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Hace algún tiempo escuché una canción tradicional gallega, en versión de Carlos Núñez, que llevaba por título "Aires de Pontevedra". Era un tema grandioso, lleno de gaitas poderosas, que ponía la carne de gallina y evocaba escenas épicas en las tierras de Escocia. Ha pasado ya algún tiempo desde aquel descubrimiento, y tras una reflexión no muy profunda, he llegado a la conclusión de que yo nunca seré protagonista de tales epopeyas. Puede que fuera la aceptación de esta verdad, más que probable, la que me empujó el pasado sábado, a poner la canción a todo trapo en el reproductor de CD’s de la cocina, y a acompañar su audición con un buen whisky, escocés claro, para quedar de este modo, puede que algo tangencial, vinculado a los lances que la canción me sugiere.
Tras escucharla un par de veces, seguí con el resto del disco, y luego otro disco más, y otro de Hevia después; todo ello mientras me entretenía leyendo algunos títulos que encontré a mano sobre las encimeras cercanas: el folleto del Telepizza con la descripción detallada de sus especialidades; los calendarios de los fontaneros 24 horas, que sólo acuden en aquellas de las 24 que coincidan con su jornada de trabajo; un manual de uso del micro ondas que resulta que tiene grill, y bueno es saberlo, supongo; y algunos otros documentos literarios de los que poco recuerdo guardo.
Lo cierto es que ya iba por el tercer whisky cuando pensé que teniendo la música y la bebida, no estaba ya tan lejos del pleno cultural escocés. Sólo me hacía falta el traje. Decidí que era posible hacerse con él. Primero sustraje del armario de mi hija una falda de las del cole que es de tela escocesa. Como no me iba a caber, localicé unos imperdibles, que maldito el vacilón que les puso ese nombre, nada descriptivo porque nunca están en ningún sitio y tardas siempre un montón en encontrarlos. Cerré entonces la falda entorno a mi cintura con un trapo de cocina de generosísimas dimensiones (¿habré engrosado yo en las últimas semanas?) y dos imperdibles haciendo de puente entre los extremos de éste y los de aquella. Una camisa blanca de las que uso para la oficina fue suficiente para el torso, y terminé con unas medias altas del antiguo equipo de fútbol sala de la liga del barrio, que estaban poco o nada usadas, porque poco o nada usado estaba yo por parte del equipo. Eché de menos alguna borlita, a lo boy scout, para acompañar a las medias, pero finalmente me alegré de no tenerla para así no verme obligado a buscar más imperdibles. Un par de zapatos negros con cordones me dieron ya la solemnidad necesaria, además de un medallón que me colgué con hilo de bramante al cuello, y para el que una de esas tapas de los contadores de agua que encontré por ahí tirada hizo de oportuna emulación.
Como quiera que el whisky estaba bueno, decidí hacerle los honores una vez más.
Volví a poner "Aires de Pontevedra", y comencé mi danza. Aunque al principio me limité a colocar los brazos en jarras, y a ponerme y quitarme de puntillas, alternativamente, al ritmo de la música, luego, el crescendo de la obra y quizá también el whisky, me envalentonaron de modo tal que empecé a prodigarme en el ejercicio de saltitos en vertical a una pierna, mientras la contraria se cruzaba graciosamente por delante y por detrás observando una ligera flexión por la rodilla.
Vigilaba mis evoluciones en el reflejo del cristal de la puerta del tendedero, y aún con el confuso ambiente que se había creado hacía tiempo en mis neuronas, comprendí que el concurso de un coreógrafo (a ser posible de Glasgow) en mi representación, hubiera dado a la misma una mayor credibilidad. A pesar de todo, y cuando las gaitas, los tambores, las bombardas y toda la potencia musical estaban en su punto álgido, intenté un salto en desplazamiento lateral sin giro del cuerpo, de esos en los que se cae con la pierna contraria a la de batida, mientras está última en su vuelo, se recoge elegantemente para acabar aterrizando en paralelo a su compañera. Todo esto manteniendo los brazos en su posición original de en jarras. La idea no fue mala, pero el dintel de la puerta de la cocina, por mor de su corta estatura, se interpuso en mi trayectoria tropezando aparatosamente contra mi cabeza.
Me caí al suelo y miré al dintel con odio, sopesando agredirle a la que pudiera recuperar la verticalidad; y ello por mucho que en estos casos, sea más justo autocensurarse uno por bobo, antes que culpar de nuestras cuitas al dintel. Pero claro... tú verás.
En todo caso, no pude concluir una decisión sobre mi actitud hacia el dintel porque sonó el timbre de la puerta de casa, que dista apenas un par de metros de la cocina. No esperaba visita, de manera que me acerqué a abrir con una cierta extrañeza. Era el nuevo vecino del piso de abajo, quién, tras un silencio calculadamente prolongado, me dijo: -¿qué, Mel Gibson, para cuando se terminan los golpecitos en el suelo?
Cuando le vi el otro día revoloteando alrededor del camión de la mudanza, no sospeché que fuera a conocerle en ambiente tan singularmente espirituoso, y al ritmo de gaitas y tambores.
Febrero de 2004
Rev. en marzo de 2006
Rev. en octubre de 2008
No me canso de leerlo.
ResponderEliminarGracias amigo. Este empieza a ser ya un clásico. La cocina de mi casa de ahora no me permitiría ese despliegue festivo-escocés. O sea, ese McCachondeo...
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