Desde que José Luis me dijo que iba a cantar solo, supe que se avecinaba un periodo de fuerte ansiedad. Siempre es lo mismo. Las decisiones que uno toma, vienen sin dar demasiado aviso de sus consecuencias. Y lo más sorprendente, o quien sabe si más seductor que sorprendente, es que no podemos protegernos de ellas. Todo esto que digo es una bobada, porque si te metes en un coro, lo probable es que tengas que cantar alguna vez. Pero puede que por otra parte no sea tanta bobada, porque coro es coro. O sea, coro es no cantar solo, eso pensé yo. Pero vuelvo a concluir en que sí lo es, si recurro al siguiente ejemplo: Voy a un bazar y le digo al dependiente: “buenas, quiero un parchís en el que nunca me coman a mí una ficha”. El dependiente aparenta naturalidad (quiero decir con esto, que no me llama merluzo ni nada parecido) y hace una venta. Pero yo habré sido un merluzo. Y por supuesto, me comerán fichas desde la primera partida que juegue con el parchís del bazar.
Cuando José Luis me dijo que iba a cantar solo, recordé la gran satisfacción que tuve el día que entré en el coro. El director, o sea José Luis, me hizo entonces una pruebecilla informal. Pienso que no fue muy riguroso en ella, para así no dar al traste con mi emergente vocación de cantante, y de paso no hacer lo propio con su aspiración de llenar algo más la nómina de la cuerda de bajos, entonces en franca escasez de miembros. El director terminó diciéndome que tenía una voz apta para la cuerda de bajos, y que me daba la bienvenida. Hubiera sido una descortesía, responder a ese amable comentario imponiendo cláusulas restrictivas a la posibilidad de tener que hacer un solo. Joder, y por razones obvias, también hubiera sido una estúpida presunción. Y créanme gentes, yo, para ser honesto, nunca pensé que tal riesgo existiera.
Después de que Jose Luis me dijera que iba a cantar solo, imaginé situaciones imposibles que pudieran constituir una barrera insuperable para mi participación en el concierto. Por ejemplo, contraer yo la varicela el día anterior al mismo, o que hubiera un gran apagón en la ciudad que impidiera ver tres en un burro a todo chichiribuchi en ella, y por supuesto en el centro comercial donde la actuación iba a tener lugar. De nuevo bobadas, lo sé. Pero en situaciones de crisis, la imaginación dispara para todos los lados.
Una vez que hube asumido la situación, comencé a estudiarme la obra en cuestión: el Riu Riu Chiu del Cancionero de Uppsala. La dificultad de la pieza no estribaba en su melodía. Su estructura musical no es complicada, e incluso con el importante inconveniente que me adorna de no saber leer música, me hice con ella en un pispás. Cosa bien distinta fue la letra. Hela aquí:
Riu, Riu, Chiu, la guarda ribera,
Dios salvó del lobo a nuestra cordera,
Dios salvó del lobo a nuestra cordera.
El lobo rabioso la quiso morder,
más Dios poderoso, la supo defender,
quísola hacer que no pudiese pecar,
ni aún original, esta virgen no tuviera.
Este que es nacido es el gran monarca,
Cristo patriarca de carne vestido,
hanos redimido con se hacer chiquito,
aunque era infinito, finito se hiciera.
Muchas profecías lo han profetizado,
ya en nuestros días lo hemos alcanzado,
a Dios humanado vemos en el suelo,
y al hombre en el cielo porque le quisiera.
¿Tiene o no tiene tela la cosa?
Pude recurrir a la experiencia obtenida de las numerosas horas dedicadas durante mi bachillerato (por imperativo inapelable del Padre Chalup, profe de religión y hueso entre los huesos), a la interpretación de las escrituras bíblicas. Ello y una perseverancia infinita, junto con la certeza de que no iba a pasar la varicela dos veces, me permitieron comprender que el autor se refiere en sus versos a algunas circunstancias de la vida de la Sagrada Familia de la tradición evangélica. El texto empieza, prosigue y termina en un "alegoría presto" tendente a "vivace" que es un sinvivir. Y encima, está lo del caos del orden de las palabras, con el pronombre, el nombre, el prefijo, el sufijo y todo lo demás que parecen los ingredientes de un pisto manchego. Sólo las tres primeras estrofas más el estribillo (que he trasladado a esta narración) fueron, afortunadamente para mí, de la partida. Sin embargo, en el cancionero de Uppsala puede verse que la destreza del autor en la creación de este tipo de tiberios gramaticales es largamente fértil, y casi de leyenda. Da por pensar que en aquella época, Juan del Enzina y todos estos autores próximos (que yo creo que al final sólo Juan del Enzina existió), y que imagino necesariamente monjes o de algún empleo eclesiástico similar, debían ser la caña de España para echarse una juerga con ellos.
Tres semanas estuve intentando hacerme con los versitos de marras, para al final no conseguir aprendérmelos como Dios manda (nunca mejor dicho). Ensayaba en la ducha cada día, a grito pelao, y más de una noche, presa del insomnio y la preocupación, tuve que levantarme para satisfacer mi repentina obsesión por asegurar que la cosa era "finito se hiciera", te pongas como te pongas. Las personas de mi entorno más próximo consiguieron aprenderse los versos antes que yo, y me corregían en mis pruebas en voz alta, y fruncían el ceño como pensando que la cosa iba a estar un poco justa.
El día del concierto, ya era yo accionista mayoritario de la empresa que comercializa las pastillas de valeriana Kneipp, aún cuando yo creo que tenían en mí un efecto placebo mal entendido, o sea, que no me servían para nada. Estaba como un flan, y así me mantuve hasta que llegó la canción. En efecto, la tan temida laguna memorística de los versos llegó. Pero tuve un oportuno acceso de lucidez para no detenerme, y seguí cantando utilizando como sucedáneo del texto original la letra de la canción que llevó a Massiel a ganar el festival de Eurovisión.
El resto de las canciones del concierto cuando por fin canté a coro, créanme gentes, las bordé.
Diciembre de 2007
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