Hoy he tenido ocasión de ver un videoclip en el que Rafael Nadal, nuestro gran tenista, le hace de partenaire a Shakira. No es que Rafa cantara, eso no. Sólo estaba allí aportando su imagen, mundialmente conocida, a la interpretación de la cantante colombiana que, dígase también, no le va a la zaga al deportista mallorquín en popularidad. Aquí, allá y en cualquier sitio.
Si intentara hacer un ejercicio breve, música aparte, de descripción del contenido del video, diría que ambos escenificaban un romance, envueltos en un ambiente algo neblinoso y selenita. Quizá poco creíble, lo del romanticismo, digo. Claro que, verdaderamente, los videoclips no son para creérselos. Eso hasta yo lo sé, aún siendo como soy un tipo bastante ingenuo. Y digo que era poco creíble porque esas cosas se notan. Se notan en la mirada de él, pendiente de a qué cámara tiene que atender (para ignorarla, claro). Se nota en que la distancia que hay entre la experiencia de Shakira en los entresijos de un rodaje, y la de Rafael Nadal en idéntica tesitura, es tan larga como la que hay entre nuestros ojos y la línea del horizonte. Se nota, en fin, en que queremos que se note, porque los que no somos Rafael Nadal no tenemos a nuestro alcance la posibilidad de estar con Shakira en un cuerpo a cuerpo como el que mostraba esta pequeña película musical. Ni creo que muchos de nosotros nos atreviéramos a tanto estar.
A pesar de esta locuacidad mía, algo confusa, y pudiera parecer que descreída, tengo que reivindicar a estos dos famosos. Son, cada uno en lo suyo, dos personajes que transmiten naturalidad y cercanía. Me caen bien. Pero eso no obsta, para que hoy, mientras veía la pantalla de televisión, tuviera la impresión de que Shakira era quien estaba al servicio, y Nadal al resto.
Abril de 2010
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