Mi estimado enemigo,
Me dirijo a usted con el fin de intentar hacer algo para desatascar esta situación que se encuentra, a mi juicio, en un momento de indefinición, y para la que no me queda claro si es mejor facilitar la posibilidad de una evolución posterior, o de una finalización definitiva. No tengo ninguna fe en conseguirlo, no sé si más por mi habilidad, o la falta de ella, para hacerle entender lo mío, o por las suyas para comprenderlo. El problema es el pensamiento humano con las cosas que en él hay. Y es que uno se siente un poco mejor, absurdamente mejor, cuando hace algo, porque sólo así se puede contrarrestar la frustrante sensación de no hacer nada; ignorando por completo el hecho de que en muchísimas ocasiones es esta opción, la de no hacer nada, la mejor.
Lo cierto es que no tengo armas para litigar contra usted. No las tengo porque no puedo luchar en una guerra de la que no me siento parte, aún cuando usted me haya invitado a entrar en ella. Que estemos a la gresca sin que exista un pretexto para ello, es una situación absurda, debe usted hacer un esfuerzo por entenderlo. En el punto en el que nos encontramos hay más afrentas por lavar producidas por la propia dinámica de la pelea, que por la situación anterior a la misma, en la que no existía relación alguna entre usted y yo. Quizá usted ha hecho de la profesión soldadesca su filosofía de vida, y ello le obliga a tener que buscar enemigos para dar sentido a su existencia. Si es así, pregunte a cualquier soldado, y ya verá como todos están de acuerdo en que el patrocinador de las guerras no suele, por lo habitual, acudir personalmente a ellas. Esto nos llevaría a que se está usted engañando a sí mismo, y perdería igualmente el tiempo, manteniendo esta querella.
Una vez que usted dé por ganada esta contienda (aquí la victoria o la derrota será siempre una cuestión subjetiva), mírese las manos, por favor. Verá como siguen vacías. Y aunque usted ponga toda su voluntad en pensar lo contrario, los agravios para los que esperaba una adecuada satisfacción, volverán a reproducirse mañana o quizá pasado, con otra persona y en otro lugar.
No interprete esta carta como la intención por mi parte de hacerle a usted el objeto de algún tipo de mensaje moralizante. No. Nada más lejos de mi intención. No quiero salvar su alma. Tanto es así, que si en este instante, y por arte de encantamiento, desapareciera usted del mundo que conocemos, reapareciendo con sus banales rencillas en el otro extremo de la galaxia, yo no perdería ni un instante en echarle de menos.
Termino. Sólo le pido que reconsidere desde un punto de vista pragmático, las posibles recompensas de su actitud, y desista en su empeño de lograr la felicidad a través del perjuicio ajeno que, de producirse, no se engañe, no dependerá finalmente de la voluntad de usted. Hágalo, o fosilizará esta situación, sin que ningún antropólogo jamás, sea capaz de interpretar qué tipo de bien o justicia pudiera haber implícitas en ella.
Reciba un cordial saludo de su enemigo invisible.
Mayo de 2004
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