Durante los meses de calor, la pequeña terraza del quiosco es un lugar delicioso donde tomar el fresco hasta las doce de la mañana; si bien, no es sólo que tomen el fresco lo que Ramón espera de los que se sientan allí. Y es que ni el quiosco ni Ramón pueden vivir de la compañía que reciben de sus clientes, si ésta no va acompañada de otro tipo de relación algo más mercantil. Luego, pasado el mediodía, el edificio que está al lado de la terraza va dejando que el sol se asome tras su descolorida fachada de color rojo, e invada con un rotundo despliegue de estío mediterráneo todo cuanto encuentra a su paso.
Durante mucho tiempo, las estrategias diseñadas por Ramón para combatir los estragos que produce el ciclo solar sobre su negocio, han venido subestimando el verdadero poder de su enemigo, y ello ha conducido a un gasto inútil de dinero para no terminar de resolver el problema. Pero ahora eso se acabó gracias a las sombrillas que ha comprado Ramón, y que son capaces de procurar una temperatura agradable a quien se sitúe bajo la influencia de su geometría cuadrangular. Cuando Ramón monta las sombrillas, la terraza adquiere un aspecto de caseta sevillana, y todas las mesas quedan al abrigo del sol. Aunque el frescor de la primera hora de la mañana ha sido, para entonces, secuestrado, las cervezas ya no hierven, ni se enciende de fuego el brillante metal de las sillas, ni el blanco de las páginas de un libro se vuelve hostil devolviendo cegueras donde antes entregaba historias de amor. O de aventuras. O quién sabe si no son una misma cosa.
Sin necesidad de poner nuestra voluntad en la tarea, vamos identificando las sucesivas metamorfosis del día. Quizá nos ayude a ello el aspecto cambiante de las sombras en su cortedad y lento transitar de un puñado de horas, y cuyo esplendor y gracilidad sólo se manifiestan al final de su vida, cuando alcanzan al mismísimo horizonte; o los ojos que se nos achican a medida que el ambiente se hace más níveo, o el ruido de los coches, más reivindicativo del espacio acústico, a ratos, y a ratos menos. Parece que todo se mueve al ritmo que marca el reloj de sol de la torre de la iglesia, que está justo enfrente de la terraza de Ramón, y al otro lado de la transitada avenida Principal, y que lo es, aunque tuviera un nombre distinto, de este pueblo que durante los meses de calor se convierte en ciudad. Llegado ese punto, el de la instalación de las sombrillas, hay que tomarse una cerveza, porque para qué irse a otro lado cuando uno está a gusto aquí. Y es entonces cuando algunos de los parroquianos de la terraza de Ramón, pasan del café y la tostada con aceite a la cañita de cerveza. Sin solución de continuidad. Con naturalidad.
El sonido de las conversaciones está creciendo. Es como si a los tertulianos les costara el trabajo de un buen trecho del día, el curarse de las dudas que la noche transmite, y adquirieran, al fin, la seguridad necesaria como para opinar con la contundencia de quien sabe que tiene razón. O puede que en realidad lo que quieran es tener más razón que los coches, siempre gritones, al disputarse el pequeño espacio de la plaza de las Rosas, que hace de límite a la terraza de Ramón por el lado norte. Hoy el debate principal gira en torno a lo mismo que lo hizo ayer, y mañana será aún más igual. Hace días que siempre se acaba hablando de las nuevas sombrillas, y de cómo habría que marcar con tiza en el suelo gris plomo de la terraza, la silueta de las planchas que las hacen de soporte. Como lo hacen en las películas de detectives de la tele, con los muertos recién muertos, pendientes de recibir justicia. Y es que las sombrillas desplegadas, ésta al lado de aquella, y la otra pegada a la de más allá, ocupan todo el largo de la terraza con una precisión de laboratorio, y si las planchas del suelo no están en el sitio único y exacto que les corresponde, las alas de las sombrillas tropiezan torpemente las unas contra las otras, y entonces Ramón las tiene que plegar de nuevo, sacar el mástil del soporte, y desplazar las planchas que pesan más que un demonio, con el consiguiente deterioro en la salud de sus riñones que soportan tan enérgico trabajo. Todo ello, es lo que el rubio, uno de los de siempre en la terraza, dice que se llama científicamente método de prueba y error. Pero es una gran tontería, sigue diciendo el rubio, cometer errores cada día, cuando en un solo rato de remangarse la camisa dos o tres de ellos, cometerían los que se requieren en toda una vida. Eso sí, hace falta una tiza u otra cosa que deje huella en el suelo y que aguante el trajín diario de la terraza. Ramón no lo ve claro. Dice que lo de la tiza queda feo, pero en realidad no ha llegado a entender bien el principio de prueba y error que el rubio ha explicado, y eso le ha bloqueado en el resto del razonamiento. Sin embargo esta mañana, al levantarse de la cama, a Ramón le ha dado un pinchazo de dolor muy intenso por donde están los riñones, y ha decidido hacer acto de fe con la parte teórica, y aceptar la solución científica que el rubio propone desde hace días. Lo harán mañana a las 9 de la mañana. La alineación estará formada por Ramón, el rubio, y Tomás, que es primo de Ramón, y asiduo también a las reuniones de la terraza. La tertulia, en este mismo instante, celebra con una nueva ronda de cerveza la constatación de que el progreso existe. Y justo a continuación, el reloj de sol de la torre de la iglesia dirá que son las dos y media de la tarde. Y aunque nadie sepa leer ese código tan antiguo para medir el tiempo, todos entenderán que ya va siendo hora de ir a casa a comer, y se disolverá la reunión.
Ha llegado la chica de las gafas de sol de pasta verde. Viene de la playa atravesando el camino de los maizales, para luego subir la cuesta empedrada de la calle de La Marina, y cruzar la avenida Principal por el semáforo del ayuntamiento, que hoy sólo ofrece una actitud ámbar intermitente. Al final, termina por aparecer en la terraza por su esquina sureste. Hoy está verdaderamente sofocada porque el calor que hace es africano, y lo que suele ser un trecho para pasear, se ha convertido en una larga secuencia de sudores y fatigas. Ramón acude en su auxilio con una copa llena de cerveza con limón. Como hoy el calor apretaba, ha tenido la precaución de guardarle una copa helada en el congelador, y ella lo advierte, con alivio de náufrago rescatado, al ver el tono esmerilado en las paredes del recipiente.
Ramón necesita compartir con alguien los planes que hoy han sido maquinados por la cuadrilla acerca de la marca para las sombrillas en el pavimento de la terraza. Después de todo, la chica de las gafas de sol de pasta verde es un verdadero cliente. Los chicos no cuentan. Vendrían a la terraza a charlar con él, y a ayudarle, o a tratar de no estorbar, aunque todo estuviera fuera de su sitio, aunque Ramón tratara, sin proponérselo, de ofenderles intentando invitarles cada día. Por ello, hoy urge a su mujer para que la ensalada de canónigos y maíz, y el lenguado salgan rápido de la cocina. Ramón sabe que no se puede ir a dar palique a los clientes mientras comen, porque se les pone en una situación inconcreta, en la que no saben si mirar al plato o al contertulio, y en todo caso, se fuerza el ayuno del cliente, porque comer y hablar a un mismo tiempo es algo desordenado. Por otra parte, la chica de las gafas de sol de pasta verde, siempre saca un libro durante la hora de la comida, y eso es aún razón más importante para dejarla tranquila. Hoy ha sacado un libro nuevo de su bolsa de playa en la que caben tantas cosas. Lo han comentado Ramón y su mujer que conocían bien las tapas de tonos vivos del que traía los últimos días. Hoy es un libro sobrio de un color gris monótono. Hoy la chica empieza un ensayo, le dice Ramón a su mujer cuando regresa de servir el lenguado. Y ella se pone seria en broma, y le amonesta por su comentario gratuito de quien habla por hablar. Él se delata con una risa. Ella, con un beso rápido, tras el cual, se pone a preparar el café cortado con sacarina.
Al final, Ramón no se ha decidido a darle palique a la chica de las gafas de sol de pasta verde, quien, tras pagar la cuenta, se aleja arrastrando un andar cansino y su bolsa de Mary Poppins por la calle de la Constitución, que fluye desde las proximidades de la terraza en dirección oeste. La ligera pendiente de la calle se vuelve rampa inclemente al ritmo de un sol que cae con una verticalidad geométrica y cruel. Tras ella, sólo un ruidoso grupo de jóvenes se resiste al recogimiento de sobremesa. Al cabo de quince minutos, el biorritmo de su conversación desciende, y desisten de contravenir la norma no escrita, y se marchan a algún otro sitio a descansar del verano.
Son las cuatro de la tarde: el momento de calor máximo. El canto de las chicharras abunda por doquier como si se alimentara de su propio eco, y se hace tenaz en boicotear la necesaria paz de la siesta. No hay coches en movimiento ni en la plaza de las Rosas ni en las calles adyacentes. Sólo alguno, de cuando en cuando, circula por la avenida Principal con un ruido que sugiere esfuerzo. Es como si los motores también fueran capaces de sudar hoy. Ramón aprovecha la ausencia de clientes para regar el suelo de la terraza. Lo hace sin miramientos y no discrimina al mobiliario circundante. Sillas y mesas acaban empapadas, al igual que el suelo. No merece la pena hacer distingos porque se secarán en cuestión de minutos. Pero a las sombrillas ni una gota. A ellas no, para evitar que el líquido elemento y el Sáhara importado a su superficie formen una clase de barrillo sobre la blanca tela, que ahora sería feo de mirar, y luego, malo de quitar. Un poco antes de que den las cinco suele levantarse una leve brisa que alivia el bochorno reinante. Ramón, sentado en una de las mesas de la terraza para descansar unos minutos, la percibe, puntual, por su espalda, viniendo por la calle del Doctor Enríquez, que es una vía pequeña y adoquinada que discurre al este de la terraza, y que desemboca en oblicuo a la avenida Principal. Ramón se pregunta a menudo qué clase de mecanismo de la naturaleza hace que el aire nacido en el mar desde el este, llegue a su terraza por el sur. Será que el caótico dibujo urbanístico del pueblo, pone a prueba la inteligencia del viento, y éste, resuelve el laberíntico problema encontrando siempre la misma trayectoria entre las desdibujadas fachadas de los edificios de colores: la que da a la terraza de Ramón.
Ramón y su mujer aprovechan el rato de siesta a la que han sucumbido el pueblo y sus moradores, para comer. La mujer de Ramón dedica a ello el tiempo estrictamente necesario, que es muy poco porque quiere dejar la cocina limpia antes de irse a casa, donde otros trabajos domésticos esperan. Luego, volverá al chiringuito de la terraza para volver a ensuciarla. Cada año es así, y así está asumido. Por largo que pudiera parecer un día, cuando en su transcurso el sol cumple con lo que de él se espera, no hay tiempo para ninguna tarea que no esté encaminada a hacer realidad el dicho de que el verano es tiempo de hacer el agosto. Ya vendrán luego las estaciones de poderse aburrir uno.
La mujer de Ramón se encontrará de nuevo entre fogones hacia las ocho de la tarde, la hora en que la torre de la iglesia empieza a adquirir un tono ocre que no es propio de la piedra con la que se construyó, sino de la luz que el día arroja sobre ella, incluido el trozo que ocupa su ininteligible reloj de sol. Los parroquianos empiezan a sentir que les cabrían en el estómago unas tapitas, con las que adornar el rato de charla de la terraza. Algunos de ellos, despejan la mala conciencia de haber traicionado los consejos médicos del invierno abandonándose a los placeres veraniegos, diciéndose a sí mismos “con esto ya he cenado”. Sobre todo Don Ignacio. Un setentón de más de cien kilos, que no perdona su presencia en la terraza ni una sola tarde en lo que va de San Casto a San Agustín. A mitad de camino, el día de su santo, que es precisamente hoy, Don Ignacio suele invitar a lo que haya consumido a todo aquel que encuentra desprevenido en la terraza. Como quiera que la ceremonia se celebra con una puntualidad británica, Tomás, el rubio y los demás de la cuadrilla, suelen retrasar su cita en la terraza para que la invitación de Don Ignacio les pille recién estrenada la primera cerveza. Otro comportamiento, advertidos como están de la inevitabilidad del hecho, les parecería abusar de la generosidad del viejo.
Con la última campanada de las nueve de la tarde, el reloj de sol de la torre de la Iglesia comienza su periodo de descanso. Todavía hay luz, pero es de la que rebota en la concavidad de este cielo mediterráneo. Es el resplandor del atardecer que duda en este momento sobre cuál es su verdadera naturaleza: día o noche. Algunos de los habitantes de la terraza miran su reloj. Miden la velocidad de sus actos para acompasarla al tiempo que falta para su cita con el cine de verano, que respeta los horarios anunciados siempre que puede, aunque nunca da pistas sobre qué influye y no en su capacidad para ser puntual. Los otros van sin prisa. El rato de asueto les durará todavía algún tiempo más. Para entonces, han hecho ya la fichada de inicio de jornada las farolas del ayuntamiento. Son las responsables del tercer turno de esta inacabable tarea de procreación de luz, sin la que el pueblo, y la terraza de Ramón con él, no serían más que algo parecido a un siniestro decorado de los que bien pudo haber imaginado la inquietud creativa de un maduro Bram Stoker.
Las farolas son Fernandinas. Al alcalde le pudo, hace apenas medio año, el argumento incontestable de Leandro, un concejal al que todos en el pueblo le reconocen el ser un tipo con luces, y más ahora, si cabe. Leandro le dijo al alcalde:”señor alcalde, no se arriesgue y ponga Fernandinas. Si se equivoca, lo habrá hecho a la vez que media España, y eso siempre será equivocarse menos”. La mujer de Leandro coincide a diario en el mercado con la cuñada de Ramón, que lo es por ser hermana de su mujer, y es por esta tortuosa cadena de conexiones por la que los habituales de la terraza conocen la anécdota de la elección de las farolas. Tomás, el primo de Ramón, a veces es como los monos, que a menudo necesitan aprender muchas veces una misma cosa. Y esto se le manifiesta con el tema de las farolas, cuando dice de ellas que con el enorme número que debió fabricarse en 1832, seguro que ese año no hubo paro en el gremio de la forja. No fue hasta la cuarta vez que lo dijo, que el rubio desistió de explicarle pacientemente que las del pueblo tienen menos antigüedad que la balaustrada del paseo marítimo, que todavía huele a nueva cuando uno se recuesta con los codos sobre ella, para sentir la brisa del mar en el rostro, y disfrutar de la visión de su azul imposible.
Las despedidas duran, como siempre ocurre en todos los actos sociales, una eternidad. Eso piensa Ramón, a quien las fuerzas a eso de las doce de la noche se le han puesto ya en reserva, y los pensamientos le llevan con insistencia al plan para las sombrillas que ha urdido el rubio, y para el que consideraría beneficioso el hecho de estar bien descansado en el día de mañana. Sobre todo cuesta que arranque Pedrito, a quien algunos días los cubatas le sientan bien en lo cariñoso, pero mal en su capacidad para combinar la voluntad y motricidad necesarias para irse a casa a dormir. En esos casos, sólo la maternal charla de Paula, a la que la escena le pilla a mano cuando a esas horas pasa al lado de la terraza, logra disuadir a Pedrito de que se tome la última.
Con gusto invitaría Ramón a Paula a lo que ella quisiera tomar en agradecimiento a su ayuda de última hora, pero sólo le sirve un vaso de agua que es lo que ella le pide. Luego guarda la última silla, aun tibia por el calor corporal de Pedrito, y echa el cierre hasta mañana. Lo último que se oye antes de que todo sea noche y silencio, es el rítmico sonido de los afilados tacones que calza Paula caminando Doctor Enríquez abajo. Su figura se pierde por el recodo que hace la calle en dirección al Puerto Viejo. Allí, donde se dan cita los solitarios que cambian compañía por dinero, dirige sus pasos. Va a hacer su agosto. Otro distinto del que hace Ramón. Uno que no tiene sol ni sombrillas.
Febrero de 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario