El pasado lunes, un tipo con piel de azabache y ojos claros, me ofreció un precioso anillo en la tienda portátil que tenía establecida en la estación de metro de al lado de mi casa. Me gustan los anillos grandes, casi exagerados. Siempre llevo uno en cada mano. Con eso, y con el hecho de que el que me enseñó el vendedor del metro era extraordinario, no dudé ni un momento en comprárselo. El anillo era de acero plateado, y estaba formado por un filamento de sección circular como de un milímetro de diámetro que giraba en espiral avanzando a lo largo de aproximadamente un centímetro. Los extremos quedaban libres, suspendidos en el aire. En la parte superior del anillo, en cada uno de sus ciclos, había una pequeña piedra amarilla incrustada en el acero. Tuve una percepción como de cumplimiento del destino al comprar aquel anillo. No fue sólo la decisión inmediata de quedármelo, sino la sensación de que quien me lo vendía, había comprendido también que el anillo era necesariamente para mí.
A Elena le hubiera encantado el anillo. Para ella, y para nuestro último encuentro, tuve un recuerdo inevitable. Hacía más de un año que ambos tirábamos trabajosamente de nuestra relación en lugar de navegar armónicamente sobre ella. Por eso, mientras se encontraba en Capadocia, en aquel viaje que hizo con la gente de la facultad durante el pasado verano, decidí romper nuestro vínculo. Era lo mejor para los dos, me decía yo. Quedamos una tarde plomiza de finales de agosto, apenas día y medio después de su regreso. Y entonces se lo dije. Así, sin preámbulos; casi de entrada; como si la necesidad de explicarle en qué había ocupado mis pensamientos en su ausencia, me urgiera. Como si requiriera su beneplácito. Como si no fuera a volver a verla. No dijo nada. No hubo por su parte gestos que expresaran sorpresa o dolor. Sólo mantuvo una mirada y un silencio extraños. Y a consecuencia de aquella conversación muda e insólita, nuestra tarde terminó rápidamente. Mucho antes de que se extinguiera la luz vespertina del momento. Sin besos.
Fue al día siguiente de haber comprado el anillo cuando empezaron los hormigueos. Empecé a sentir como una sensación de anestesia en la mano. Algo poco perceptible, pero continuado. El hormigueo parecía desplazarse, y en algunos momentos se extendía hacia la parte del antebrazo. El miércoles, la sensación se prolongaba hasta el codo. Entonces tuve ya claro que algo no estaba yendo bien. Le hablé del asunto a Roberto, mi compañero de piso, quien restó importancia al hecho. Dijo que se explicaba fácilmente por la influencia que los cambios estacionales (entrábamos en el otoño) tienen siempre sobre el funcionamiento de nuestro sistema cardiovascular.
El jueves por la mañana, mi mano había adquirido un tono violeta y el dedo índice, donde estaba colocado el anillo, estaba claramente amoratado. Fue entonces cuando comprendí que el anillo me estaba ahogando la circulación sanguínea del dedo y decidí quitármelo. No pude. El anillo estaba prácticamente incrustado en la piel. Los pequeños movimientos giratorios que realicé para intentar desbloquearlo, me provocaron un grandísimo dolor. Desperté a Roberto y nos fuimos inmediatamente al servicio de urgencias del hospital.
La enfermera que me atendió no podía comprender cómo me había podido colocar aquel anillo. Me aseguró que el anillo tenía un diámetro menor al del dedo, y puso cara de escepticismo cuando yo me defendí de su implícita acusación, diciéndole que me lo había puesto con soltura hacía sólo dos días, y sin apreturas de ningún tipo. El dolor empezaba a resultar permanente e insoportable. Para entonces, al grupo se había sumado ya un médico, quien, después de un rato de discusiones y de evaluación de posibilidades, determinó que cualquier sistema que pudiera ser utilizado para quitarme el anillo, iba a resultar terriblemente doloroso para mí; de manera que procedieron a administrarme una anestesia y me trasladaron a un quirófano. Una larga hilera de tubos fluorescentes deslizándose por el techo blanco del hospital, fue lo último que pude distinguir antes de quedarme completamente dormido.
Me desperté en una habitación blanca. Roberto, sentado en una pequeña silla al lado de la cama, me sonreía. Mi mano derecha estaba envuelta en un gran vendaje de momia. Miré el vendaje y luego a Roberto. Entonces, éste, algo aturullado, me enseñó el anillo.
-Todo ha terminado. Éste cabrón ha sido el que ha formado todo el lío- dijo señalando al anillo que sostenía en una mano. Intentaba bromear, pero estaba nervioso.
-Es la mitad de lo que era cuando lo compré -dije-. No lo entiendo.
-Sí. Todavía se redujo algo más después de que te durmieran, pero después de habértelo quitado, parece estable.
-¿Estable?
-Sí, desde ayer ha dejado de menguar.
-¿Qué día es hoy?
-Sábado. Has dormido más de 36 horas.
-Roberto, ¿para qué has vuelto a pegar las dos mitades del anillo?
-Bueno, verás, tienes que saber una cosa...
Roberto no era un gran intérprete. Su gesto fue sobradamente elocuente.
-¿No has tenido que pegarlas, verdad?- le pregunté.
-No. Lo siento mucho. Esta ha sido la única solución que se pudo encontrar. Se te iba a crear un trombo en cualquier momento. No pudieron serrarlo. Ni siquiera lograron hacerle un arañazo. Todo el mundo está atónito. También el tipo que vino con la sierra mecánica. Dijo no haber visto jamás ningún sólido con una dureza como la de este anillo.
-No sé si quiero conservarlo.
-Es comprensible. Si quieres se lo regalamos a la enfermera de la planta.
-Pero Roberto...
-No debes tener miedo. Ahora ya es lo suficientemente pequeño como para no poder entrar en ningún dedo. Lo vio esta mañana por casualidad y se ha mostrado muy interesada. Dice que nunca había visto uno como éste, que es excepcional, y que lo ha visto dibujado en un libro sobre temas esotéricos. Comentó que es inconfundible y mágico. Incluso me ha dicho de dónde es, pero no recuerdo el lugar. Creo que es una región como por la zona de Turquía. Me suena que el sitio tenía un nombre largo.
Diciembre de 2008
Es como si ahora fuera a comenzar la historia, ¿no crees?
ResponderEliminarPues no, la verdad. Yo entiendo que el relato está cerrado. Aventuro que pudiera tenerse la impresión contraria si se pasara por alto la relación existente entre Capadocia y Turquía. Gracias por la visita y un saludo.
ResponderEliminarQuise decir que podría surgir otra historia.
ResponderEliminarSaludos