El ministro Ángel Gabilondo se ha pasado un año entero coleccionando opiniones, deseos y voluntades de todos los partidos políticos del arco parlamentario. El objetivo: crear un documento que definiera unos principios en materia de educación que pudiera ser firmado por todos, de manera que su contenido resultara ya indeleble, con independencia del color del gobierno que exista en cada momento. Una auténtica cruzada en la que este hombre de actitud afable, y pródigo en palabras sorprendentemente exentas (por lo inhabitual del hecho en el comportamiento de la casta política) de estrategia electoral, se ha ganado mi simpatía.
El proceso es necesariamente complejo, porque depende de la inviolabilidad que cada facción política asigne a su línea de mínimos. Está claro que si el área de intersección de pensamientos en el inicio del proceso es demasiado pequeña, la única forma de ampliarla es adornando de una cierta flexibilidad a la defensa de dicha línea de mínimos. Y hacer un esfuerzo en ese sentido no es, como argumentan a menudo algunos políticos llenos de pompa y tópicos, traicionar a sus electores. Es exactamente lo contrario: hacer un buen uso de su confianza. ¿O es que el partido político al que votamos nos consulta antes de adoptar cualquier posición en el debate político?
El otro día, un periodista en la radio utilizaba un símil matemático acertado, y decía que un proceso de este tipo conduce inevitablemente a la obtención de un máximo común divisor, o lo que es lo mismo, a un documento de mínimos. Bueno, un documento de mínimos es siempre mejor que ningún documento. Sobre todo en una cuestión, del todo principal, en la que existe unanimidad de opinión en el sentido de que la organización y la política educativas deben ser objeto de consenso. Y es que la experiencia acumulada en las últimas legislaturas nos indica bien a las claras que no hay visionarios de garantía en lo referente a este tema en ningún partido político.
Esta semana hemos constatado, una vez más, que el máximo común divisor del pensamiento de nuestros más importantes (¿conocidos?) políticos es, matemáticamente hablando, la unidad; o si lo definimos desde un punto de vista más conceptual, la nada más absoluta. Ahora nos quedan dos conclusiones posibles. Una se podría definir como la imposibilidad total de encontrar un grupo, por pequeño que fuera, de ciudadanos, que siendo heterogéneo en cuanto a sus preferencias políticas, pudiera alcanzar en su seno una coincidencia puntual en el diagnóstico de un asunto concreto dentro del campo de lo que llamamos gestión política. Yo tengo que descartar esta posibilidad si atiendo al sentido común y a mi experiencia personal. Aunque mis ideas no cuadran, en lo nuclear, con las de muchas personas a las que conozco y trato, siempre hay ocasiones en las que puedo estar, y estoy, de acuerdo con ellos.
La otra conclusión queda perfectamente ilustrada por una foto tomada en Buenos Aires justo antes de unas elecciones presidenciales, que tuve ocasión de ver una vez. Era un muro de ladrillo en el que con grandes letras de grafiti se podía leer: “como gane alguno de los candidatos, me marcho del país”.
Mayo de 2010
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