Si mañana el Tribunal Supremo, en relación al caso que instruye contra Baltasar Garzón a propósito de las actuaciones que dicho juez realizó en la investigación de los llamados “crímenes del franquismo”, emitiera un fallo de culpabilidad por un delito de prevaricación; y si, como consecuencia de tal fallo, el acusado resultara inhabilitado para el ejercicio de la jurisdicción, o de él se derivaran cualesquiera otras sanciones o penas contra su persona; entonces yo, a pesar de todo, seguiría teniendo fe en las Instituciones del Estado, en los jueces y fiscales, en la robustez y garantías de nuestro régimen democrático, y en todas las buenas consecuencias que se derivan de tales conceptos. Pero me iría a dormir con un tremendo vacío vital y una inevitable sensación de derrota.
Y es que comprendo perfectamente que el Tribunal Supremo atienda a su responsabilidad de tramitar los asuntos que, ateniéndose a los requisitos formales establecidos, les lleguen para ser resueltos en sus salas. Y aún puedo creer que el juez Garzón haya podido actuar sin la requerida prudencia en determinadas cuestiones en las que las formas son importantes. Pero es que la acusación a Garzón es la de prevaricación, y no acabo de ver qué hay de injusto en resolver, de una vez por todas, la ansiedad de muchas familias que un día perdieron el contacto con alguno de sus miembros, sin que los poderes protectores del Estado hayan sido capaces de dar respuesta a la incertidumbre sobre su paradero. Muchos opinan que no hay que desenterrar a los muertos, y yo entiendo que eso puede ser verdad para los muertos de hace cuatrocientos años, pero pregunto ¿qué sociedad que podamos considerar cercana en hábitos y valores a la nuestra, vería con naturalidad extraviar a aquellos muertos cuyos hijos aún están entre nosotros?
Me pierdo en asuntos de técnica jurídico-procesal, pero intuyo que este asunto no será sota, caballo y rey en ese terreno, cuando muchas personas expertas no acaban de ponerse de acuerdo en la calificación de la actuación de Baltasar Garzón. Oigo y leo en los medios de comunicación que uno de los factores clave en los que se fundamenta la acusación a Garzón es la existencia de la Ley de Amnistía promulgada en España en el año 1977. Pero no puedo entender, desde mi intuición, cómo se puede amnistiar a alguien que no ha sido previamente condenado por algún delito. Esa es la cuestión determinante. Nadie, después de un ejercicio mínimo de reflexión, puede pensar que la intención del juez juzgado era la de encarcelar a alguien como consecuencia de este proceso. Claro que no. Lo importante es calificar penalmente las desapariciones, aún cuando no exista la posibilidad de imponer pena alguna a sus autores. Entre otros motivos, por el de que la mayoría de ellos ya no están vivos. Desde un punto de vista legal, la situación de cualquiera de las personas cuyo paradero tratan de esclarecer sus familias presentando demandas en la Audiencia Nacional (esto es importante. Todavía hay quien cree que Garzón no actuó a instancia de parte, sino que se levantó un buen día, y se vio asaltado por un irrefrenable impulso de convertirse en el justiciero del antifaz) es el limbo, ni más ni menos. No se sabe si emigraron a las Vegas a ganarse la vida en las mesas de juego, o al África austral movidos por la solidaridad con los más desfavorecidos, o si fueron asesinados por ser titulares de un pensamiento inconveniente en un momento inoportuno. Pero hay demasiados indicios acerca de qué pudo haber pasado con ellos.
Yo no creo que haya que abolir la Ley de Amnistía del año 1977, como parece que ha sugerido al gobierno español alguna institución internacional, para allanar a nadie su camino hacia la cárcel. Creo en la importancia de las decisiones difíciles que se tomaron en aquel momento, y creo que volver a cuestionarlas podría representar un cierto retroceso en la consolidación del modelo político que hemos elegido para España. Pero si mañana, o cualquier otro día, entonces aciago, el Tribunal Supremo condenara a Garzón, seguramente estaríamos ante un escrupuloso respeto a la aplicación formal de las leyes, sin haber llegado al fondo de la cuestión. Ni al de las furtivas y apresuradas zanjas en las que todavía quedan muertos. Muertos que fueron depositados allí, al amparo de ninguna ley.
Febrero de 2010
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