estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



martes, 28 de febrero de 2012

Dietario Errático (13-06-2011)





Quiero pensar que cuando mis 20 años (que no los años 20, cuidadín con las bromas), yo era esencialmente como soy ahora. Sí, entonces pesaba unos diez kilitos menos (¿o eran doce?, número bíblico donde los haya), pero eso es una nadería en realidad, porque entonces estaba algo flacucho… creo.

Cuando mis 20 años, solía compartir la mayor parte de mi tiempo de ocio con dos amiguetes que me llamaban el “loco”. Esto era un término cariñoso que comprendía habilidades tales como acordarse de los chistes, y contarlos con entusiasmo; aporrear el piano que había en casa de mis padres hasta conseguir que sonara algo interpretable como casi música; estar en la puta inopia en lo referente a los malos rollos de la Peña (que en aquellos entonces de juventud, ya había individuos con habilidades precoces en ese sentido). En fin, que se conoce que yo era un tipo más o menos alborotado, ma non troppo.

El día que cumplí los 21 (o puede que fueran 20, que la memoria es caprichosa), mis dos amiguetes me regalaron un cenicero triangular de esos de barro, pintado de blanco, y en cuyas paredes laterales (tres como todo triángulo que se precie) ponía el día del evento en cuestión, en la primera; “el loco de”, en la segunda; y “Louisville”, en la última. A mi pregunta de por qué Louisville, la respuesta fue categórica: “A Louisville le pega tener un loco. Ves: ‘El loco de Louisville’. Suena bien”.

Conservé aquel cenicero cuanto tiempo pude, pero al final desapareció en alguna mudanza, u otro evento catastrófico de similar gravedad para los recuerdos personales. No sé cuándo sucedió, pero imagino que fue entonces cuando me volví cuerdo. Y así he estado durante algunos años, puede que demasiados: cuerdo.

Aunque el deterioro histológico es inexorable; no es, en realidad, determinante. Eso se aprende un día. De repente y como por ensalmo. Es como cuando se te enciende una bombilla en el coco de forma inesperada, y uno entiende qué coño son los puntos de inflexión de una función matemática. Un chorro de sabiduría que te golpea el intelecto y te hace un poco feliz.

Yo ya tuve ese día, de manera que quiero pensar que hoy soy, esencialmente, como cuando mis 20 años. Y ello, aunque ya no fume.




sábado, 25 de febrero de 2012

El Sistema


El Sistema es como el ojo del Gran Hermano. El Sistema es un concepto difícilmente definible para el ciudadano medio de la calle que, aunque algo apurado, va tirando mal que bien. El Sistema es también algo completamente ignoto, mágico y severo, para el pobre de solemnidad a quien ya no le queda ni atisbo de esperanza; ni falta que le hace, porque la esperanza ni se come ni se habita. El Sistema se llama así, a secas, con mayúscula y sin apellidos. Y no se le puede poner apellidos porque para poder hacerlo, se necesitaría saber sobre quién descansa la responsabilidad de dirigir su comportamiento, y la facultad de modificar sus reglas inefables. El Sistema es como Deep Blue, aquel famoso ordenador que jugaba al ajedrez, y ganaba partidas a los grandes maestros internacionales, y al que no se le programó instrucción alguna que no tuviera relación con el objetivo de aplastar a su enemigo. Por eso El Sistema es incompatible con la naturaleza humana, o, al menos, con aquella que hasta hace algún tiempo pensaba yo que debía corresponderse con nuestra capacidad emocional. Y sin embargo, El Sistema es vehementemente defendido por un numeroso grupo de hombres, que dicen que su funcionamiento es perfecto y sin fisuras. Éstos, los dueños del secreto, no han mudado, aparentemente, la piel y los huesos con los que nacieron, por combinaciones líticas de cuarzo, feldespato y mica. Así que son, en alguna medida, como el propio Sistema: seres de difícil definición. A veces me pregunto si no serán descendientes, mimetizados en el gris inconcreto que forma la población humana vista desde el espacio exterior, de la bella y mítica Diana, aquella mujer 'visitante' a la que le cabían con holgura los ratones por la garganta, aún cuando éstos se agitaran inquietos, intuyendo que el viaje que iniciaban no podía terminar en nada bueno.

Estos días Grecia, con toda su población asustada, y repleto su macuto de pecados capitales (aunque nada tengan que ver con la religión), se ha puesto frente al Sistema, escrutando con angustia el sentido que se disponía a tomar el pulgar de aquel que todo lo puede. Y hoy, me he asomado a una de las ventanas que el ingenio humano nos ha proporcionado para poder ver de cerca los tejidos del Sistema (sin que ello nos permita poder abarcar la comprensión global de su funcionamiento, claro está), y veo que la prima de riesgo de la deuda soberana griega es de 3.235 puntos básicos. O sea, que si Grecia logra que alguien le preste dinero, tendrá que remunerarlo al 34% (decima arriba, decima abajo), un tipo de interés que haría sonrojar al mismísimo Shylock. Y se hará aún más pobre, porque el afrontar el pago de esos intereses no le permitirá ahorrar. Y entonces le prestarán el dinero más caro todavía porque no es un buen ahorrador. Y así una vez, y luego otra…

Si diéramos a elegir a los griegos, no me extrañaría en absoluto que prefirieran ser ratón.

sábado, 18 de febrero de 2012

La sangre derramada (Federico García Lorca)



¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.


¡Que no quiero verla!


La luna de par en par,
caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras


¡Que no quiero verla¡


Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!


¡Que no quiero verla!


La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.


No.
¡Que no quiero verla!


Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.


¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.


¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!


No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de veras.
Como un rio de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.


¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!


Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.


¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!


No.
¡Que no quiero verla!


Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.


No.
¡¡Yo no quiero verla!!


Música:
La Barrosa (Paco de Lucía)