Soy basurero. Para el común de los mortales no es la mía una profesión muy glamurosa, lo sé. Pero creo que nadie me pediría que le argumentara sobre lo importante que es mi trabajo. Gracias a él la ciudad mantiene en su rostro esa inadvertida pulcritud a la que todos nos hemos acostumbrado, y de la que algunos, pienso con frecuencia, parecen responsabilizar con feliz despreocupación a alguna clase de duendes nocturnos como aquellos que hacían zapatos en un cuento. Pero eso era sólo un cuento, y yo no quiero perderme en ficciones, y sí contarles mi pequeña historia.
Empiezo turno cada noche a las doce en punto. Momento muy de terrores y fantasmas al decir de los libros y al de la superstición de alguna gente. Pero mucho más de basureros es esa hora. En ella despiertan centenares de camiones con un tranquilo zumbido de motor, apenas un bostezo para ir ganando presencia en la vigilia de la noche. Pero esto no es lo que me interesa. Lo importante es que terminamos cuando se acaba la basura de la zona que cubrimos con el camión. Eso suele ocurrir hacia las tres y media de la madrugada. No se crean. Aunque no es mucho tiempo en comparación con las jornadas habituales en otras profesiones, nuestro trabajo estresa el ánimo y es muy exigente en lo físico.
Lo cierto es que desde hace algún tiempo he encontrado un acicate para afrontar de manera más resuelta, e incluso con optimismo, esta franja de tiempo que paso cada día entre ruidos de hierros y cristales. A la una y media en punto, atravesamos una calle estrecha y mal iluminada, cuyo ambiente me hace recordar al estribillo de una vieja canción de Lone Star que sonaba en el tocadiscos de mi tío a todas horas. Siempre me sorprendía que el tipo de la canción opusiera a ese estado de cosas, tan solo su voz desgarrada y un tono de resignación. Claro que yo no quería hablar de mi tío, sino de que con nuestra aparición en esa calle y a esa hora, coincide la de una enigmática mujer en una ventana. Me he acostumbrado a su presencia, y nuestro encuentro, que es sólo mío porque no distingo en ella interés por lo que ocurre en el exterior, es para mí como un recreo en mitad de la jornada. La mujer de mi recreo siempre entra a oscuras en una habitación que debe ser la cocina. De ella, sólo la silueta puedo distinguir gracias a un tenue reflejo que llega desde la derecha de la ventana, y que parece la luz de un pasillo. Luego, el característico resplandor que ofrece el interior de un frigorífico da un poco más de claridad a la escena. La mujer coge una botella, se la lleva a la boca lentamente y bebe el contenido de su interior. Entonces veo el perfil de su cuello inquieto al tragar el agua, su pelo largo y suelto meciéndose en vertical, la manga de su pijama, ancha, anchísima, como invitando a algún diminuto ser de fantasía a acceder al tacto de su piel con solo atravesar una puerta de seda. Entonces pasan años en un breve instante, y se me olvida todo lo que no sea ella, y diría que se me ponen ojos de dar luz a la calle de Lone Star. Pero como no hay recreos que duren años, y eso lo sabemos también los que ya no aprendemos de los libros con letras grandes y dibujos, y de los maestros que los traducen, la mujer, de pronto, lo da todo por concluido. No hay en sus actos propósito de dañar, pero su ignorancia sobre mí resulta inmisericorde. Devuelve la botella a su lugar, y luego se da la vuelta y desaparece por el lado de donde llega la luz, que deja de llegar en el instante siguiente. Creo que bastaría un pequeño giro de su cabeza para poder adivinar su rostro. Uno que en mis ensoñaciones es bellísimo y que nunca me muestra. Ya no hay oscuro bar porque todo el entorno se ha vuelto todavía más oscuro. Sólo quedamos los basureros y los gritos de angustia de los vidrios al entrar en contacto con la trituradora, y la tos de un motor fatigado y Manolo que me dice: ¡pero chico, espabila hombre!
Andrés, el conductor, y Manolo que es el que cierra el equipo, y que están al corriente de todo, me regañan con ternura. Cuando paramos al bocadillo de las dos, me dicen que estoy tonto y que a mi edad más me valdría buscar perfiles con mayor alumbrado los fines de semana, y dejarme de tanta misteriosa mujer y de enamoramientos que a nada conducen, sino a la burla de la gente si me diera por ir contándolo por ahí.
La otra noche íbamos demasiado rápido. Así que les pedí que aflojáramos para que no nos diera la una y media en algún sitio distinto del de siempre. Y eso es mucho pedir. Porque ir adelantado es adelantar la hora de llegar a casa, y ellos tienen casas habitadas, no como yo que soy el cien por cien de la población de la mía. Y sé, porque también ellos cuentan sus cosas, que a veces sus mujeres se ponen insomnes cuando ellos se deslizan a su lado en la cama, y les piden que las abracen y les ronronean palabras de cariño. Y eso sí que es un runrún seductor, y no el de la compactadora haciendo que la caja del camión parezca más grande. Pero me voy por las ramas y no avanzo, y eso no puedo ser. Andrés y Manolo, aunque a regañadientes, aceptaron disminuir la marcha el día que íbamos demasiado rápido. Yo les dije que buscaría la forma de compensarles. Y lo haré, si antes Andrés no me mata, porque esa misma noche, en el bocata, le vino la inspiración y me dio un buen capón, y a modo de explicación de su acto me dijo:
-¿Pero serás lumbreras, muchacho? Y nosotros en la inopia, Manolo. Ella no está cada noche a la una y media porque sea esa la hora de beber agua. Está porque la despertamos con el camión, que menudo ruido que llevamos, y habrá que pedir que le revisen la mecánica o algo. Así que desde mañana, si vamos adelantados, seguimos adelantados, ¿está claro?
Al día siguiente, un poco antes de comenzar la jornada, vino a hablar con nosotros el mecánico del centro. Traía consigo el formulario para cumplimentar los protocolos de mantenimiento de los camiones, y su sonrisa modelo ISO 9001. Andrés y Manolo estaban aún en la oficina firmando la fichada, así que sólo me encontró a mí recostado en el camión y exhalando redondeles de humo contra la silueta de la luna.
Le aseguré que nuestro nivel de contaminación acústica era muy pequeño, y que la revisión de ruidos del camión podía esperar perfectamente al mes siguiente. -Va como una seda -le dije, golpeando suavemente con la palma de mi mano su carrocería verde y blanca -como una seda.
Luego le firmé el formulario. La luna estaba llena e inundaba de luz la hora de los fantasmas y los basureros.
Marzo de 2005
Rev. Julio de 2007
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