No recordaba bien cómo había sido el día en el que empecé a vivir con los abuelos. Hacía ya el tiempo suficiente, quizá tanto tiempo, que había sucedido que me parecía que en realidad siempre había estado con ellos.
Con 12 años, la única consideración que yo hacía acerca de mi situación familiar era que los otros niños tenían unos padres más jóvenes que los míos, o yo unos mayores que los que tenían ellos. No había diferencia en ningún otro aspecto. Es más, ahora creo que la situación tenía una gran ventaja: el hecho de que los abuelos, que ya han sido padres de manera previa, se agobian menos que los padres, que todavía no han llegado a ser abuelos, con la responsabilidad de nuestra educación. Imagino, que a su edad habían comprendido claramente que el factor suerte tiene mucho que decir en este sentido. No quiero decir que mi educación fuera motivo de despreocupación para ellos, pero desde muy pronto me dieron la libertad necesaria para equivocarme en lugar de asumir que ellos debían tomar todas las decisiones, y en consecuencia, acertar y equivocarse por cuenta de todos.
Así pues, los abuelos eran bastante permisivos conmigo, y a cambio me involucraban en las decisiones familiares que había que tomar y que a mí me parecían trascendentales para el futuro de nuestro clan. No debían serlo tanto, cuando hoy no consigo acordarme de ninguna de ellas.
La abuela era muy religiosa. Tanto que, a menudo, el cura del pueblo tenía que proteger su pequeño espacio de poder ecuménico de las embestidas emprendedoras de la abuela, quien hubiera sido una magnífica gestora de la Iglesia, no sólo en lo material en cuya faceta la Iglesia nunca se ha desenvuelto mal, sino en lo que a la fortaleza de fe del rebaño parroquial se refería. En fin, como no se puede estar en misa y repicando las campanas, la abuela tuvo que conformarse con pasar el cepillo en las celebraciones litúrgicas, y organizar ocasionalmente meriendas que servían de excusa para la práctica de la tertulia sobre temas de dogma para los que, con frecuencia, la abuela tenía explicación racional en contra de lo que los propios dogmas exigen.
El abuelo era, a su modo, un científico, aún cuando no tenía más estudios que aquellos que le permitían leer, escribir y contar con la mínima habilidad imprescindible como para resolver operaciones aritméticas elementales. Sin embargo rebosaba sentido común. Tenía una extraordinaria capacidad para diferenciar aquello que es objetivamente cierto, de lo que debía ser cierto de acuerdo a los imperativos sociales, y que a menudo acaba por serlo desde la percepción de la mayoría. Nunca opinaba en función de lo que opinaran los demás, ni opinaba de otros por lo que de ellos dijera el rumor o la sentencia colectiva, ya fuera ésta buena o mala. Siempre practicó el método de la prueba y el error para aprender a vivir, y probablemente nunca estuvo seguro de haber logrado perfeccionar su aprendizaje. En todo momento, se aplicó en su conducta la máxima de que la obtención de nuevos conocimientos, genera nuevas incertidumbres a mayor velocidad que las elimina, aunque esta reflexión no hubiera llegado jamás a sus oídos en forma de axioma.
El abuelo había construido su espacio propio en una pequeña habitación abuhardillada que tenía la casa. En ella, almacenaba todo aquello que consideraba su gran activo intelectual. Artilugios inútiles, escritos inacabados y algunas otras cosas que respondían a la necesidad del abuelo de intentar resolver problemas que raramente resolvía, pero que tenían un poderoso efecto: el mantenerle de manera constante ejercitando la imaginación.
Es verdaderamente reconfortante pensar en cómo dos personas tan distintas podían entenderse de manera tan fluida y natural. Ahora que soy más reflexivo y maduro, menos inocente y maleable; un adulto lleno de prejuicios como todos los adultos, y sé que las relaciones humanas son a menudo tan inexplicables como la construcción de las pirámides de Gizeh o los dogmas de fe que complementaban al café y las pastas de las meriendas de la abuela; me queda el consuelo de que si la magia del amor entre los abuelos existía, tal vez puedan hacerlo también otros tipos de magia.
Sea como fuere, yo fui en gran medida el desencadenante de que ese entendimiento y confianza se derrumbaran, como lo hacen las marionetas cuando su animador decide descansar de darles vida.
Una tarde en la que la abuela se había ausentado, el abuelo me contó su secreto.
-Pablito –me dijo – no debes hablar con nadie acerca de lo que te voy a contar.
-Pues claro, abuelo, ya sabes que puedes confiar en mí.
Tenía que tratarse de algo muy importante. De otra forma el abuelo nos habría hablado de ello a la abuela y a mí durante el desayuno, sin darle mayor importancia que a cualquier otro asunto de los que a esa hora y en ese contexto solíamos tratar.
-He estado haciendo experimentos de diversa naturaleza, que han llegado a demostrarme que la capacidad del cerebro humano sobrepasa, con mucho, los límites de lo imaginable por la ciencia.
Hasta ahí no conseguí entender nada, pero mi prudencia me aconsejó esperar. Si el abuelo tenía un secreto que contar, tarde o temprano habría secreto.
-He conseguido dominar mentalmente mi cuerpo hasta el punto de que soy capaz de volar.
Tal vez por entonces ya había empezado en mí el proceso que me habría de convertir en una persona más reflexiva y madura, menos inocente y maleable: en un adulto, en definitiva; o quizá simplemente fue tan grande el mazazo que no pude reaccionar. Lo cierto es que me quedé tan mudo y paralizado como mi amigo Roberto cuando nuestra maestra, la señorita Aurora; de quien se sabía que la mitad de la población masculina del pueblo estaba enamorada, y de quién la otra mitad lo estaba igualmente aunque no se supiera; le dijo el día de su más reciente cumpleaños: “felicidades Roberto, te estás convirtiendo en un hombretón muy guapo”.
-Volar como los pájaros – confirmó el abuelo, creyendo que yo no había entendido el alcance de su revelación. Pero sí lo había entendido. Y después de producirse más silencio sobre mi silencio inicial, el abuelo comprendió que había calculado mal mi capacidad para digerir semejante mensaje.
-Pero, Pablito – reaccionó el abuelo - te has quedado como un pasmarote. Bueno, consideraré en lo sucesivo que no he de gastarte determinado tipo de bromas.
Dicho esto, el abuelo se alejó con la más que probable convicción de que yo sabía que no había sido una broma.
Como nadie puede demostrar el valor del secreto que guarda, si no es contándoselo a alguien, yo demostré el valor del mío a la vez que traicionaba la confianza del abuelo con la peor de las personas posible: la abuela.
La abuela, tan acostumbrada a negociar con lo infinito, no supo cómo tratar con esto. No pensó que el abuelo pudiera volar como los pájaros sino que su cabeza estaba llena de ellos. El efecto fue demoledor porque en este hecho la abuela descubrió aquello que ella más temía: la posibilidad de que el abuelo se fuera a navegar por los mundos sobrenaturales antes de que ella lo hiciera. Aquello era, sin duda, lo que más daño podía hacerle. Pensar que ella podía sobrevivir al abuelo, era sinónimo de vida vacía porque el abuelo llenaba la suya por completo.
La vida en casa se oscureció como una tarde de verano antes de la tormenta vespertina. El abuelo, pasaba casi todo el tiempo en su habitación del piso superior, mientras la abuela pedía a Dios sin descanso que le hiciera recuperar la razón. Ya no hubo más tertulias durante el desayuno, ni decisiones familiares que tomar, ni detalle alguno que indujera a pensar que los habitantes de aquella casa habíamos sido felices.
Ahora, en línea con lo que supongo que es objetivamente razonable, soy capaz de justificar mi comportamiento de entonces. Era demasiado pequeño y no fui capaz de medir las consecuencias de mi indiscreción. Sin embargo en aquel momento me sentía fatal. Mi incumplido compromiso de complicidad con el abuelo me atormentaba. Pero era más doloroso pensar que, en realidad, el problema de fondo era el que había diagnosticado la abuela, y ese no era otro que el hecho de que el abuelo chocheaba.
Una mañana, el abuelo apareció radiante a la hora del desayuno. Repasaba locuazmente las pequeñas grandes noticias del pueblo con la gracia que siempre le había acompañado, y después de las dudas primeras, la abuela y yo acabamos por dar rienda suelta a nuestras risas. La situación había vuelto a la normalidad con idéntica urgencia a la que utilizó para alejarse de ella, y por supuesto, todos obviamos la cuestión que había provocado aquella etapa de desasosiego y ansiedad.
La abuela le dio gracias a Dios, por haber escuchado sus plegarias, y es de suponer que también algo por el descanso recuperado a partir de ese día.
Una noche de estío en la que el sofocante insomnio me empujó hasta la cocina para aliviar la terca sequedad de mi garganta, reconocí a través de la ventana la figura del abuelo contrastada contra la luz de la luna. Su ingrávido desplazamiento aparentaba la misma placidez que produce un tranquilo paseo por los campos de flores a la hora del ocaso. No había pájaros a su alrededor porque, según tengo entendido, la mayor parte de ellos duermen por la noche. Sin embargo, no necesité ese detalle para comprender que lo que estaba viendo era real.
Supe entonces que el abuelo era un gran tipo. Y supe, también, que otros muchos jamás seremos capaces de volar.
Junio de 2002
Rev. en Enero de 2005
Una historia muy hermosa. Y fresca. Cuando terminé de leerla me quedó un agradable regusto de ternura y nostalgia. Y no sé por qué, porque yo no conocí a ninguno de mis cuatro abuelos. A lo mejor es por eso.
ResponderEliminarMe encantó.
Un brazo.
En algún lugar leí “Porque soy del tamaño de lo que "veo" y no del tamaño de mi estatura”. En este sentido y a juzgar por lo que eres capaz de “ver” escribiendo, puedo percibir en ti una altura importante.
ResponderEliminarLas reflexiones que haces sobre la educación que puede recibir un niño en el entorno de sus abuelos son muy acertadas. Y lo más interesante que apuntas en el relato es la libertad que le dan a este niño de poder equivocarse. Tomar decisiones forma parte del proceso necesario para madurar y solo se aprende con la práctica.
La abuela aparece como una mujer, práctica, activa y hasta emprendedora al idear tertulias sobre temas de dogma con explicaciones racionales (mírala que atrevida ella rizando el rizo). La describes de forma muy divertida.
En cuanto al abuelo, yo creo que hay una erudición del conocimiento y una erudición del entendimiento, él tenía la del segundo tipo, la que es innata y por supuesto más valiosa. Aparece como un espíritu libre a nivel de opiniones y ataduras sociales. Era imaginativo, sin prejuicios y sobre todo con una variada curiosidad que le hacía llevar una vida rica en motivaciones.
“si la magia del amor entre los abuelos existía, (siendo como eran tan distintos) tal vez puedan hacerlo también otros tipos de magia”
Ésta es una frase realmente preciosa. Además a mí me parece que la planteas como una prueba objetiva que nos prepara para el final y la dejas así a un ladito, sutilmente.
El abuelo estaba más espabilado de lo que su nieto pensaba y lo demuestra su capacidad de reacción al reconducir la confesión a su nieto como si hubiera sido una broma. Además, también representaba un gesto noble por su parte porque para nada quería preocuparlo.
Me gustan las metáforas que aparecen en forma de imágenes, como cuando aludes a las marionetas o a la navegación de la cordura del abuelo.
Cuando se produce el nudo, el tiempo queda en suspenso en la casa y solo se percibe el silencio en los pensamientos aislados de sus moradores. Después es el propio abuelo con su gracia e ingenio el que consigue hacer remontar la situación, es admirable.
Es una historia muy bonita y más aún al encontrar la imagen final. Me gusta la magia.
Keira
Muchas gracias, Sinu. Por cierto, ahora que me has dado un brazo, ándate con ojo que como des el otro, lo vas a llevar fatal :-)
ResponderEliminarA mí también me gusta la magia Keira, entendiendo que la magia y el ilusionismo son cosas bien distintas, claro está.
Un beso a ambas.
Ocelote (hoy no me reconoce este lugar de manera automática, ignoro el porqué)
Así que estaba aqui mi brazo... Ufff, menos mal, pensé que lo había perdido. Tenía un problemón a la hora de ponerme el reloj...
ResponderEliminar;)
El caso es que, no sé cómo, pero has logrado que vea la capacidad del abuelo para volar como algo perfectamente lógico.
ResponderEliminarSerá eso la magia ¿no?
De todos modos, si se trata de una característica genética, preferiría que no pasearas frente a mi ventana. Al menos de noche.
Me ha encantado.
Mucho más mejor estás con los dos brazos, Sinu. ¡Dónde va a parar!
ResponderEliminarQwerty, este relato tiene, (en lo que es su idea original, me refiero), más de 25 años. Pienso que ahora no se me ocurriría escribir semejante cosa. Y es que me parece que la vida nos va retorciendo poco a poco, y nos amputa en cierta medida la capacidad de escribir cuentos. Ésto lo es.
Una de las cosas que más admiraba de Gloria Fuertes era que a una edad ya muy avanzada, conservaba un comportamiento aparentemente ingenuo, como el de los niños chicos. Y nunca me parecía una impostura. No sé. Vaya rollo que te he largado.
Un abrazo.
Ese abuelo con el que nos hacemos mayores y valientes, oh!, que bonita historia, me deja un regusto de heno adolescente(cierro los ojos y me transporto, uhmmm....)
ResponderEliminarGracias por pasarte por aquí, Anónimo. Eso de que te transportas, está bien. El transporte público es cada vez mejor :)
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