Es más, ahora creo que la situación tenía una gran ventaja: el hecho de que los abuelos, que ya han sido padres de manera previa, se agobian menos que los padres, que todavía no han llegado a ser abuelos, con la responsabilidad de nuestra educación. Imagino, que a su edad habían comprendido claramente que el factor suerte tiene mucho que decir en este sentido. No quiero decir que mi educación fuera motivo de despreocupación para ellos, pero desde muy pronto me dieron la libertad necesaria para equivocarme en lugar de asumir que ellos debían tomar todas las decisiones, y en consecuencia, acertar y equivocarse por cuenta de todos.

Así pues, los abuelos eran bastante permisivos conmigo, y a cambio me involucraban en las decisiones familiares que había que tomar y que a mí me parecían trascendentales para el futuro de nuestro clan. No debían serlo tanto, cuando hoy no consigo acordarme de ninguna de ellas.

La abuela era muy religiosa. Tanto que, a menudo, el cura del pueblo tenía que proteger su pequeño espacio de poder ecuménico de las embestidas emprendedoras de la abuela, quien hubiera sido una magnífica gestora de la Iglesia, no sólo en lo material en cuya faceta la Iglesia nunca se ha desenvuelto mal, sino en lo que a la fortaleza de fe del rebaño parroquial se refería. En fin, como no se puede estar en misa y repicando las campanas, la abuela tuvo que conformarse con pasar el cepillo en las celebraciones litúrgicas, y organizar ocasionalmente meriendas que servían de excusa para la práctica de la tertulia sobre temas de dogma para los que, con frecuencia, la abuela tenía explicación racional en contra de lo que los propios dogmas exigen.

El abuelo era, a su modo, un científico, aún cuando no tenía más estudios que aquellos que le permitían leer, escribir y contar con la mínima habilidad imprescindible como para resolver operaciones aritméticas elementales. Sin embargo rebosaba sentido común. Tenía una extraordinaria capacidad para diferenciar aquello que es objetivamente cierto, de lo que debía ser cierto de acuerdo a los imperativos sociales, y que a menudo acaba por serlo desde la percepción de la mayoría. Nunca opinaba en función de lo que opinaran los demás, ni opinaba de otros por lo que de ellos dijera el rumor o la sentencia colectiva, ya fuera ésta buena o mala. Siempre practicó el método de la prueba y el error para aprender a vivir, y probablemente nunca estuvo seguro de haber logrado perfeccionar su aprendizaje. En todo momento, se aplicó en su conducta la máxima de que la obtención de nuevos conocimientos, genera nuevas incertidumbres a mayor velocidad que las elimina, aunque esta reflexión no hubiera llegado jamás a sus oídos en forma de axioma.

El abuelo había construido su espacio propio en una pequeña habitación abuhardillada que tenía la casa. En ella, almacenaba todo aquello que consideraba su gran activo intelectual. Artilugios inútiles, escritos inacabados y algunas otras cosas que respondían a la necesidad del abuelo de intentar resolver problemas que raramente resolvía, pero que tenían un poderoso efecto: el mantenerle de manera constante ejercitando la imaginación.

Es verdaderamente reconfortante pensar en cómo dos personas tan distintas podían entenderse de manera tan fluida y natural. Ahora que soy más reflexivo y maduro, menos inocente y maleable; un adulto lleno de prejuicios como todos los adultos, y sé que las relaciones humanas son a menudo tan inexplicables como la construcción de las pirámides de Gizeh o los dogmas de fe que complementaban al café y las pastas de las meriendas de la abuela; me queda el consuelo de que si la magia del amor entre los abuelos existía, tal vez puedan hacerlo también otros tipos de magia.

Sea como fuere, yo fui en gran medida el desencadenante de que ese entendimiento y confianza se derrumbaran, como lo hacen las marionetas cuando su animador decide descansar de darles vida.

Una tarde en la que la abuela se había ausentado, el abuelo me contó su secreto.

-Pablito –me dijo – no debes hablar con nadie acerca de lo que te voy a contar.

-Pues claro, abuelo, ya sabes que puedes confiar en mí.

Tenía que tratarse de algo muy importante. De otra forma el abuelo nos habría hablado de ello a la abuela y a mí durante el desayuno, sin darle mayor importancia que a cualquier otro asunto de los que a esa hora y en ese contexto solíamos tratar.

-He estado haciendo experimentos de diversa naturaleza, que han llegado a demostrarme que la capacidad del cerebro humano sobrepasa, con mucho, los límites de lo imaginable por la ciencia.

Hasta ahí no conseguí entender nada, pero mi prudencia me aconsejó esperar. Si el abuelo tenía un secreto que contar, tarde o temprano habría secreto.

-He conseguido dominar mentalmente mi cuerpo hasta el punto de que soy capaz de volar.

Tal vez por entonces ya había empezado en mí el proceso que me habría de convertir en una persona más reflexiva y madura, menos inocente y maleable: en un adulto, en definitiva; o quizá simplemente fue tan grande el mazazo que no pude reaccionar. Lo cierto es que me quedé tan mudo y paralizado como mi amigo Roberto cuando nuestra maestra, la señorita Aurora; de quien se sabía que la mitad de la población masculina del pueblo estaba enamorada, y de quién la otra mitad lo estaba igualmente aunque no se supiera; le dijo el día de su más reciente cumpleaños: “felicidades Roberto, te estás convirtiendo en un hombretón muy guapo”.

-Volar como los pájaros – confirmó el abuelo, creyendo que yo no había entendido el alcance de su revelación. Pero sí lo había entendido. Y después de producirse más silencio sobre mi silencio inicial, el abuelo comprendió que había calculado mal mi capacidad para digerir semejante mensaje.

-Pero, Pablito – reaccionó el abuelo - te has quedado como un pasmarote. Bueno, consideraré en lo sucesivo que no he de gastarte determinado tipo de bromas.

Dicho esto, el abuelo se alejó con la más que probable convicción de que yo sabía que no había sido una broma.

Como nadie puede demostrar el valor del secreto que guarda, si no es contándoselo a alguien, yo demostré el valor del mío a la vez que traicionaba la confianza del abuelo con la peor de las personas posible: la abuela.

La abuela, tan acostumbrada a negociar con lo infinito, no supo cómo tratar con esto. No pensó que el abuelo pudiera volar como los pájaros sino que su cabeza estaba llena de ellos. El efecto fue demoledor porque en este hecho la abuela descubrió aquello que ella más temía: la posibilidad de que el abuelo se fuera a navegar por los mundos sobrenaturales antes de que ella lo hiciera. Aquello era, sin duda, lo que más daño podía hacerle. Pensar que ella podía sobrevivir al abuelo, era sinónimo de vida vacía porque el abuelo llenaba la suya por completo.

La vida en casa se oscureció como una tarde de verano antes de la tormenta vespertina. El abuelo, pasaba casi todo el tiempo en su habitación del piso superior, mientras la abuela pedía a Dios sin descanso que le hiciera recuperar la razón. Ya no hubo más tertulias durante el desayuno, ni decisiones familiares que tomar, ni detalle alguno que indujera a pensar que los habitantes de aquella casa habíamos sido felices.

Ahora, en línea con lo que supongo que es objetivamente razonable, soy capaz de justificar mi comportamiento de entonces. Era demasiado pequeño y no fui capaz de medir las consecuencias de mi indiscreción. Sin embargo en aquel momento me sentía fatal. Mi incumplido compromiso de complicidad con el abuelo me atormentaba. Pero era más doloroso pensar que, en realidad, el problema de fondo era el que había diagnosticado la abuela, y ese no era otro que el hecho de que el abuelo chocheaba.

Una mañana, el abuelo apareció radiante a la hora del desayuno. Repasaba locuazmente las pequeñas grandes noticias del pueblo con la gracia que siempre le había acompañado, y después de las dudas primeras, la abuela y yo acabamos por dar rienda suelta a nuestras risas. La situación había vuelto a la normalidad con idéntica urgencia a la que utilizó para alejarse de ella, y por supuesto, todos obviamos la cuestión que había provocado aquella etapa de desasosiego y ansiedad.

La abuela le dio gracias a Dios, por haber escuchado sus plegarias, y es de suponer que también algo por el descanso recuperado a partir de ese día.

Una noche de estío en la que el sofocante insomnio me empujó hasta la cocina para aliviar la terca sequedad de mi garganta, reconocí a través de la ventana la figura del abuelo contrastada contra la luz de la luna. Su ingrávido desplazamiento aparentaba la misma placidez que produce un tranquilo paseo por los campos de flores a la hora del ocaso. No había pájaros a su alrededor porque, según tengo entendido, la mayor parte de ellos duermen por la noche. Sin embargo, no necesité ese detalle para comprender que lo que estaba viendo era real.

Supe entonces que el abuelo era un gran tipo. Y supe, también, que otros muchos jamás seremos capaces de volar.



Junio de 2002
Rev. en Enero de 2005

martes, 10 de mayo de 2011

Cinema Paradiso



Esta canción está dedicada a todos los que piensan que la Física es, también, un poco de “letras”.



Dijo Paco Umbral que con Cinema Paradiso, el cine escribió su autobiografía.

El día que Giuseppe Tornatore se puso a escribir la autobiografía del cine, probablemente no intuía la heroicidad de su acción. Me lo imagino más bien, intentando describir, modestamente, cómo es la vida de gente sencilla que va al cine. Puede que en domingo.

Cuando Ennio Morricone hizo la música de Cinema Paradiso, debió de pensar: “Esta es, y no otra, la ocasión perfecta para componer la música más bella. Si no lo hago ahora, ¿cuándo entonces?"

Al interpretar Dulce Pontes la música que Ennio Morricone había creado, debió de decirse a sí misma: “Si no ofrezco aquí mi mejor voz, todo lo que le daría al más precioso de los fados, habré decepcionado a aquellos que me dieron su confianza y admiración”.

Si hay quien, conociendo el resultado de esta excepcional cadena de hechos excepcionales, es capaz de no conmoverse, entonces esa persona necesitará que Alfredo le preste sus gafas oscuras.

No hay insensibilidad posible ante este delicado beso. Uno que no aparecía en aquel puzzle postrero, hecho a base de viejos trozos de celuloide.









sábado, 7 de mayo de 2011

Encarrilando conductas







En el fondo, no soy un mal tipo. Pero, desgraciadamente, la experiencia me ha enseñado que la gente solo entiende el miedo. Por eso, cuando me contratan para encarrilar un poco las vidas torcidas de ciertos individuos, debo ser muy explícito. Así que les quito algo que aprecien de verdad. Algo insustituible en sus vidas. Luego se lo devuelvo por correo ordinario; pero ya, para entonces, el terror se ha instalado definitivamente en ellos, y sé que no reincidirán en determinados actos.

Hoy recogí un sobre algo abultado de mi buzón. Al subir a casa, me senté en el sofá y lo abrí con la ayuda de unas tijeras. Dentro estaba mi oreja. Comprendí en ese momento que no fue el garrafón lo que me había dejado fuera de combate anteanoche, sino algún cabrón que me está disputando el mercado.



Abril de 2011

lunes, 2 de mayo de 2011

La restricción de las libertades individuales



En los últimos meses, una serie de medidas adoptadas por el Gobierno, fundamentalmente la aprobación de la llamada ley anti-tabaco, han conducido a un cierto grupo de la ciudadanía (y no me refiero a medios de comunicación, que los hay, pero no hacen sino cumplir con su “sagrada misión” de intentar erosionar la imagen de quien manda) a concluir que las libertades individuales se nos están viendo progresivamente restringidas. Hay quien incluso dice que con Franco no había tantas prohibiciones como hay ahora, por mucho que las de entonces -eso he visto admitir también a algunas de las personas que sostienen esta teoría, y justo es comentarlo- tuvieran cualitativamente un peso mayor que las de ahora.

Mi experiencia es que las más de las veces que uno escucha este tipo de valoraciones, el que se pronuncia suele utilizar un tiempo impersonal, sin sujeto explícito. Expresiones como “Están procurando”, “quieren que estemos”, “lo que les interesa”, y otras aún de mayor contundencia conceptual, son aplicadas a no sabemos quién. Se conoce que existe algún tipo de hado, o Gran Hermano, o el mismísimo HAL 9000 nacido de la pluma de Arthur C. Clarke hace casi medio siglo, y que ha vuelto a tomar presencia entre nosotros para hacerse con las riendas de nuestra azarosa existencia. Yo no puedo negar por principio que las cosas que me gustaría que no sucedieran, estén, de hecho, sucediendo. Pero lo que sí creo, y no por principio ideológico o intelectual, sino por otro de carácter más físico, es en la imposibilidad de que los hechos se puedan dar por simple generación espontánea: “Nos restringen las libertades individuales. Cada vez nos prohíben más cosas”. Por favor, ¿me puede decir quién hace eso…?

Una vez superada esta etapa -en algunas ocasiones se consigue arrancar una respuesta, que normalmente es El Gobierno - llegamos a la fase de la búsqueda del móvil. Este problema se me antoja más complejo que el anterior, si aceptamos (hablo siempre de un entorno socio-democrático de corte Occidental, como es el caso de España) que la restricción de la libertad de los ciudadanos no es un bien en sí mismo. Entonces, ¿por qué razón procurarlo? Aquí ya el abanico de respuestas es caleidoscópico. Casi siempre se termina en que El Gobierno es solo, al final, un protagonista interpuesto al servicio de algún otro que queda en la sombra. Con lo cual, volvemos a HAL 9000, una vez más.

Es obvio que existen grupos de poder que condicionan la acción de los gobiernos. Esto no lo niega nadie. El lobby es un actor casi institucional, dentro de los pasillos de la política; cosa, por cierto, que nunca dejará de sorprenderme. Pero los grupos de poder se mueven siempre en función de un posible beneficio económico, y no entran en temas de legislación que pueda afectar a las libertades de los individuos. No les produce ni beneficio ni perjuicio alguno.

De manera que seguimos sin móvil. Y teniendo en cuenta que, en este caso, tampoco está muy claro qué forma adopta el finado, si es que hay alguno, me temo que no tenemos caso, que es una frase muy de fiscales en las series de polis.

Al final, todo se reduce, en el estado de cosas actual en España, a identificar (haciendo uso de una solemnidad que pretende hacer trascendente aquello que no tiene excesiva importancia, si es que no ninguna) la regulación del uso del tabaco en los lugares públicos con la fatal noticia de que asistimos a la progresiva e inexorable restricción de las libertades individuales. Un planteamiento un poco simple, que convierte la pretendida solemnidad que utilizan sus valedores, en una mera frivolidad.

Pero aún voy más allá, y niego la mayor de que la medida coarte la libertad de los fumadores de forma innecesaria, ya que la regulación precedente permitía a los no fumadores acudir a espacios sin humos. Yo no lo veo así. La costumbre de ir a los bares es un acto predominantemente social. De forma tal, que si los clientes habituales son grupos de personas, más que individuos aislados, es estadísticamente probable que en dichos grupos coexistan fumadores y no fumadores. En esa tesitura, o rompemos el grupo en dos partes, cada una de las cuales se irá a un local diferente, o los no fumadores se ven abocados a acudir al bar donde se permite fumar. Lo harán con gusto, porque, no en vano, se trata de estar con sus amigos, cosa que consideran de importancia superior al inconveniente de respirar el humo de los cigarrillos. Pero esa no sería jamás, en pura asepsia, su elección. Por lo tanto, ¿sufrían antes, de facto, una pérdida de libertad los no fumadores? Y no me sirve aquello de que son libres de irse a otra cuadrilla. La libertad y la consideración de lo que es posible y lo que no, son dos cosas que están completamente relacionadas. Yo tengo toda la libertad del mundo para ser piloto de Fórmula 1, pero ¿de verdad esa libertad representa un valor para mí? ¿Me es de alguna utilidad?

Por otra parte, están los dueños de los locales. Una vez que lo comentado en el párrafo anterior es una realidad, y creo que eso es innegable, ¿qué libertad les queda a los propietarios de dichos lugares de ocio para elegir hacerlos de no fumadores? Yo, si tuviera que decidir en semejantes circunstancias, no tendría ninguna duda. Se trata, al fin y al cabo, de la viabilidad del negocio. Y esa era la situación, en efecto, con la primera ley. El 97% de los bares permitían fumar. Un porcentaje algo diferente, y desde luego mayor, al de las personas que fuman. Así pues, con la primera ley se condicionaba la voluntad de dos colectivos, y con la actual, la de uno, menor en número a los otros dos.

Se conoce que HAL 9000 se ha averiado una vez más.