estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 19 de septiembre de 2010

En la Plaza Mayor



Las tres mujeres estaban en la Plaza Mayor, sentadas en la terraza.

La de la blusa azul de tirantes se apantallaba los ojos con la mano para huir del deslumbramiento del sol que se encontraba allá en su frente (como Estambul, vaya) emergiendo sobre los tejados de pizarra. Parecía negar la capacidad de su mano para ser opaca, porque entornaba los ojos al mismo tiempo. O puede que lo hiciera para enfocar y así engañar a la miopía, no sé.

La de los pantalones pirata blancos estaba repanchingada en su asiento, y apoyaba los pies en la silla de enfrente. No encontraba la postura y cambiaba el culo de sitio dentro del pequeño espacio metálico en el que intentaba darle acomodo. En esos lances, la silla en la que apoyaba los pies arañaba el suelo y se alejaba de ella.

La de la melena larga, ondulante y negra, estaba en posición perfectamente erguida. Su cuerpo y sus piernas formaban un ángulo de noventa grados, ni uno más ni uno menos. Jugaba con el servilletero, y lo mareaba haciéndolo girar sobre la superficie de la mesa con sus dedos casi tan largos como su cabello. Cruzaba una pierna sobre la otra, y la de arriba abanicaba rítmicamente el suelo que se encontraba debajo.

La mujer de la blusa azul de tirantes tomaba un café solo. Detuvo con un gesto enérgico y mudo al camarero, cuando éste intentó volcar leche sobre la pequeña taza. Lo protegía con las manos. Y el café, quién sabe si en agradecimiento, se las calentaba.

La mujer de los pantalones pirata blancos bebía Cocacola. Tras palpar la botella, arrojó los hielos del vaso al empedrado de la plaza. Entonces el sol empezó a hacerse cargo de ellos, como vaticinaron que pasaría cuando aquella vez en el cole me hablaron sobre el ciclo del agua.

La mujer de la melena larga, ondulante y negra había pedido un té. Se lo sirvieron muy caliente y el aliento blanco que desprendía el recipiente, ascendía hacia arriba hasta hacerse invisible hacia la mitad del fuste de la columna que había justo al lado del velador de desayuno.

Ninguna de ellas hablaba. Miraban en un silencio cómplice a los edificios, y a ratos se detenían en la Casa de la Panadería, como esperando que hiciera honor a su nombre y les obsequiara con un trozo de pan recién hecho. Pero quizá no era eso, porque alguien les habría dicho ya, que no queda nada de tahona detrás de esa fachada.

La de la blusa azul de tirantes dijo: “joder, qué bien lo pasamos anoche”. Yo no lo escuché por culpa de la distancia, pero lo leí en su gesto. Las otras asintieron, y eso no hacía falta oírlo.

La Plaza se empezaba a llenar de gente. Entonces me espabilé y reanudé mi trabajo con el cepillo. Hay que ver cómo se pone este pavimento con la jarana de los noctámbulos.



Octubre de 2006

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