estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 28 de febrero de 2010

Demasiadas perras


Se dice de los bancos (léase entidades financieras) que son instituciones sistémicas. Esto es, su supervivencia, o, incluso sin necesidad de llegar a términos tan dramáticos, su correcto funcionamiento, resulta de vital importancia para la buena salud de nuestro "sistema financiero" (término que, atendiendo a mi capacidad de entendimiento, tengo que poner entre comillas como si al escribirlo estuviera introduciendo una palabra francesa en mitad de un texto escrito en castellano). Yo, como buen ciudadano poseedor de un alto nivel de consciencia de lo que significan conceptos como "bien común", "progreso colectivo", y otras pseudo-entelequias diversas, me creo a pies juntillas lo de que los bancos son elementos sistémicos, y quiero, como dicen los cantantes de rancheras, que les vaya bonito.

Ahora bien, si pensamos en cualquier colectividad, sea del tamaño que sea, comunidad de vecinos, municipio o el propio Estado, parece razonable pensar que aquellos elementos esenciales que facilitan el cumplimiento de sus fines, o sea, los sistémicos, sean controlados por los individuos sobre los que la colectividad delega la gestión, esto es, el presidente de la comunidad, el alcalde o el gobierno del Estado. Al mismo tiempo, y siguiendo un flujo de sentido contrario, en caso de que esos elementos tan imprescindibles tuvieran algún problema para seguir realizando la función para la que fueron previstos, el grupo les prestaría el apoyo necesario para que pudieran superar la situación.

Si aplicamos lo comentado en el párrafo anterior al caso de los bancos, se nos plantea una complicada paradoja: se trata de que dichas instituciones vayan estupendamente bien, y aporten seguridad y consistencia al "sistema financiero" (de un rato a ahora, sigo sin haber aprendido francés), pero no son propiedad del Estado y, en consecuencia, el Estado no interviene en la fijación de los sueldos de sus directivos. Y es que sí. Es de esto de lo que yo quería hablar: de los sueldos de los banqueros.

Si hiciéramos una encuesta entre todos los accionistas de un gran banco en la que les preguntáramos si aprobarían niveles salariales como los que se han hechos públicos hace algunas fechas, para los directivos de la empresa de la que son propietarios, ¿alguien puede dudar de que el resultado sería una censura mayoritaria a semejante práctica?, ¿Creen ustedes que los propios directivos de los bancos confiarían esa decisión sobre política salarial a su hipotética aprobación por parte de la mayoría de los accionistas? Yo creo que no. Entonces, ¿qué es lo que falla? Pues falla lo de siempre. Falla que la solidaridad y el sentido común son conceptos que nos son ajenos, y no nos sirven de estímulo para nuestros actos, si no existe una Ley detrás de ellos, acompañada, eso sí, de un eficaz sistema que penalice su incumplimiento.

Y estando, como estamos, de acuerdo en que las retribuciones de los directivos de los bancos son algo que hace enrojecer de vergüenza a la mayor parte de la sociedad, ¿cómo puede ser que unos pocos idólatras del capitalismo salvador e inmaculado sean los que se lleven el gato al agua, y consigan que el Gobierno no se atreva (ni este ni otros, quede claro) a meter mano en el asunto? Algunas declaraciones de personas con mando en plaza escuchadas hace algunas semanas, en el sentido de lo lamentable que resulta el hecho de que esos torrentes de dinero se acumulen en un solo bolsillo, cuando hay tantos de ellos vacíos en nuestro país, resultan como una broma. Son quejas veladas, e impostada consternación por el acaecimiento de un hecho injusto, pero insalvable. ¡Menuda mojigatería! Esas declaraciones las puedo hacer yo, mientras me tomo una cerveza con los amigos. Pero al Gobierno no le pagamos para que se consterne. Lo hacemos para que, a su vez, haga lo posible para que no nos sintamos consternados todos (o casi todos) los ocupantes del tendido español. Porque cosas se pueden hacer, me parece a mí. ¿O acaso el parlamento nunca ha legislado sometiendo determinados derechos legales (individuales o colectivos) a la necesidad de preservar otros de mayor jerarquía y opuestos a los primeros? Que se limite la posibilidad de establecer estas retribuciones estratosféricas, o en su defecto, se modifique la fiscalidad aplicable a ellas, no es sólo algo justo. Es, además, algo en lo que casi todos estamos de acuerdo; es algo que nos haría parecernos algo más a una sociedad de personas, y no de personajes. Es, en fin, lo que yo pediría esta noche a algún santo, si conservara yo la costumbre de rezar, y si todavía quedara alguno (la Globalización no descansa nunca), que no se apasione con la lectura del Financial Times.

sábado, 27 de febrero de 2010

Big sky


Miro alrededor, y el mundo me obsequia con gran cantidad de estímulos. Muchos de ellos son contradictorios. El de peor convivencia, hoy, con mi terca inocencia, es pensar que los autores de esta música pertenecen a la misma especie biológica que la mayor parte de los protagonistas de las alarmantes noticias que llenan las secciones del telediario. Y sin embargo, casi todos esos protagonistas son, además, personas queridas y respetadas en sus casas. Ello me hace suponer que la crisis no es sólo una convulsión grande y angustiosa para muchos. También podría ser algo del todo necesario para curarnos de algún mal invisible que amenaza a nuestra condición de seres humanos. O quizá ese mal, sea nuestra propia condición en sí misma.

En este tiempo de estupefacción y pesimismo difíciles de combatir, miro al ancho cielo y puedo escuchar a los Rippingtons. A las tres de la tarde, la compañía de la guitarra de Russ Freeman será, con toda seguridad, mejor alternativa que la de prender la tele.


Love is in the air


(Ring, ring, ring)

-El Corte Ingles. Servicio de atención al cliente. Le habla Silvia. Buenos días ¿En qué puedo ayudarle?
-Buenos días señorita. Soy un cliente insatisfecho. No excesivamente insatisfecho, pero insatisfecho, al fin y al cabo. ¿Me pueden devolver mi dinero, por favor?
-Por supuesto señor. ¿Cuánto dinero es?
-1,45 euros.
-Ya mismo le estoy haciendo una transferencia. Pero por favor, ¿me podría decir qué articulo ha sido la causa de su insatisfacción? Es por completar el formulario para la estadística de clientes insatisfechos.
-Ha sido una barra de esas de chapata, o cómo se llame. No estaba a mi gusto.
-¿Cómo sabe que no estaba a su gusto?
-Pues porque me la he comido.
-Me lo temía señor.
-Y yo también me lo temía. Estaba un poco más tostada de lo habitual.
-No me refiero a eso caballero. Verá, para hacer efectiva la devolución de su dinero, necesitamos que nos devuelva el artículo que originó su insatisfacción.
-Contento no me quedé. Eso es cierto. Pero tampoco me sentó tan mal como para devolverlo.
-Pues hubiera sido preferible de otro modo, porque ahora estamos en un callejón sin salida.
-Sí que lo siento, qué torpeza la mía.
-Bueno, habría una posible solución. Quizá podamos devolverle alguna otra cosa que no sea su dinero.
-¿Me pueden devolver una reforma completa del cuarto de baño de mi casa?
-Tendré que consultarlo con el supervisor, pero probablemente sí. ¿Cuándo nos entregó su reforma?
-Hará un par de horas.
-Pues entonces la cosa se simplifica. Se la devolveremos haciendo uso del formulario A-33 para devoluciones de lo reciente. Es abreviado. Será coser y cantar.
-Oiga, señorita. Y si de paso le pido una información, ¿me la daría?
-Si está en mi mano, sí.
-Verá, necesito el nombre, domicilio particular y número de teléfono de la señorita que sale en la campaña publicitaria de la moda de verano de ustedes.
-Lo siento. No está en mi mano.
-¿Hay algo que esté en su mano?
-A decir verdad, sólo el número de teléfono de mi Agencia Tributaria. Me lo he escrito en ella para recordar que tengo que llamar a ver cómo va lo de mi Declaración de Renta.
-¡Hombre, qué casualidad!
-¿El qué es una casualidad?
-Que yo sea el inspector jefe de su Agencia Tributaria.
-¿Y cómo va lo de mi Declaración?
-Va bien. Va muy bien. Le daré más detalles sobre la sanción que le corresponde si me resuelve lo de la chica de la campaña de verano.
-No me es posible acceder a esa información. Si le vale, le puedo dar esos mismos datos de mi propia persona.
-¿Qué tal le quedan a usted los bikinis?
-De infarto. El último verano fui elegida Miss Bikini en las fiestas de mi pueblo.
-Pues entonces servirá. La llamaré esta tarde.
-De acuerdo. Hasta entonces.
-Hasta entonces, ¿qué?
-Hasta entonces, tutéame cariño.
-¿Y después de entonces?
-Si todo va bien, serás mi amante, bandido.
-Me parece razonable. No te olvides de la referencia catastral del piso para lo de la Renta.

(Clonc)
(Clonc)



Junio de 2005

viernes, 19 de febrero de 2010

Evocaciones escocesas (quizá un enfoque algo distinto)



Modo de empleo: Pincha el enlace musical y prueba a leer el texto mientras escuchas la música.







Hace algún tiempo escuché una canción tradicional gallega, en versión de Carlos Núñez, que llevaba por título "Aires de Pontevedra". Era un tema grandioso, lleno de gaitas poderosas, que ponía la carne de gallina y evocaba escenas épicas en las tierras de Escocia. Ha pasado ya algún tiempo desde aquel descubrimiento, y tras una reflexión no muy profunda, he llegado a la conclusión de que yo nunca seré protagonista de tales epopeyas. Puede que fuera la aceptación de esta verdad, más que probable, la que me empujó el pasado sábado, a poner la canción a todo trapo en el reproductor de CD’s de la cocina, y a acompañar su audición con un buen whisky, escocés claro, para quedar de este modo, puede que algo tangencial, vinculado a los lances que la canción me sugiere.

Tras escucharla un par de veces, seguí con el resto del disco, y luego otro disco más, y otro de Hevia después; todo ello mientras me entretenía leyendo algunos títulos que encontré a mano sobre las encimeras cercanas: el folleto del Telepizza con la descripción detallada de sus especialidades; los calendarios de los fontaneros 24 horas, que sólo acuden en aquellas de las 24 que coincidan con su jornada de trabajo; un manual de uso del micro ondas que resulta que tiene grill, y bueno es saberlo, supongo; y algunos otros documentos literarios de los que poco recuerdo guardo.

Lo cierto es que ya iba por el tercer whisky cuando pensé que teniendo la música y la bebida, no estaba ya tan lejos del pleno cultural escocés. Sólo me hacía falta el traje. Decidí que era posible hacerse con él. Primero sustraje del armario de mi hija una falda de las del cole que es de tela escocesa. Como no me iba a caber, localicé unos imperdibles, que maldito el vacilón que les puso ese nombre, nada descriptivo porque nunca están en ningún sitio y tardas siempre un montón en encontrarlos. Cerré entonces la falda entorno a mi cintura con un trapo de cocina de generosísimas dimensiones (¿habré engrosado yo en las últimas semanas?) y dos imperdibles haciendo de puente entre los extremos de éste y los de aquella. Una camisa blanca de las que uso para la oficina fue suficiente para el torso, y terminé con unas medias altas del antiguo equipo de fútbol sala de la liga del barrio, que estaban poco o nada usadas, porque poco o nada usado estaba yo por parte del equipo. Eché de menos alguna borlita, a lo boy scout, para acompañar a las medias, pero finalmente me alegré de no tenerla para así no verme obligado a buscar más imperdibles. Un par de zapatos negros con cordones me dieron ya la solemnidad necesaria, además de un medallón que me colgué con hilo de bramante al cuello, y para el que una de esas tapas de los contadores de agua que encontré por ahí tirada hizo de oportuna emulación.

Como quiera que el whisky estaba bueno, decidí hacerle los honores una vez más.

Volví a poner "Aires de Pontevedra", y comencé mi danza. Aunque al principio me limité a colocar los brazos en jarras, y a ponerme y quitarme de puntillas, alternativamente, al ritmo de la música, luego, el crescendo de la obra y quizá también el whisky, me envalentonaron de modo tal que empecé a prodigarme en el ejercicio de saltitos en vertical a una pierna, mientras la contraria se cruzaba graciosamente por delante y por detrás observando una ligera flexión por la rodilla.

Vigilaba mis evoluciones en el reflejo del cristal de la puerta del tendedero, y aún con el confuso ambiente que se había creado hacía tiempo en mis neuronas, comprendí que el concurso de un coreógrafo (a ser posible de Glasgow) en mi representación, hubiera dado a la misma una mayor credibilidad. A pesar de todo, y cuando las gaitas, los tambores, las bombardas y toda la potencia musical estaban en su punto álgido, intenté un salto en desplazamiento lateral sin giro del cuerpo, de esos en los que se cae con la pierna contraria a la de batida, mientras está última en su vuelo, se recoge elegantemente para acabar aterrizando en paralelo a su compañera. Todo esto manteniendo los brazos en su posición original de en jarras. La idea no fue mala, pero el dintel de la puerta de la cocina, por mor de su corta estatura, se interpuso en mi trayectoria tropezando aparatosamente contra mi cabeza.

Me caí al suelo y miré al dintel con odio, sopesando agredirle a la que pudiera recuperar la verticalidad; y ello por mucho que en estos casos, sea más justo autocensurarse uno por bobo, antes que culpar de nuestras cuitas al dintel. Pero claro... tú verás.

En todo caso, no pude concluir una decisión sobre mi actitud hacia el dintel porque sonó el timbre de la puerta de casa, que dista apenas un par de metros de la cocina. No esperaba visita, de manera que me acerqué a abrir con una cierta extrañeza. Era el nuevo vecino del piso de abajo, quién, tras un silencio calculadamente prolongado, me dijo: -¿qué, Mel Gibson, para cuando se terminan los golpecitos en el suelo?

Cuando le vi el otro día revoloteando alrededor del camión de la mudanza, no sospeché que fuera a conocerle en ambiente tan singularmente espirituoso, y al ritmo de gaitas y tambores.


Febrero de 2004
Rev. en marzo de 2006
Rev. en octubre de 2008

Evocaciones escocesas (intentando tararear sobre un papel)


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“Todos iban y venían en la aldea. Un hervidero de prisas, preparativos, personas y animales iba apareciendo cuando la noche se iba a descansar de su trabajosa misión de alumbrar los sueños. Ha llegado el gran día. Todos lo saben. Es hora de reivindicar su estirpe. Nada de lo que se pueda hacer por esta causa es suficiente, y todo es necesario. No solo está en juego la corona del buen rey Roberto, corona que todos los habitantes de estos valles han tejido con la hierba de sus prados, y la confianza ciega que en él han depositado; también está el orgullo de no dejar de ser. Porque el inglés no viene de visita con poco equipaje. Se trae sus costumbres, su música, su pensamiento y hasta su sangre para hacérselos vestir.

Los niños limpian las espadas. Es su único consuelo al negárseles el derecho a pelear con sus armas de entusiasmo. Pero el entusiasmo no es suficiente, hará falta también el apoyo de los guerreros antiguos, aquellos que forman parte de la leyenda de los clanes, los que viajan a bordo de las nubes y arrojan su sombra de fortaleza sobre los guerreros jóvenes.

Hoy, las rodillas de los hombres no se mancharan de tierra, o lo hará todo su cuerpo. Porque hoy ninguno se ha de arrodillar ante su dama para pedirle un pago al torrente de amor que le fue ofrecido. Ellas ya les han correspondido esta noche con toda la generosidad que su cuerpo y su voluntad han sido capaces de entregar. Esta noche que quizá no vuelva a alumbrar sus sueños de mañana.

Hay que vestirse la mejor camisa, el mejor kilt y el broche mejor labrado. No se puede aparecer ante el enemigo con aspecto descuidado porque en la contienda los soldados se respetan o no son auténticos soldados. Irán juntos al encuentro de aquellos que vienen del sur. Irán con toda la fuerza de los caballos que habitan las tierras altas, con la de las aves que vuelan entre las islas de la costa, con la del rayo que ilumina su destino.

Irán todos juntos, quizá a morir. Siempre supieron que cuando esto hubiera de suceder, sería en estas verdes praderas al ritmo de gaitas y tambores”.




Desperté con el sonido de la radio. Acababan de poner "Marcha do entrelazado de Allariz" interpretada por Carlos Núñez. Eso dijo el locutor. Él y los que le acompañaban vigilantes habían oído la canción. Yo la había soñado.



Febrero de 2004
Rev. en febrero de 2006

martes, 16 de febrero de 2010

Aja


No sé muy bien (puede que ni siquiera un poco bien) cómo se define la música de estos tipos. Me parece que debo hablar de jazz si pienso en ellos, aunque no me acuerde de New Orleans al escucharlos. Siempre estoy en la misma tesitura, bastante mala, cuando voy a una tienda de discos. Al final, acabo por decirle al dependiente que busco música al estilo de Steely Dan, y entonces puede que me entienda, o puede que me diga: "¿y cómo dice usted que se deletrea el nombre?" Si pasa esto último, mala señal.

Lo mismo ocurrió el otro día: me aturullé al explicarme. Pero mi perseverancia me permitió comprar por 7 miserables euros el álbum cuyo nombre coincide con el de la canción que les dejo. Escúchenla, si les parece, sin prisas, y ya luego me cuentan...

No supe si el ejemplar que compré era el último, o si había otros en las estanterías de la FNAC de Callao en Madrid, que fue donde lo encontré. Si fuera así, y estuvieran interesados, pregunten por “algo así como un estilo fusión entre Pop y Jazz”. Puede que, con un poco de suerte, les respondan: "sé exactamente lo que quiere. Justamente el otro día, anduvo por aquí un tipo con barba que buscaba lo mismo que usted, y que se explicaba igualmente mal".




lunes, 15 de febrero de 2010

Postre en tres actos


Acto I
-¿Tomarán algo de postre los señores? (barriendo con la mirada a los tres comensales).
-Yogur para mí.
-Yo, arroz con leche.
-Pudin... con miel, por favor.


Acto II
-¿El yogur?
-Para mí, gracias.
-Arroz con leche...
-Servidor (significando su presencia con el dedo índice levantado).
-Entonces el pudin será para usted…
-No, perdone. Pedí cuajada.
-Vaya, pues ahora se lo cambio.
-En realidad, dijiste pudin (los otros, chivatos, a coro).
-Ah, me he debido de equivocar. Déjemelo entonces.
-¿Seguro?
-Sí, seguro. El pudin me gusta.
-Ahora comprendo por qué dijiste que con miel. Entonces me había extrañado (un otro).
-Sí, a mí también me sorprendió (el otro otro).
-En ese caso, su pudin…
-Gracias.


Acto III
-Su miel.



Marzo de 2006

viernes, 12 de febrero de 2010

Sin llegar al fondo


Si mañana el Tribunal Supremo, en relación al caso que instruye contra Baltasar Garzón a propósito de las actuaciones que dicho juez realizó en la investigación de los llamados “crímenes del franquismo”, emitiera un fallo de culpabilidad por un delito de prevaricación; y si, como consecuencia de tal fallo, el acusado resultara inhabilitado para el ejercicio de la jurisdicción, o de él se derivaran cualesquiera otras sanciones o penas contra su persona; entonces yo, a pesar de todo, seguiría teniendo fe en las Instituciones del Estado, en los jueces y fiscales, en la robustez y garantías de nuestro régimen democrático, y en todas las buenas consecuencias que se derivan de tales conceptos. Pero me iría a dormir con un tremendo vacío vital y una inevitable sensación de derrota.

Y es que comprendo perfectamente que el Tribunal Supremo atienda a su responsabilidad de tramitar los asuntos que, ateniéndose a los requisitos formales establecidos, les lleguen para ser resueltos en sus salas. Y aún puedo creer que el juez Garzón haya podido actuar sin la requerida prudencia en determinadas cuestiones en las que las formas son importantes. Pero es que la acusación a Garzón es la de prevaricación, y no acabo de ver qué hay de injusto en resolver, de una vez por todas, la ansiedad de muchas familias que un día perdieron el contacto con alguno de sus miembros, sin que los poderes protectores del Estado hayan sido capaces de dar respuesta a la incertidumbre sobre su paradero. Muchos opinan que no hay que desenterrar a los muertos, y yo entiendo que eso puede ser verdad para los muertos de hace cuatrocientos años, pero pregunto ¿qué sociedad que podamos considerar cercana en hábitos y valores a la nuestra, vería con naturalidad extraviar a aquellos muertos cuyos hijos aún están entre nosotros?

Me pierdo en asuntos de técnica jurídico-procesal, pero intuyo que este asunto no será sota, caballo y rey en ese terreno, cuando muchas personas expertas no acaban de ponerse de acuerdo en la calificación de la actuación de Baltasar Garzón. Oigo y leo en los medios de comunicación que uno de los factores clave en los que se fundamenta la acusación a Garzón es la existencia de la Ley de Amnistía promulgada en España en el año 1977. Pero no puedo entender, desde mi intuición, cómo se puede amnistiar a alguien que no ha sido previamente condenado por algún delito. Esa es la cuestión determinante. Nadie, después de un ejercicio mínimo de reflexión, puede pensar que la intención del juez juzgado era la de encarcelar a alguien como consecuencia de este proceso. Claro que no. Lo importante es calificar penalmente las desapariciones, aún cuando no exista la posibilidad de imponer pena alguna a sus autores. Entre otros motivos, por el de que la mayoría de ellos ya no están vivos. Desde un punto de vista legal, la situación de cualquiera de las personas cuyo paradero tratan de esclarecer sus familias presentando demandas en la Audiencia Nacional (esto es importante. Todavía hay quien cree que Garzón no actuó a instancia de parte, sino que se levantó un buen día, y se vio asaltado por un irrefrenable impulso de convertirse en el justiciero del antifaz) es el limbo, ni más ni menos. No se sabe si emigraron a las Vegas a ganarse la vida en las mesas de juego, o al África austral movidos por la solidaridad con los más desfavorecidos, o si fueron asesinados por ser titulares de un pensamiento inconveniente en un momento inoportuno. Pero hay demasiados indicios acerca de qué pudo haber pasado con ellos.

Yo no creo que haya que abolir la Ley de Amnistía del año 1977, como parece que ha sugerido al gobierno español alguna institución internacional, para allanar a nadie su camino hacia la cárcel. Creo en la importancia de las decisiones difíciles que se tomaron en aquel momento, y creo que volver a cuestionarlas podría representar un cierto retroceso en la consolidación del modelo político que hemos elegido para España. Pero si mañana, o cualquier otro día, entonces aciago, el Tribunal Supremo condenara a Garzón, seguramente estaríamos ante un escrupuloso respeto a la aplicación formal de las leyes, sin haber llegado al fondo de la cuestión. Ni al de las furtivas y apresuradas zanjas en las que todavía quedan muertos. Muertos que fueron depositados allí, al amparo de ninguna ley.


Febrero de 2010

martes, 9 de febrero de 2010

El traje invisible del emperador


Se dice de los economistas con frecuencia, que son expertos en predecir lo que va a pasar en la economía, pero a posteriori. Bueno, quizá en estos últimos años, los economistas no han hecho otra cosa más que ser lo que son, en el sentido más literal del dicho que traigo como entrada, y por ello se han enterado tarde de la que se nos avecinaba. Yo no lo creo.

Me parece que una buena manera de explicar qué es lo que ha fallado, sería poder describir cómo tendrían las cosas que haber funcionado. No me refiero desde luego a explicaciones técnicas y farragosas desde el punto de vista de la Macroeconomía. Mi conocimiento no da para tanto. Me conformo sólo con lanzar unas cuantas ideas desde la óptica del sentido común (del propio, claro), o de la intuición, o de la perplejidad de quien no entiende muy bien para qué se inventó la barrera psicológica de los 11.200 puntos, que a esta hora puede que ya sea la de los 10.500.

Les ruego algo de paciencia. Si consigo cerrar el círculo, creo que me habré explicado. Pero debo empezar desde algo atrás, desde el día en el que mi hija y yo hablábamos de política y economía hará unos cuatro años. Entonces ella tenía 10 años, y yo tenía unos cuatro menos que ahora. Explicar la viabilidad de que un grupo de amiguetes se reúna y decida compartir su suerte vital en torno a una organización fabricada a base de tareas y normas comunes a las que todos se obligan, es algo muy sencillo, siempre y cuando la conclusión sea que todos aportan algo de lo propio al grupo, y la fuerza del grupo es un paraguas debajo del cuál todos caben. Mi hija lo entendió perfectamente, porque no hay modo de no entender eso. Así que me pareció que se decantaba un poquito más por lo utópico que por lo pragmático, aunque no creo que hoy se acuerde siquiera de nuestra conversación en la cocina (que es el sitio donde se hablan las cosas serias). Intento pensar en si debo llamar a esta asociación de individuos unión política o unión económica, y no llego a ninguna conclusión (aunque esto no tenga relación directa con el contenido del escrito, me parece un tema muy interesante). Las veo muy de la mano. En fin, tras un breve espacio de tiempo, de pongamos unas mil ochocientas lunas, las relaciones entre los individuos del grupo se han perfeccionado tanto que ya no necesitan recordarse constantemente los unos a los otros, los derechos y obligaciones que están escritos en sus tablas de la ley. Sus transacciones, tanto económicas como personales, de hoy, herederas directas de las reguladas al principio de sus tiempos, se han hecho tan automáticas que todos llegan a la conclusión de que existe una especie de inercia en el aire, que hace que todo fluya por su carril. Tanto es así, que esa inercia, como por arte de ensalmo, corrige cualquier intento de vulneración de aquellas normas primeras, que pudiera ser perpetrado por alguno de los individuos.

Quiero aclarar en este punto, que este escrito no es ni un panegírico de las bondades de alguna cosa, ni el panfleto que denuncia las aberraciones de su contraria, si es que tal antagonismo de posiciones pudiera aplicarse a dos conceptos utilizados a lo largo de estas líneas. No me mojo. Aquí, el Capitalismo es sólo un término abstracto, o académico si quieren, independientemente de aquello en lo que pueda convertirse tras su aplicación en un entorno concreto. Y lo mismo puedo decir del Mercado (no el de San Miguel, que ese no es nada abstracto, sino el otro). ¡Ah, el Mercado! ¡Qué gran cosa, y que gran invento que nadie inventó! Los defensores a ultranza del liberalismo económico explican que cada vez que apoyamos el dedo pulgar en el Mercado y le hacemos moldearse normativamente, la cagamos. Cuando los liberales defienden la inviolabilidad del Mercado por parte del Estado, argumentan que la perfección de la situación es máxima en él porque todos los agentes pueden hacer libremente lo que se les antoje, con un único límite: lo que se les antoje a todos los demás. ¡Pero un momento! Eso es exactamente lo que dicen los profesores de Macroeconómica cuando enseñan en sus clases los modelos económicos teóricos (que están muy bien y cuyo estudio es recomendable), y hablan de los mercados en competencia perfecta. ¿Son entonces los profes de "Macro" y los liberales una misma cosa? Va a ser que no. Los primeros explican sobre la pizarra el concepto de competencia perfecta, mientras que los segundos pasan de puntillas por ese término, porque no hay pizarra alguna que soporte la demostración de que semejante entelequia exista en nuestro mundo. En efecto, grupos de poder, grandes brokers, poderosas corporaciones empresariales y puede que otros más, intentan modificar artificialmente las condiciones del Mercado, sin que una parte importante de la “doctrina” contemple la posibilidad de que los Estados equilibren la situación haciéndose presentes en el terreno de juego de una manera más explícita. Y al hilo de este pensamiento, me hago la pregunta de los setecientos mil millones de dólares: ¿es que alguien que haya dedicado 10 minutos a la reflexión sobre estos temas, no sabía ya que esto era así? Pues cuánto más probable no será que los economistas que dedican algo más de tiempo a la cuestión, no estuvieran ya hartos de saberlo desde hace bastante tiempo. Ahora, en consecuencia, me veo abocado a otra conclusión inevitable: los economistas no deciden sobre las cuestiones económicas cuya regulación deben promover o abstenerse de hacerlo, los gobiernos de los Estados. Es probable que tengan voz, sí, pero me parece metafísicamente imposible que tengan un voto de calidad.

Poco a poco, los "huequecillos" (ilústrese el concepto de “huequecillo” con la imagen de un atasco de tráfico, en el que el coche que va detrás de nosotros se desplaza súbitamente al carril de la derecha, para hacer diez frenéticos metros fuera del parón, y volver luego al mismo, justo en el huequecillo de delante de nosotros, al encontrarse un coche en doble fila en su trayectoria), de los sistemas financieros perfectamente (auto)regulados, se hacen más y más numerosos, más accesibles a unos pocos (a menudo con la inestimable colaboración de los avances en los sistemas de la información), y más indetectables para el “gran hermano financiero” que no pasó por las aulas de la facultad de economía. Algunas células son claramente de color gris, aunque el conjunto, de lejos, sigue pareciendo rojo. Ciertos individuos de nuestro club de amiguetes, han decidido mejorar su status a costa del de los demás, y ya la inercia mágica se ha vuelto ciega, sorprendentemente muda, e insoportablemente sorda.

Pero yo soy optimista, y encuentro que como en el caso de todos los males, éste puede traer su bien. Ahora habrá que reinventar la letra que contienen los libros de economía, es cierto. El Samuelson y el Lipsey serán pasto de las llamas, por mucho que la crisis no haya venido por San Juan, y otros autores explicarán una vez más, (a posteriori, dirán los críticos más recalcitrantes) las verdades económicas. Pero ahora que algunos hombres de traje y corbata, hombres cuya autoridad de criterio y opinión nadie discute, se han caído del caballo al más puro estilo de Saulo de Tarso; ahora sabemos, al menos, que el emperador iba desnudo.


Octubre de 2008

domingo, 7 de febrero de 2010

Primavera en otoño


Si me oyeras, te contaría que la gente dice que este año el otoño se ha puesto terco, y no acude puntual a su cita, por mucho que el calendario pudiera censurarle su informalidad de niño chico. Te diría que dicen que los parques no lucen su aspecto de escenario de comedia romántica, con sus caminos de tierra blanca y los alcorques de los paseos teñidos de ocre y repletos de trabajo de escobón. Y parece que las trencas se impacientan en los armarios. No son, al final, tan distintas a las personas. La falta de calor humano les pone tristes. Como a mí. Quién sabe si como a ti, ahora que no sé si tendrás con quien charlar. He oído decir a los vecinos de nuestra casa, y a los que lo son de acera durante ese pequeño instante en el que puedo participar de sus conversaciones apresuradas, que esto no se veía desde hace tanto tiempo, que apenas quedan memorias de cuando la última vez. Todo esto sé por la boca de otros, porque yo ando sólo en intentar saber qué soy, ahora que no somos dos.

Ya ves. Tanto años para contarte mis cosas, y ahora no se me ocurre sino hablarte del tiempo. Como hacen las personas de escaso trato en los ascensores. Como si yo hubiera llegado a tiempo de tomar este ascensor postrero que no hemos podido compartir. Creo que la primavera en otoño de hoy es la última de todas. Porque ahora que no estás, ya no habrá otras primaveras.


Noviembre de 2009

Follow the sun


Durante los meses de calor, la pequeña terraza del quiosco es un lugar delicioso donde tomar el fresco hasta las doce de la mañana; si bien, no es sólo que tomen el fresco lo que Ramón espera de los que se sientan allí. Y es que ni el quiosco ni Ramón pueden vivir de la compañía que reciben de sus clientes, si ésta no va acompañada de otro tipo de relación algo más mercantil. Luego, pasado el mediodía, el edificio que está al lado de la terraza va dejando que el sol se asome tras su descolorida fachada de color rojo, e invada con un rotundo despliegue de estío mediterráneo todo cuanto encuentra a su paso.

Durante mucho tiempo, las estrategias diseñadas por Ramón para combatir los estragos que produce el ciclo solar sobre su negocio, han venido subestimando el verdadero poder de su enemigo, y ello ha conducido a un gasto inútil de dinero para no terminar de resolver el problema. Pero ahora eso se acabó gracias a las sombrillas que ha comprado Ramón, y que son capaces de procurar una temperatura agradable a quien se sitúe bajo la influencia de su geometría cuadrangular. Cuando Ramón monta las sombrillas, la terraza adquiere un aspecto de caseta sevillana, y todas las mesas quedan al abrigo del sol. Aunque el frescor de la primera hora de la mañana ha sido, para entonces, secuestrado, las cervezas ya no hierven, ni se enciende de fuego el brillante metal de las sillas, ni el blanco de las páginas de un libro se vuelve hostil devolviendo cegueras donde antes entregaba historias de amor. O de aventuras. O quién sabe si no son una misma cosa.

Sin necesidad de poner nuestra voluntad en la tarea, vamos identificando las sucesivas metamorfosis del día. Quizá nos ayude a ello el aspecto cambiante de las sombras en su cortedad y lento transitar de un puñado de horas, y cuyo esplendor y gracilidad sólo se manifiestan al final de su vida, cuando alcanzan al mismísimo horizonte; o los ojos que se nos achican a medida que el ambiente se hace más níveo, o el ruido de los coches, más reivindicativo del espacio acústico, a ratos, y a ratos menos. Parece que todo se mueve al ritmo que marca el reloj de sol de la torre de la iglesia, que está justo enfrente de la terraza de Ramón, y al otro lado de la transitada avenida Principal, y que lo es, aunque tuviera un nombre distinto, de este pueblo que durante los meses de calor se convierte en ciudad. Llegado ese punto, el de la instalación de las sombrillas, hay que tomarse una cerveza, porque para qué irse a otro lado cuando uno está a gusto aquí. Y es entonces cuando algunos de los parroquianos de la terraza de Ramón, pasan del café y la tostada con aceite a la cañita de cerveza. Sin solución de continuidad. Con naturalidad.

El sonido de las conversaciones está creciendo. Es como si a los tertulianos les costara el trabajo de un buen trecho del día, el curarse de las dudas que la noche transmite, y adquirieran, al fin, la seguridad necesaria como para opinar con la contundencia de quien sabe que tiene razón. O puede que en realidad lo que quieran es tener más razón que los coches, siempre gritones, al disputarse el pequeño espacio de la plaza de las Rosas, que hace de límite a la terraza de Ramón por el lado norte. Hoy el debate principal gira en torno a lo mismo que lo hizo ayer, y mañana será aún más igual. Hace días que siempre se acaba hablando de las nuevas sombrillas, y de cómo habría que marcar con tiza en el suelo gris plomo de la terraza, la silueta de las planchas que las hacen de soporte. Como lo hacen en las películas de detectives de la tele, con los muertos recién muertos, pendientes de recibir justicia. Y es que las sombrillas desplegadas, ésta al lado de aquella, y la otra pegada a la de más allá, ocupan todo el largo de la terraza con una precisión de laboratorio, y si las planchas del suelo no están en el sitio único y exacto que les corresponde, las alas de las sombrillas tropiezan torpemente las unas contra las otras, y entonces Ramón las tiene que plegar de nuevo, sacar el mástil del soporte, y desplazar las planchas que pesan más que un demonio, con el consiguiente deterioro en la salud de sus riñones que soportan tan enérgico trabajo. Todo ello, es lo que el rubio, uno de los de siempre en la terraza, dice que se llama científicamente método de prueba y error. Pero es una gran tontería, sigue diciendo el rubio, cometer errores cada día, cuando en un solo rato de remangarse la camisa dos o tres de ellos, cometerían los que se requieren en toda una vida. Eso sí, hace falta una tiza u otra cosa que deje huella en el suelo y que aguante el trajín diario de la terraza. Ramón no lo ve claro. Dice que lo de la tiza queda feo, pero en realidad no ha llegado a entender bien el principio de prueba y error que el rubio ha explicado, y eso le ha bloqueado en el resto del razonamiento. Sin embargo esta mañana, al levantarse de la cama, a Ramón le ha dado un pinchazo de dolor muy intenso por donde están los riñones, y ha decidido hacer acto de fe con la parte teórica, y aceptar la solución científica que el rubio propone desde hace días. Lo harán mañana a las 9 de la mañana. La alineación estará formada por Ramón, el rubio, y Tomás, que es primo de Ramón, y asiduo también a las reuniones de la terraza. La tertulia, en este mismo instante, celebra con una nueva ronda de cerveza la constatación de que el progreso existe. Y justo a continuación, el reloj de sol de la torre de la iglesia dirá que son las dos y media de la tarde. Y aunque nadie sepa leer ese código tan antiguo para medir el tiempo, todos entenderán que ya va siendo hora de ir a casa a comer, y se disolverá la reunión.

Ha llegado la chica de las gafas de sol de pasta verde. Viene de la playa atravesando el camino de los maizales, para luego subir la cuesta empedrada de la calle de La Marina, y cruzar la avenida Principal por el semáforo del ayuntamiento, que hoy sólo ofrece una actitud ámbar intermitente. Al final, termina por aparecer en la terraza por su esquina sureste. Hoy está verdaderamente sofocada porque el calor que hace es africano, y lo que suele ser un trecho para pasear, se ha convertido en una larga secuencia de sudores y fatigas. Ramón acude en su auxilio con una copa llena de cerveza con limón. Como hoy el calor apretaba, ha tenido la precaución de guardarle una copa helada en el congelador, y ella lo advierte, con alivio de náufrago rescatado, al ver el tono esmerilado en las paredes del recipiente.

Ramón necesita compartir con alguien los planes que hoy han sido maquinados por la cuadrilla acerca de la marca para las sombrillas en el pavimento de la terraza. Después de todo, la chica de las gafas de sol de pasta verde es un verdadero cliente. Los chicos no cuentan. Vendrían a la terraza a charlar con él, y a ayudarle, o a tratar de no estorbar, aunque todo estuviera fuera de su sitio, aunque Ramón tratara, sin proponérselo, de ofenderles intentando invitarles cada día. Por ello, hoy urge a su mujer para que la ensalada de canónigos y maíz, y el lenguado salgan rápido de la cocina. Ramón sabe que no se puede ir a dar palique a los clientes mientras comen, porque se les pone en una situación inconcreta, en la que no saben si mirar al plato o al contertulio, y en todo caso, se fuerza el ayuno del cliente, porque comer y hablar a un mismo tiempo es algo desordenado. Por otra parte, la chica de las gafas de sol de pasta verde, siempre saca un libro durante la hora de la comida, y eso es aún razón más importante para dejarla tranquila. Hoy ha sacado un libro nuevo de su bolsa de playa en la que caben tantas cosas. Lo han comentado Ramón y su mujer que conocían bien las tapas de tonos vivos del que traía los últimos días. Hoy es un libro sobrio de un color gris monótono. Hoy la chica empieza un ensayo, le dice Ramón a su mujer cuando regresa de servir el lenguado. Y ella se pone seria en broma, y le amonesta por su comentario gratuito de quien habla por hablar. Él se delata con una risa. Ella, con un beso rápido, tras el cual, se pone a preparar el café cortado con sacarina.

Al final, Ramón no se ha decidido a darle palique a la chica de las gafas de sol de pasta verde, quien, tras pagar la cuenta, se aleja arrastrando un andar cansino y su bolsa de Mary Poppins por la calle de la Constitución, que fluye desde las proximidades de la terraza en dirección oeste. La ligera pendiente de la calle se vuelve rampa inclemente al ritmo de un sol que cae con una verticalidad geométrica y cruel. Tras ella, sólo un ruidoso grupo de jóvenes se resiste al recogimiento de sobremesa. Al cabo de quince minutos, el biorritmo de su conversación desciende, y desisten de contravenir la norma no escrita, y se marchan a algún otro sitio a descansar del verano.

Son las cuatro de la tarde: el momento de calor máximo. El canto de las chicharras abunda por doquier como si se alimentara de su propio eco, y se hace tenaz en boicotear la necesaria paz de la siesta. No hay coches en movimiento ni en la plaza de las Rosas ni en las calles adyacentes. Sólo alguno, de cuando en cuando, circula por la avenida Principal con un ruido que sugiere esfuerzo. Es como si los motores también fueran capaces de sudar hoy. Ramón aprovecha la ausencia de clientes para regar el suelo de la terraza. Lo hace sin miramientos y no discrimina al mobiliario circundante. Sillas y mesas acaban empapadas, al igual que el suelo. No merece la pena hacer distingos porque se secarán en cuestión de minutos. Pero a las sombrillas ni una gota. A ellas no, para evitar que el líquido elemento y el Sáhara importado a su superficie formen una clase de barrillo sobre la blanca tela, que ahora sería feo de mirar, y luego, malo de quitar. Un poco antes de que den las cinco suele levantarse una leve brisa que alivia el bochorno reinante. Ramón, sentado en una de las mesas de la terraza para descansar unos minutos, la percibe, puntual, por su espalda, viniendo por la calle del Doctor Enríquez, que es una vía pequeña y adoquinada que discurre al este de la terraza, y que desemboca en oblicuo a la avenida Principal. Ramón se pregunta a menudo qué clase de mecanismo de la naturaleza hace que el aire nacido en el mar desde el este, llegue a su terraza por el sur. Será que el caótico dibujo urbanístico del pueblo, pone a prueba la inteligencia del viento, y éste, resuelve el laberíntico problema encontrando siempre la misma trayectoria entre las desdibujadas fachadas de los edificios de colores: la que da a la terraza de Ramón.

Ramón y su mujer aprovechan el rato de siesta a la que han sucumbido el pueblo y sus moradores, para comer. La mujer de Ramón dedica a ello el tiempo estrictamente necesario, que es muy poco porque quiere dejar la cocina limpia antes de irse a casa, donde otros trabajos domésticos esperan. Luego, volverá al chiringuito de la terraza para volver a ensuciarla. Cada año es así, y así está asumido. Por largo que pudiera parecer un día, cuando en su transcurso el sol cumple con lo que de él se espera, no hay tiempo para ninguna tarea que no esté encaminada a hacer realidad el dicho de que el verano es tiempo de hacer el agosto. Ya vendrán luego las estaciones de poderse aburrir uno.

La mujer de Ramón se encontrará de nuevo entre fogones hacia las ocho de la tarde, la hora en que la torre de la iglesia empieza a adquirir un tono ocre que no es propio de la piedra con la que se construyó, sino de la luz que el día arroja sobre ella, incluido el trozo que ocupa su ininteligible reloj de sol. Los parroquianos empiezan a sentir que les cabrían en el estómago unas tapitas, con las que adornar el rato de charla de la terraza. Algunos de ellos, despejan la mala conciencia de haber traicionado los consejos médicos del invierno abandonándose a los placeres veraniegos, diciéndose a sí mismos “con esto ya he cenado”. Sobre todo Don Ignacio. Un setentón de más de cien kilos, que no perdona su presencia en la terraza ni una sola tarde en lo que va de San Casto a San Agustín. A mitad de camino, el día de su santo, que es precisamente hoy, Don Ignacio suele invitar a lo que haya consumido a todo aquel que encuentra desprevenido en la terraza. Como quiera que la ceremonia se celebra con una puntualidad británica, Tomás, el rubio y los demás de la cuadrilla, suelen retrasar su cita en la terraza para que la invitación de Don Ignacio les pille recién estrenada la primera cerveza. Otro comportamiento, advertidos como están de la inevitabilidad del hecho, les parecería abusar de la generosidad del viejo.

Con la última campanada de las nueve de la tarde, el reloj de sol de la torre de la Iglesia comienza su periodo de descanso. Todavía hay luz, pero es de la que rebota en la concavidad de este cielo mediterráneo. Es el resplandor del atardecer que duda en este momento sobre cuál es su verdadera naturaleza: día o noche. Algunos de los habitantes de la terraza miran su reloj. Miden la velocidad de sus actos para acompasarla al tiempo que falta para su cita con el cine de verano, que respeta los horarios anunciados siempre que puede, aunque nunca da pistas sobre qué influye y no en su capacidad para ser puntual. Los otros van sin prisa. El rato de asueto les durará todavía algún tiempo más. Para entonces, han hecho ya la fichada de inicio de jornada las farolas del ayuntamiento. Son las responsables del tercer turno de esta inacabable tarea de procreación de luz, sin la que el pueblo, y la terraza de Ramón con él, no serían más que algo parecido a un siniestro decorado de los que bien pudo haber imaginado la inquietud creativa de un maduro Bram Stoker.

Las farolas son Fernandinas. Al alcalde le pudo, hace apenas medio año, el argumento incontestable de Leandro, un concejal al que todos en el pueblo le reconocen el ser un tipo con luces, y más ahora, si cabe. Leandro le dijo al alcalde:”señor alcalde, no se arriesgue y ponga Fernandinas. Si se equivoca, lo habrá hecho a la vez que media España, y eso siempre será equivocarse menos”. La mujer de Leandro coincide a diario en el mercado con la cuñada de Ramón, que lo es por ser hermana de su mujer, y es por esta tortuosa cadena de conexiones por la que los habituales de la terraza conocen la anécdota de la elección de las farolas. Tomás, el primo de Ramón, a veces es como los monos, que a menudo necesitan aprender muchas veces una misma cosa. Y esto se le manifiesta con el tema de las farolas, cuando dice de ellas que con el enorme número que debió fabricarse en 1832, seguro que ese año no hubo paro en el gremio de la forja. No fue hasta la cuarta vez que lo dijo, que el rubio desistió de explicarle pacientemente que las del pueblo tienen menos antigüedad que la balaustrada del paseo marítimo, que todavía huele a nueva cuando uno se recuesta con los codos sobre ella, para sentir la brisa del mar en el rostro, y disfrutar de la visión de su azul imposible.

Las despedidas duran, como siempre ocurre en todos los actos sociales, una eternidad. Eso piensa Ramón, a quien las fuerzas a eso de las doce de la noche se le han puesto ya en reserva, y los pensamientos le llevan con insistencia al plan para las sombrillas que ha urdido el rubio, y para el que consideraría beneficioso el hecho de estar bien descansado en el día de mañana. Sobre todo cuesta que arranque Pedrito, a quien algunos días los cubatas le sientan bien en lo cariñoso, pero mal en su capacidad para combinar la voluntad y motricidad necesarias para irse a casa a dormir. En esos casos, sólo la maternal charla de Paula, a la que la escena le pilla a mano cuando a esas horas pasa al lado de la terraza, logra disuadir a Pedrito de que se tome la última.

Con gusto invitaría Ramón a Paula a lo que ella quisiera tomar en agradecimiento a su ayuda de última hora, pero sólo le sirve un vaso de agua que es lo que ella le pide. Luego guarda la última silla, aun tibia por el calor corporal de Pedrito, y echa el cierre hasta mañana. Lo último que se oye antes de que todo sea noche y silencio, es el rítmico sonido de los afilados tacones que calza Paula caminando Doctor Enríquez abajo. Su figura se pierde por el recodo que hace la calle en dirección al Puerto Viejo. Allí, donde se dan cita los solitarios que cambian compañía por dinero, dirige sus pasos. Va a hacer su agosto. Otro distinto del que hace Ramón. Uno que no tiene sol ni sombrillas.


Febrero de 2010

viernes, 5 de febrero de 2010

La inexistente carta de un náufrago


A la gente a veces le da por pensar en tonterías. Tonterías significa, aquí, ocupar la mente con complicadas hipótesis sobre probables comportamientos en situaciones imposibles, o casi imposibles, que nunca se darán; y para las que cualquier reflexión nos lleva, indefectiblemente, a ningún sitio. A quien llega a manifestar una habilidad sobresaliente en este tipo de evasiones mentales, le decimos con frecuencia que tiene la cabeza llena de pájaros. Tal vez tratamos de ilustrar así su deseo de separarse del nivel de la tozuda realidad, que coincide normalmente con el del suelo. Tal vez.

Como yo soy también gente, queda perfectamente explicado que me vea atacado por esos insensatos accesos de fantasía, y ese fue el caso cuando la otra tarde paseaba por la playa. Vi entonces una botella que se acercaba flotando a la orilla, y me vino el recuerdo de una vez en la que traté de decidir con qué persona preferiría naufragar en el mar, en un hipotético naufragio que yo imaginaba de a dos, como las partidas de ajedrez. Pensé de inmediato que era la ocasión óptima para tener una historia de desenfrenada pasión con Halle Berry, pongamos por caso. O mejor dicho, con Halle Berry, nos pongamos como nos pongamos. Después me volví más primitivo, si cabe, y me acordé de Carlos Arguiñano. Él podría ofrecer algunas posibilidades, más allá de la ventaja obvia de ser un excelente cocinero. Tiene pinta de contar buenos chistes, y quien sabe si con el sol, el calor, el ambiente tropical, lo extremo de la situación, el este y el aquel, y si al tío le diera por quitarse la barba... pues eso.

Pero al final Julián pudo con todos. Julián es un compañero de la oficina con quien coincidí a diario, y durante varios meses, a la hora de la comida. Nunca de una manera tan determinante como en aquel tiempo, y gracias a él, me he cultivado en temas científicos de variadísima naturaleza. Llegué a comprender el principio por el que se rige el funcionamiento de un alternador, la producción de la energía eléctrica, la polea, los entresijos del teorema de Arquímedes, y aún el fenómeno de la resonancia mecánica sobre los cuerpos sólidos, ese que hace que en función del sentido e intensidad del viento, pueda un puente mecerse de manera sostenida hasta llegar a saltar en mil pedazos.

Sumando a la más que probable ocasión para la aplicación práctica de todo este vastísimo conocimiento en el contexto de una isla desierta, el hecho de que, además, Julián arregla los electrodomésticos de su casa sin necesidad de profesionales 24 horas (ni de menos horas tampoco); y teniendo en cuenta que intentar ponerle nervioso es como pretender dejar tumbado a un tentetieso; elemento éste fundamental para procurar la calma de quien se encuentra en una situación extrema; creo que mi elección estaba plenamente justificada. Cierto es que no habría lugar para la lujuria. Pero también es verdad que de otro modo, la relación entre ambos resultaría algo embarazosa cuando recuperáramos el ritmo normal de la oficina, después de nuestra aventura insular.

Entretanto, la botella arribó a la orilla. Me acerqué a recogerla con el convencimiento de que contenía la carta de un náufrago. Uno que pudiera dar testimonio de cómo se sirvió de la experiencia adquirida a fuerza de pensamientos aparentemente inútiles para sobrevivir en una isla desierta. Pero no. Sólo una deteriorada etiqueta de vino había en su interior. Quizá la misma que llegó a este mundo por el lado opuesto del cristal que ahora la encerraba. Comprendí que toda mi ensoñación era una gran tontería. El día que yo acabe por subir a un barco que haya de llevarme hacia un destino fatal, Julián no estará a bordo conmigo, eso seguro. Y entonces, claro, me arrepentiré de no haber elegido a Halle Berry.


Junio de 2004
Rev. en Septiembre de 2006

Nobody does it better


Antes, cuando tenía algunos años menos y todavía no se había inventado internet, ya me encantaba Carly Simon. Hablaría de la calidad de su voz, o del gusto interpretativo que siempre ha sido característico en ella, pero no diría, en realidad, nada nuevo. Lo cierto es que me encantaba en todos los sentidos, y no hay más nada que pueda yo explicar al respecto. Lo que tampoco se puede explicar es qué clase de lotería existe en este mundo nuestro, que reparte y reúne talento de manera tan aleatoria (si lo hace sin estar a lo que hay que estar) o poco solidaria (si es que encima lo hace a propósito), para haber juntado bajo un mismo techo y unas mismas sábanas a Carly Simon y a James Taylor. En fin, siempre le perdoné a James Taylor ser el afortunado flanco de Carly Simon. Puede que lo hiciera por ser otro cantante extraordinario, o quizá cuando vi que, al cabo de no muchos discos publicados, iba perdiendo su cabellera de manera vertiginosa.

He decidido poner en el blog alguna musiquilla de vez en cuando. Por ello dejo en esta entrada un rastro de la tremenda calidad de Carly Simon, a quien, por cierto, no hay nada que tenga yo que perdonarle, ni incluso cuando dice que "nobody does it better", con lo doloroso que resulta escucharle decir tal cosa, una vez que uno se convence de que no es el destinatario de semejante comentario.