estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 24 de julio de 2011

Relaciones de buena vecindad


He oído decir que la carne de ave no produce una gran sensación de saciedad. Así que lo más probable es que esta tarde, a alguna hora poco ortodoxa, por su inconcreción entre lo que es un horario de comida y uno de cena -la merienda es una etapa nutricional estúpida en la que no creo, y que por tanto no practico-, me entre un hambre atroz. Entonces me cabrearé, una vez más.

Ahora me cabreo siempre. Por todo. Creo que esta especial sensibilidad que he desarrollado últimamente para percibir una importante falta de armonía entre cómo son las cosas y cómo me gustaría que fueran, es culpa del vecino de arriba, el del 4º B. Él es, en este momento, el elemento más desagradable que hay en mi vida. Es un individuo funesto, sin cuya presencia esta comunidad alcanzaría un estado de placidez casi místico.

No hay ocasión que mi vecino de arriba no aprecie como propicia para tocarme los cojones. Como cuando coincidiendo en el ascensor, escenifica ese aire de suficiencia diciendo "yo subo más arriba". O con su manía de aparcar el coche en el garaje con el culo hacia la pared, cuando todos los demás vecinos lo hacemos de morro; o a través de la sonrisa llena de dientes que me ofrece esa rubia despampanante que viene a visitarle, cuando me cruzo con ella en el portal, y detrás de la cual advierto una actitud burlona hacia mí, fruto, sin duda, de los comentarios malintencionados y las insidias que su amiguito pondrá en sus oídos acerca de mi persona.

No me explico cómo este talante despreciativo e insolidario suyo puede pasar desapercibido para el resto de los vecinos. Cuando en las reuniones de la comunidad trata de exhibir su pretendida superioridad, adoptando un impostado rol de "salvavidas" a la hora de proponer determinadas soluciones que, por mucho que a menudo hayan funcionado, con toda seguridad se nos hubieran podido ocurrir también a los demás; nadie parece comprender la situación. Más al contrario, asienten con la cabeza y hacen signos constantes de aprobación. En fin, una prenda, el tío.

El timbre de la puerta acaba de interrumpir mi comida. Es el maldito vecino de arriba. Hay que ser desahogado, tal y como está la situación, para venir a mí a preguntarme por su canario. Dice que ha salido volando y que quizá haya parado en el alfeizar de alguna ventana del patio interior. Le he echado con cajas destempladas, desde luego. Vaya con el pajarito. De tal palo tal astilla. Un canario que, según me han dicho, ni siquiera canta. Por no servir, seguro que no sirve ni para quitarme el hambre hasta que llegue la hora de cenar.



Abril de 2005
Rev. en Julio de 2011

miércoles, 13 de julio de 2011

El que es y el que no es




Ahora que todos sabemos algo más de economía, o al menos de la fase crítica en la que ésta se encuentra hoy, el término Mercado (con M mayúscula de ente poderoso, justo, neutro e insobornable; que no de Mercado de San Miguel), nos es mucho más familiar que antes. Oigo hablar a los estudiosos de la ciencia económica, del Mercado. Y lo hacen describiéndolo sobre una pizarra que empieza inmaculadamente vacía, y acaba por estar completamente llena de teoría económica. Eso es, de teoría. Oigo hablar también del Mercado que acoge en su seno a Wall Street, a los Bancos Centrales, a las primas de riesgo y a muchos otros conceptos ("confianza" incluida, aunque parece que hace tiempo que se fue de vacaciones a algún idílico lugar del Pacífico Sur). Entonces hago unos cálculos sencillos, y puedo contar dos Mercados distintos (e insisto, ninguno de ellos es el de San Miguel).

Hace ya más de dos años y medio que se celebró la tan celebrada “Cumbre de Washington”, a la que acudieron representantes del G-20. A aquella reunión de entonces se le dio ese nombre, sin añadir nada más, como por ejemplo “para la refundación del sistema financiero internacional”, (aún cuando eso parecía pretenderse incluir en la agenda, por mucho que nadie supiera muy bien el significado de la frase en cuestión). Tampoco se concluyó el título de la congregación de sabios en la cosa económica, con la expresión “para acordar las medidas necesarias para salir de la crisis”, que también se entendía que ése era el ánimo de los concurrentes, o eso tenemos que creer. De manera que ¿para qué se reunieron en realidad? Pues yo creo que después de tanto tiempo de la ocurrencia (nunca mejor dicho) del evento, nadie lo sabe a ciencia cierta.

Justo antes del comienzo de la cumbre, los medios de comunicación se hicieron eco de un discurso de George Bush -que se encontraba en pleno proceso de transferencia de poderes a Obama-, en el que anunciaba (con el aserto coral de un número indeterminado de neoliberales, bien intencionados, desde luego), que de la cumbre no convenía esperar modificaciones en la regulación del Mercado, porque el Mercado había funcionado perfectamente bien hasta la fecha. Claro, ahora me lo explico todo. Como la peña no sabía muy bien a cuál de los mercados aludía Bush, tuvieron miedo de que los debates les condujeran a reformar el que no era; de manera que decidieron no aplicar receta alguna al que sí era.

Y así seguimos, dos años y medio más tarde.

domingo, 3 de julio de 2011

Albert y los caballos



Ni siquiera la presencia de los caballos era tan inevitable como la de Albert en el hipódromo. Albert solía decir de sí mismo que era un experto en carreras de caballos, y aunque nadie creyó nunca que fuera así, él siempre trató de compartir con los demás sus cuestionables conocimientos sobre ellas. En pos de alcanzar ese objetivo, Albert acostumbraba a recorrer las diferentes estancias del hipódromo dando discretamente a todo aquel que quisiera escucharle, el chivatazo acerca de qué caballos resultarían ganadores en las carreras del día siguiente. De esa forma, nunca hizo rico a nadie, pero sí ganó muchos amigos entre los habituales de aquellas instalaciones: empleados del hipódromo, la mayoría; desocupados de la vida, otros.

Albert nunca acertaba en sus pronósticos. Molly, dueña de la taberna Horseshoe, decía que si su posición económica hubiera dependido de los consejos de Albert en las apuestas, en vez de propietaria sería camarera, en el mejor de los casos. -Ese montón de buenas intenciones- señalaba –sabe de caballos lo que yo de física nuclear.

Cuando algún visitante poco avezado en los códigos del hipódromo ponía en cuestión la habilidad de Albert para predecir ganadores y colocados, éste se solía defender diciendo que el problema era que los jockeys no comprendían a los caballos. –Yo sé qué caballo es el más rápido, pero difícilmente puedo predecir qué jockey la cagará en su monta- argumentaba. Según él, los caballos eran demasiado ‘buena gente’, por no escupir de un brinco violento a algunos zopencos de los que creen que ser jockey consiste exclusivamente en vestirse con ropajes de colores vivos. Tal era su paciencia, la de los potros, con esos individuos, que necesariamente iban al cielo cuando ya tenían que ir a algún lugar fuera de este mundo.

La leyenda al uso decía que Albert había sido un jockey magnífico muchos años atrás. Su complexión menuda y su consistencia fibrosa avalaban esa hipótesis. Desgraciadamente, los años que tenía Albert eran muchos, y ya no le quedaban coetáneos que pudieran atestiguarlo. Por otra parte, la discreción de Albert en lo relativo a sus vidas anteriores era de sarcófago egipcio. Molly aseguraba que Albert ya tuvo que estar en estos parajes antes que el mismo hipódromo. Simplemente esperó a que alguien lo construyese a su alrededor. De esa forma, nunca necesitó entrar en él.

La última vez que vi a Albert estaba emborrachándose con Pinky, el limpiabotas del Horseshoe. Fue el día en que apostó por Cloudy Monday en la tercera. Nadie más apostó por aquel caballo, por mucho que Albert hubiera anunciado, como siempre, su pronóstico a todos. Celebró la consecución del premio convirtiéndolo en alcohol, en perjuicio de su hígado, y beneficio del alma de todo el que quiso acercarse por allí.

-Invitar es lo menos que puedo hacer: al fin y al cabo, yo apuesto con ventaja - dijo poco antes de quedarse inconsciente para siempre. Luego, se fue al cielo a hacer compañía a los caballos antiguos. O al menos, eso suele decir Molly que tuvo que suceder necesariamente.



Septiembre de 2005