No me lo tomes a mal, pero siempre me pareció que tenías cara de canalla. Supongo que eso no fue sino la consecuencia inevitable de que la primera impresión es la que queda, y se conoce que a mí me quedó de ti la de tu participación en Oliver Twist, cuando interpretaste al malvado Sykes.
Esto recordé el otro día justo antes de que el pequeño espacio de la pantalla empezara a ser ferozmente disputado por una legión de nombres y empleos cinematográficos (de cuya lectura el espectador sólo es capaz en proporción de uno por cada cinco) en los créditos de la película Gladiator. Entonces vi tu dedicatoria en letras blancas sobre fondo negro. “A nuestro amigo Oliver Reed”, decía. Cariñosas palabras para un canalla, pensé. De manera que quién sabe si al final, tal y como te advirtió Russell Crowe cuando era Máximo, sucumbiste al peligro de convertirte en un hombre bueno. Quién sabe si habiéndoselo dicho a Próximo, fuiste tú, en realidad, quien lo escuchó.
Y como los vivos no son nunca carne de homenaje, y los muertos sí, supe que ahora ya no estabas aquí, con nosotros. Y pude saber también que a última hora te pudieron las prisas por largarte, y que ni siquiera acabaste con tu último trabajo. Pero créeme si te digo que eso no te lo han tenido en cuenta, porque en los letreros han dicho de ti, que eras su amigo. El amigo de alguien. De más de uno, si he entendido bien. También he oído decir que cuando te encontraste en la bifurcación que conduce al cielo y al infierno, no mostraste un gran entusiasmo por ninguno de los dos destinos. Dicen que al final, elegiste ir a aquel en el que hubiera algún garito de esos que abren hasta tarde, por si hubiera que tomarse una copa a deshoras. Ya sabes cómo es la gente. Siempre anda inventándose cosas.
Marzo de 2008
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