Mucho tiempo atrás, en uno de mis frecuentes e interminables viajes en tren por la geografía rusa, conocí a un tipo extraño. Coincidimos en un miserable compartimento de los habituales en los convoyes de la Compañía Estatal Ferroviaria, cuyas actividades procuraban estrechar las astronómicas dimensiones del mapa de este inabarcable país. No entablar algún tipo de comunicación en aquel encuentro, por lo escaso del espacio a compartir, hubiera sido imposible aún para el más introvertido de los mortales, de manera que nos comportamos atendiendo a nuestra naturaleza humana, e iniciamos una tímida conversación. El hombre extraño no se prodigaba demasiado en detalles personales, ni tampoco en otras cuestiones que hubieran resultado útiles para romper el hielo, así que el peso de la charla lo llevaba yo. Dado que las interioridades del negocio de las máquinas para el pesaje de cereales, al que yo me dedicaba entonces y ahora, que utilicé como argumento nuclear del diálogo, tampoco daban para grandes apasionamientos, mi compañero de viaje terminó por buscar un entretenimiento extra en la actividad de intercalar tragos de vodka entre los kilogramos de trigo y centeno que yo, complaciente, repartía por la atmósfera con la ayuda de mi locuacidad.
Fue sin duda el vodka lo que desató la lengua de mi contertulio, quien en un momento determinado se acercó a mí con ademán misterioso dispuesto a decirme algo que me pareció intentaba mantener exclusivamente en el ámbito de su boca y de mi oído. Al tiempo que su aliento me obsequiaba con intensos efluvios etílicos, me alcanzó también su confidencia.
El hombre dijo ser capaz de transformar la totalidad de su cuerpo en un fluido, y de hacerlo volver a su estado sólido a continuación, sin que en dicho tránsito se produjera erosión alguna en su densidad corporal. Al principio, creí haber entendido mal, pero luego comprendí que por increíble que pudiera parecer, eso era exactamente lo que me había confesado. Me detalló, también, que aquella habilidad era algo susceptible de ser transferido a otros y que, en consecuencia, tenía un valor económico como objeto de comercio. Le pregunté sobre sus planes para con aquella portentosa capacidad, a lo que me respondió, escueto, que aún no había llegado su momento, pero que en virtud de ella, llegaría a convertirse en el artista más importante y conocido de la historia de la humanidad.
Ese episodio quedó enterrado en mi cerebro sin que en todos estos años la memoria me lo trajera a la consciencia. Hasta el día de ayer. Fue cuando llegué a San Petersburgo, ciudad hermosa y fría que no frecuento, ya que mis clientes habituales están esparcidos en el área sur oriental de Moscú. Un enorme cartel pegado en la astillada puerta de madera del viejo hotel que me acogió, anunciaba el éxito sin precedentes que venía obteniendo el gran Dimitri, la incuestionable estrella de una feria ambulante que se encuentra en la ciudad. El cartel rezaba que el gran Dimitri, al igual que el agua, cambiaba su estado físico de sólido a líquido, para volver luego a su estado inicial. Sólo alguien que yo había conocido antes, podía encontrarse tras la capa y el sombrero de prestidigitador del gran Dimitri. Eso pensé yo.
Hoy, gracias a la inestimable ayuda del encargado del hotel, he conseguido una entrada para el espectáculo del hielo del gran Dimitri. Es lo primero en lo que me he ocupado por la mañana, aún antes de pensar en granos, medidas volumétricas u otras cuestiones prosaicas que siempre pueden esperar. Luego, por la tarde, he tenido una experiencia inolvidable. El espectáculo ha resultado fascinante. Yo, que me considero una persona descreída de lo mágico y de lo no susceptible de explicación científica, aún no puedo comprender cómo es posible ver lo que yo he visto.
Al margen de lo excepcional de su exhibición, he podido descubrir que el gran Dimitri no era quien yo esperaba. A pesar de que el tiempo transcurrido ha sido mucho, su aspecto me ha sugerido que no podía tratarse de la persona a quien yo recordaba, sometida a la evolución natural que supone cumplir años, sino de otra distinta. Ello ha azuzado mi curiosidad de tal modo que he buscado resueltamente el camerino del artista, avanzando contracorriente por entre la letanía de almas que buscaban la salida del teatro a la finalización del acto. Me proponía cambiar algunas impresiones con él.
Dimitri me atendió cortésmente, y me dedicó una atención que no esperaba de un desconocido. En todo momento me miraba a los ojos, mientras yo le preguntaba intentando que mi inquisición pareciera vaguedad, cuando en mi pensamiento era dirección y objetivo concretos; hasta que él, de repente, me ha explicado su situación de manera muy explícita:
-Vivo muy bien –comenzó- Disfruto de todas las comodidades que alguien, aún el más ambicioso, pudiera desear. Y esto es precisamente lo que pensé que ocurriría con mi vida, si lograba conocer cuál era el secreto de este talento, al que usted ha asistido hoy, y de cuya existencia me habló un tipo que conocí en un tren camino de Samara.
-Yo conocí a ese hombre -le confesé nerviosamente- pero él me dijo que en modo alguno pensaba revelar su secreto a nadie, para no poner en riesgo su aspiración de ser el mejor de entre los más grandes artistas.
-Sí, es verdad. Pero lo cierto es que mi insistencia, y la oportunidad de tener entre mi impedimenta de viaje un excelente vodka con el que motivarle, lograron, pasado un tiempo, convencerle para obtener de él, allí mismo en la intimidad de nuestro compartimento, una demostración de su talento.
-¿Qué me dice? -reaccioné sorprendido- ¿y qué más sucedió? ¿cómo le transfirió el gran secreto? ¿cómo logró usted convencerle para que lo hiciera?
-No me parece que, en el fondo, quiera usted una respuesta a su pregunta, pero hela aquí. ¿Ha oído hablar de la proverbial sequedad que nos produce en la garganta el árido ambiente de la estepa sur, y de la imperiosa necesidad de ingerir líquidos que ella nos provoca? ¿Por qué cree que yo podría haberla superado, entonces, sin satisfacer mi sed?... Ya ve, amigo mío, de lo que uno es capaz a veces. En fin, usted preguntó y yo respondí. Pero intuyo que ya se ha dado cuenta de que no necesitaré persuadir a su memoria de que esta conversación nunca tuvo lugar entre nosotros, ¿me equivoco?
No fue suficiente con poner voluntad en que mi gesto no delatara el horror que sentí ante la revelación de semejante desenlace. El gran Dimitri lo comprendió y ambos supimos, al mismo tiempo, que mi terror vencería a cualquier impulso sobrevenido de promover la aplicación de la justicia de los hombres a sus actos. Después de todo, justicia subjetiva, me digo hoy a mi mismo, justificando mi omisión de auxilio a la misma. Imagino que la que nos trasciende no tiene esquiva posible. Mientras tanto, nada me parece tan subjetivo y, desde luego, justo, como sobrevivir.
Junio de 2005
Rev. Enero de 2007
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