En la antesala del gabinete he sentido algunas palpitaciones, como consecuencia de las cuales, no he podido concentrarme en la lectura del libro que llevaba para distraer la espera y burlar los nervios. Éstos, los nervios, han estado listos hoy, los jodíos. Somos cuatro, distribuidos en tres grupos, los que nos encontramos en este embudo cuya resbaladiza pendiente sin asideros conduce al sillón del sacamuelas. Pero hay una señora en el único equipo no unipersonal, que viene sólo de acompañante. Tiene un gesto adusto, y está centrada en un folleto que sostiene entre las manos, y que necesariamente se ha tenido que leer ya una docena de veces, tal es su escaso tamaño, y tal el tiempo que lleva sin quitarle ojo. Aunque el tipo al que acompaña tiene una edad del todo atribuible al periodo vital de la madurez, apostaría a que es su madre. Este es un hecho extraño, pero, tras dudar unos instantes, decido que no es calificable como insólito, habida cuenta de la propensión que sufren muchas madres a ignorar el crecimiento intelectual de sus hijos, y la de muchos hijos, a asumir el pensamiento de sus madres con una naturalidad asombrosa. Creo que existe una relación de odio y desprecio entre ambos. En efecto, cuando la mirada un tanto abúlica de la madre, ha tropezado con el andar lento y desganado de su hijo, en su regreso tras la primera visita al gabinete, resultaba materialmente imposible poder ignorar la pequeña mancha de sangre que éste traía en la comisura izquierda de la boca. Su única reacción, sin embargo, ha sido la de leer por decimoquinta vez el folleto que sostiene, y al que poco a poco le han ido creciendo unas arrugas de vejez prematura y mala vida. Prefiero mantenerme en silencio, y no indicarle al sujeto lo de la sangre en la boca, por puro temor a la indefinible mirada de la que podría ser objeto por parte de su madre.
Hace un calor de averno en esta puta sala. Tanto es así, que una enfermera que la ha atravesado delante de nosotros, ha dicho que “joder, qué calor hace aquí”. Lo ha hecho con un nivel acústico discreto, pero calculadamente audible a la escucha ajena. Si se enterara su jefe, podría despedirla por echar pestes de las cosas de la empresa delante de los clientes. Y aunque le estaría bien empleado, he decidido que no testificaría en su contra si me pusieran en el brete de tener que hacerlo. Me he quitado el jersey, y me he hecho un pequeño esquema mental de la secuencia de tareas a realizar si dicen mi nombre de repente. Me pondré de nuevo las gafas, colocaré el marcador del libro en la página por la que voy (y que no es otra que la siguiente a la que anoche pude terminar antes de poner los dos despertadores), y sujetaré el libro entre el cuerpo y el brazo, liberando ambas manos para poder recoger el jersey y la gabardina. Entonces podré dirigirme al gabinete. La estrategia me parece adecuada.
El cuarto componente de la reunión es un señor de 50 años que se encuentra justo frente a mí, en el lineal de sillas de plástico azul paralelo al que ocupo yo. También ha oído la queja inadecuada de la enfermera, pero tampoco testificará. No tanto por la voluntad de no hacerlo, como por el hecho de que lo habrá olvidado por completo. Y es que todo lo que está ocurriendo a su alrededor es como si lo viviera en un trance hipnótico. Está acojonado. Al advertirlo, siento la mezquina sensación de estar yo reconfortado; y pienso que quizá el libro le haría mejor papel a él que a mí. Pero no se lo puedo ofrecer porque me estaría metiendo en su vida, y bastante tengo con la mía. Nunca he sabido bien la diferencia entre palpitaciones y taquicardias. Esto último, suena como clínicamente desventajoso.
Me llaman. Lo hace el médico en persona, lo que me produce una sensación neutra. Creo que la culpa es de su indumentaria verde hospital. Si hubiera vestido, por el contrario, una bata blanca con su nombre bordado en hilo azul en el bolsillo de la pechera, mi consideración hacia su persona hubiera aumentado con toda probabilidad. Cuando entro en el gabinete, no recuerdo si me he acordado de despedirme de los demás. Es absurdo, pero me jode que piensen de mí que soy un maleducado. El resto de la operativa ha sido un éxito. El cirujano periodontal – nombre técnico que he podido saber que recibe este señor –ha dicho “deje todo eso por ahí”, y el término “todo” me hace suponer que probablemente no me he dejado nada atrás, en la sala tropical.
He ocupado el sillón de trabajo reclinable. Seguramente es anatómico total, pero yo no lo aprecio. Hasta esta misma mañana, habría jurado que para ocasiones como la presente, mis nervios eran más templados de lo que ahora puedo percibir. Me vendría bien alguna palabra que me inyectara confianza, pero no sé cómo se pide eso. Y además resultaría ridículo. Se trata de la pieza 37. El cirujano me pide confirmación rutinaria sobre este hecho que conoce sobradamente, y yo se la doy. Mi actuación, empero, es temeraria, porque nunca he sabido contar por encima de 32, cuando se trata de piños. Luego se inclina sobre mi boca dislocadamente abierta, escruta el terreno y me pincha con precisión de arquero en lugares clave. Me pregunto si la anestesia y mi inquietud se neutralizarán, o por el contrario, se aliarán contra mí multiplicando un efecto perverso y letal. Pero apenas pienso en ello, porque sin solución de continuidad me invade una sensación de ingravidez neblinosa. El doctor abandona el gabinete para dar tiempo a que la anestesia haga su efecto. Sopeso la posibilidad de dormirme, ahora que el sillón es plenamente anatómico. Oigo sonidos metálicos a mi vera. Se trata de la enfermera que anda manipulando instrumentos de tortura terapéutica. Descarto pedirle el correspondiente permiso para echar una cabezadita de tres minutos. Sólo conseguiría confundirla porque su edad no es la de tener autoridad suficiente como para tomar semejante decisión. Pero, de improviso, recuerdo que en las pelis de héroes moribundos, los que les asisten inútilmente, suelen impelerles a aguantar despiertos, como si su supervivencia dependiera de esa vigilia de última hora. Así que, abro los ojos como si pasara seña de duples a un compañero inexistente de Mus. Y entonces veo el espejo. El techo del gabinete tiene uno como los que se instalan en las sórdidas alcobas de los lupanares. Estoy allí arriba, pero boca abajo, como Neil Armstrong y sus amigos cuando trabajan de vez en cuando. Es sorprendente que no me caiga por efecto de la gravedad, aunque puede que el estado de ingravidez también afecte a mi otro yo del techo. Me preocupan más los efectos que puedan derivarse de la caída de la banqueta que veo en el lado izquierdo según mi enfoque. Se va a caer sin remedio, y quien sabe si podría provocar una secuencia de efectos (mariposa) de incalculables consecuencias. Es divertido especular con las imágenes del techo. Gracias a este entretenimiento inesperado, se me ha pasado el rato en un suspiro, y cuando me he querido dar cuenta el cirujano había acabado ya su tarea. Éste, una vez incorporada mi posición vertical de contertulio, me ha dado una serie de instrucciones post-trauma por vía oral que no seré capaz de recordar. Pero como eso debe ser la regla común, me facilita lo mismo en un folio, y luego me despide. En el exterior, persiste el microclima ecuatorial, con los mismos protagonistas de antes. Me dan ganas de advertirles sobre la existencia del espejo, y sus efectos sedantes, pero me aplico a rajatabla el principio de que la experiencia es subjetiva y no transmisible a otros, y me las piro con diligencia.
Al salir de la clínica dental, una señora de mediana edad me ha preguntado la hora. Como respuesta le he dado un gazpacho de presuntas palabras que han salido atropelladamente de mi boca dormida. Me parece que, además, se me ha caído un poco de baba en el intento. Sin apenas escuchar el final de la información, la mujer ha seguido su camino en actitud de marcha atlética, y nunca sabrá que este episodio surrealista que ha vivido, no es sino el resultado de la anestesia. En cambio se dirá: "manda cojones, con lo transitada que está la calle, y he ido a dar con el único orate que había en ella".
Enero de 2009
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