estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



martes, 26 de octubre de 2010

El refugio de los cobardes


Los primeros cobardes entraron en la cueva muy despacio. Encendieron todas las teas que tenían para prevenir el ataque de algún oso cavernícola. Poco a poco, se acomodó su vista a la oscuridad y resolvieron instalarse allí pues parecía un lugar seguro, templado y seco. Los que quedaron fuera, miraron a la cueva y a sus colonizadores con desdén, y después se alejaron para seguir viviendo a su modo, que era el de los más fuertes. Pero el entorno también era fuerte y fue diezmándolos con sus armas tradicionales. Las mismas que inundaban las vaguadas y aniquilaban la espesura, soplando desde donde la gran luciérnaga mira cuando reina la oscuridad. Un día, el rinoceronte atacó a uno de los mejores de entre los habitantes del espacio abierto, causándole grandes heridas, y dejándole medio muerto e inmóvil al borde de la vereda que subía a las rocas. Los cobardes salieron a buscarle y le llevaron a la cueva. Allí, le limpiaron las heridas, le dieron abrigo y le devolvieron la salud. Luego volvió con los suyos. No supo expresar gratitud, porque sólo le cabía la vergüenza.

En la siguiente estación enfermó el vástago del jefe de las hordas del espacio abierto. Su madre comprendió que el frío y la humedad se lo llevarían sin remedio, y ella se lo llevó antes por el camino que llegaba hasta la cueva. Antes de partir, miró a su compañero y éste humilló la mirada y les cubrió con su propia piel de oso. Después, el jefe entregó su báculo, el que lo distinguía como el más fuerte y sabio, y siguió las huellas que los suyos habían dejado en la nieve.

La siguiente estación fue aún más inclemente, y el vigor de los miembros del grupo se fue secando como los arroyos en verano. Una noche, los hombres pensaron que la vergüenza sólo existía si había quien se avergonzara de ellos. Entonces decidieron engrosar el grupo de los cobardes. En la cueva, la tribu prosperó y se hizo grande otra vez. Pero entonces vino la carestía de la comida; y ni el mismísimo rinoceronte que reinaba en las tierras que limitan con el horizonte, estuvo a salvo de la necesidad, a pesar de su fortaleza y tamaño.

Los primeros cobardes trajeron los tallos de unas plantas que habían germinado a su cuidado y al de las lluvias de otoño. Los demás les miraron con desprecio. Habían vuelto a traicionar a la tradición.



Ilustración de Tedejo
http://tedejo3.wordpress.com/cuicuilco-la-historia-desconocida-de-america/



Noviembre de 2004
Rev. en Septiembre de 2005

sábado, 9 de octubre de 2010

El tiempo inmóvil


Pedro siempre ha estado aquí desde que tengo recuerdo de este sitio. Luce muchas canas, pero no más de las que tenía ya desde hace un buen montón de años. Cree que todas le han salido detrás de la barra y no es así. Es sólo que no se acuerda bien, porque no existe en su memoria nada que no haya sucedido en este bar que es su casa. Creo que se encuentra institucionalizado (*) aquí.

El bar de Pedro es de esos locales que uno no consigue asociar al concepto de “rentabilidad”, porque resulta imposible que quepa en ellos ni siquiera el más inestable equilibrio entre gastos e ingresos, sólo a fuerza de las visitas de algunos incondicionales. Si Pedro tuviera que elegir entre la calificación de “hobby” o la de “negocio” en relación a la existencia de su bar, creo que lo echaría a suertes.

En este lugar, lo que pasó ayer no es distinto de lo que está pasando hoy, y mañana será aún menos distinto todavía. Aquí las cosas son inmutables. Es como si se hubieran congelado y nunca cambiaran de aspecto ni se hicieran más viejas. El tiempo ha estado pasando tan despacio, que finalmente perdió su inercia, y ya ni pasa.

Hay una parroquiana que siempre viene a tomarse su café, acompañada de cuatro perros iguales excepto por el color del pelo, que es blanco en dos de ellos, y negro en los otros dos. A veces mi pensamiento se extravía y se me queda absorto en los perros, calculando que con otros 60 más, podría formarse un tablero de ajedrez. Completamente inútil, ya que los condenados no paran quietos. Se trata de animales más bien pequeños, y yo veo que después de tanto tiempo no han crecido nada. Aunque bien podría ser que hubieran sido golpeados por el parón del tiempo, Pedro dice que es que son así, que esta raza de perro es de no crecer.

Existe otro tipo habitual al que no he conseguido escuchar palabra. Sé por Pedro que no padece ningún defecto físico en el habla, pero nunca dice nada. En realidad no lo necesita porque siempre bebe lo mismo, sabe dónde está el lavabo y conoce los precios de las cosas que tiene que pagar. Puede ser que su escasa generosidad en la expresión oral, sea impulsada por esa estrafalaria teoría, de cierto éxito entre personas supersticiosas, según la cual, muchos actos cotidianos que se realizan de forma repetitiva, están limitados por cuotas de producción que no pueden ser excedidas, y que están impuestas por no se sabe qué principio físico, económico o fatalista. O quizá no es que piense que se le pueden acabar gastando todas las palabras, sino que ya dijo todas las que merecía la pena ser dichas. Entonces sería un escéptico o algo así.

Resulta como si todos estos personajes de tonalidad cromática anterior al Cinemascope tuvieran sentido sólo en función de su pertenencia al bar. Son parte de él, y están mimetizados con la lentitud que adopta aquí el tiempo como forma de expresión. Cuando pienso en ellos, tengo algo parecido a un sentimiento de lástima. La vida es, debe ser, más intensa. Y abarcar una diversidad de situaciones, momentos y contrastes. Esto es lo que pensaba yo hasta el día de hoy.

A la hora del vermut, Pedro me ha dicho que un amigo suyo que tiene una buena cámara fotográfica va a venir mañana a hacer una “foto de familia” en el bar. Es su intención colgarla orgullosamente en el sitio más principal que encuentre, como en esos locales que tienen las paredes llenas de famosos que pasaron por sus salas. Me ha rogado que no falte, porque pocos tienen tanto derecho como yo - ha añadido - a salir en esa foto.



(*) En la película Cadena Perpetua, el personaje encarnado por Morgan Freeman, decía de algunos presos con los que compartía condena; que llevaban tanto tiempo en la prisión, que para ellos ya no era posible concebir otro mundo que no fuera el que había dentro de los muros de aquella. Esos presos estaban “institucionalizados”.



Febrero de 2004
Rev. en Noviembre de 2005

martes, 5 de octubre de 2010

Todos los caminos llevan a Roma


El pasado 29 de septiembre hubo una Huelga General en España, a la que, si nos dedicamos a escuchar con cierta atención las distintas opiniones que se vertieron sobre ella antes de que se produjera (después, se ha hecho un silencio absoluto y mágico, como nunca antes se vio en relación a un hecho de tanta relevancia), aún no sabemos dar una interpretación que pudiera ser más o menos consensuada por la mayoría, y que nos sirviera, por tanto, para ilustrar los libros de Historia.

Nuestro Gobierno lleva un par de años dando “palos de ciego” en su intento por combatir esta crisis inmisericorde que nos está pasando por encima como si de un tsunami se tratara. Pero seamos justos: Los gobiernos de otras naciones equiparables a la nuestra en desarrollo y organización económicos, han estado en una situación muy parecida. A lo sumo, ellos daban “palos de tuerto” si aceptamos, y justo es hacerlo, que aquí la ceguera se nos vino antes por culpa de los calendarios electorales. Me parece que eso ya no lo discute nadie.

Lo cierto es que arrastrando esta situación desde hace tantos meses, puede que hasta el Gobierno se dé por bien parado con una sola Huelga General. O sea, que el que más y el que menos de los que se sientan en la mesa del Consejo de Ministros debe pensar (eso sí, por lo bajini): “Los sindicatos nos han dado ya mucha cancha, probablemente más de la que hubieran dado a algún otro”. Si a esto le añadimos que se ha alcanzado un acuerdo de servicios mínimos en materia de transporte, al menos en lo que a las competencias estatales se refiere, que es algo que a uno se le antoja un pelín contra natura en una situación de Huelga General; y que para definir el ambiente de la jornada se utilizó la expresión de que se había desarrollado con “absoluta normalidad”, que parece algo más ajustada a hechos festivos (fiestas patronales, elecciones legislativas, y cosas así), da la impresión de que el Gobierno, sin querer, quería esta huelga.

Los sindicatos mayoritarios han tenido tanta mano izquierda durante todo este proceso, que apenas sabían ya utilizar la diestra. Esto parece razonablemente verdad. Pero también es verdad que el axioma del “conflicto de clases” y las formas en las que se manejan las divergencias de objetivos entre empresarios y trabajadores, no son las mismas que hace, pongamos por caso, 32 años. Probablemente los sindicatos hayan sabido ver eso. Pero finalmente han aguantado hasta donde han podido. Y la raya a partir de la cual ya no les ha sido posible hacerlo se llama “dignidad”. Es así de claro. Ellos sabían de antemano que el Gobierno no podía dar marcha atrás en la reforma laboral aprobada, pero la “mala conciencia”, que entrecomillo con toda intención, ya no les dejaba otra salida que convocar la movilización. Resulta bastante ilustrativo el comentario de Ignacio Fernández Toxo, cuando manifestó que “convocar una Huelga General es una auténtica putada”. Yo creo que todos entendemos qué es lo que quería decir diciendo lo que decía.

Sin embargo, los sindicatos han sacado algo positivo de esta huelga huérfana de entusiasmo. A tres semanas del día 29 de septiembre, el que más y el que menos, creía que la convocatoria iba a tener un seguimiento infinitesimal. No había ambiente de huelga. Sólo desgana. Y sin embargo, las organizaciones sindicales se han puesto las pilas, y han conseguido hacer un test bastante afortunado del músculo movilizador del que aún disponen. Si con un móvil más que dudoso, el resultado, guerra de cifras al margen, ha sido el que ha sido, ¿qué hubiera pasado de haber contado con uno de contundencia más tangible?

En fin, que a los sindicatos se les han hecho muy largas las 24 horas del 29 se septiembre. Más que un día sin pan. Y me parece que los sindicatos no querían, queriendo, esta huelga.

Los trabajadores se han quedado en medio de todo este lío, como una isla que no tuviera ni aeropuerto ni muelle para barcos. Es como si hubieran visto una película en la que al salir del cine uno no está seguro de que el malo fuera tan malo, ni tan bueno, el bueno. O al revés. O tampoco. Ni los sindicatos se habían ganado su respaldo con la constancia suficiente, ni el Gobierno el beneficio de ser defendido.

Cuando hay una Huelga General, parece que lo razonable es que cada uno esté en el sitio que le corresponde. En esta, que además no servirá para cambiar el rumbo de las decisiones en materia legislativa que la motivaron, o puede que precisamente por ello, todo el mundo pareció jugar a las cuatro esquinas, y situarse dónde no se le esperaba. Pero hubo huelga. Parece que una vez más se demuestra que todos los caminos llevan a Roma.