Mi querida señora,
Si hubiese sabido lo que me iba a ocurrir, habría acudido, pese a todo, a aquella cena.
No sé si seré capaz de explicarle mi problema, pero sé que debo intentarlo, por más que mi deseo es que usted no lo haga suyo, ni suponga el hecho de leer esto que otro distinto venga a perturbar la tranquilidad de su vida.
No fue determinantemente principal la cuestión de que sea usted una persona con un atractivo físico incuestionable. Cualidad suya que usted no puede ignorar. Cuando se acercó a la mesa en la que ya algunos de los invitados nos habíamos congregado, el corto trayecto desde la puerta del salón hasta nosotros pareció convertirse en una pasarela, tal fue la concentración de miradas que sobre ella (que era usted) confluyeron. Fue una de esas ocasiones en las que ante la visión de algo magnífico, se asume que resulta altamente improbable que ello pueda acabar relacionándose con uno de una manera u otra. Pero usted se quedó en nuestra mesa y en ninguna otra.
Durante la cena se distinguió usted de muy diferentes maneras y con extraordinaria profusión. Participó de todas las conversaciones, aportó nuevos puntos de vista a los sencillos debates, atrajo a los núcleos de conversación a aquellos que se mostraban reservados e inseguros de su participación en ellos, tuvo el comentario amable y apropiado para cada uno de nosotros, con un aparente conocimiento de las circunstancias personales de todos tal, que parecía usted una amiga de toda la vida. Y todo ello, de manera simultánea. Como si fuera fácil. Como los malabaristas que juegan con cuatro o cinco elementos sin descuidar la atención por ninguno de ellos, para así evitarles la humillación del contacto con el suelo.
Consiguió usted encandilar a los hombres y apostaría mi vida a que ninguna mujer de las presentes, le haría a usted una mala crítica.
Ahora estoy perdidamente enamorado de usted. Permítame que se lo confiese. Estoy enamorado de su cara, de su sonrisa, de su voz. De la forma en la que sus cejas expresan sorpresa, de su mirada cómplice que no lo es por los motivos que yo quisiera, de su forma de entender los asuntos pareciendo que son los demás los que los comprenden bien. De como resta importancia a lo trivial y suaviza la gravedad de lo importante. De su forma de gustarle el cine y de cómo habla del alma de los poetas. Estoy enamorado de su pelo cobrizo, de su cuello, de su boca y hasta de su suave indiferencia que alineó a todos los presentes en la misma posición, sin prestar a ninguno ni mayor ni menor atención que al resto, y a mí, entre ellos.
Mi problema es que usted, o su recuerdo, se pasea por mi cabeza a todas horas sin darme ocasión alguna para entretener mi mente en otras ocupaciones que no sean desearla. Debo decirle esto porque no amarla sería un pecado mortal, y no puedo dejar de explorar la posibilidad, por infinitesimal que sea, de que usted pudiera llegar a sentir algo que, sin ser hoy como este amor que me consume, me permita albergar alguna esperanza.
La omisión de una respuesta por su parte, será para mí suficientemente elocuente de que mi sueño termina con el final de esta carta.
Sinceramente suyo,
Lorenzo de Andrade
-Y este es el motivo, amigo Torrequebrada, de que necesite imperiosamente la dirección de la dama en cuestión, pues sin ella, difícilmente le podré hacer llegar esta carta.
-Helado me deja, mi querido Andrade.
-¿Y cómo es eso?
-Verá. Montalbán, situado en la idea de que la dama era invitada de Álvarez del Páramo, le pidió a éste idéntica información a la que usted me pide ahora a mí. Y Álvarez del Páramo, hizo lo propio conmigo, por lo que, no siendo tampoco yo la llave para la localización de la señora, he investigado por mis medios, no encontrando rastro de ella por ningún lado, ni entre los asistentes a la cena, ni entre el personal del restaurante del casino. Usted, Andrade, era mi última oportunidad.
-¡Por los clavos de Cristo!, ¿y cuál es la explicación?
-Lo ignoro, pero parece que las posibilidades convergen en un único sentido.
-¿Qué quiere decir? ¡Sea más explícito!
-¿Se le ocurre a usted una explicación distinta al hecho de que los ángeles existan, y que la otra noche hubiéramos recibido la visita de uno?
Febrero de 2004
Rev. Agosto de 2005
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