A la
primavera en otoño que nos ha acompañado durante tantos días, ha debido de
parecerle ya excesivo su comportamiento excéntrico, y ha decidido emigrar hacia
el hemisferio sur. Me pregunto si las estaciones son sujetos individuales
carentes del don de la ubicuidad. Si así fuera, en algún sitio lejano han
debido de tener un otoño en primavera. Y me da la impresión de que eso es
correr peor suerte que la nuestra: la que hemos tenido con este inesperado
veranillo, en el que San Miguel no ha tenido más remedio que ceder protagonismo
a otros santos más tardíos en el calendario.
Ahora, tras
este último ciclo de carreras desordenadas, en este extraño juego de las cuatro
esquinas al que los meteorólogos suelen dar explicación con la boca pequeña,
supongo que ya todos estamos donde teníamos que estar. Ahora, las casas se han
enfriado con una urgencia de la que carecen las calles y los parques. Es como
si, al modo de las viejas lesiones de huesos, sus muros tuvieran reumas y
artrosis que les sirvieran de barómetro para anticiparse a los demás en el
conocimiento de los cambios climatológicos. Y entonces dejan fríos a sus
ocupantes. Literalmente helados.
Después de
muchas jornadas de azules, toca acostumbrarse de nuevo al gris, y eso siempre
es desconcertante. Así que, en los barrios importantes, que aún conservan sus
elegantes bulevares sembrados de bancos de forja y madera, podemos sentarnos y
observar un heterogéneo desfile de moda, donde las longuísimas modelos son
sustituidas por personas corrientes de muy diversas hechuras, y en el que
coexisten vestimentas de empaparse los pies, con otras que provocan inclementes
e inesperados sudores a quienes las lucen. Ahora, la luz del sol trabaja a
jornada parcial, y a media tarde pensamos que no se está ganando el sueldo. Y
aunque la oscuridad precoz hace de los periodos vespertinos momentos más
gélidos y rigurosos, la verdadera destemplanza se nos incuba en el cerebro, y
al ritmo circadiano se le averían las bujías.
Solo después
de varias semanas regresa una cierta normalidad. Aceptamos que no todos podemos
ser canarios, y nos conformamos con nuestra suerte. Es el momento en el que
sobre los tejados se distingue el lenguaje antiguo de las señales de humo; y
cuando Bert cambia de oficio, y pasa de pintar frescos en los pavimentos del
parque, a limpiar chimeneas. Cuando, al fin, el viento cambia de dirección para
que Mary Poppins sepa que ha llegado el momento de marcharse.
Uno de estos días tendría que comprarme unos
mitones, para vestírmelos mientras trabajo con el ratón del ordenador. Cada año
me lo digo. Y cada año, el otoño en otoño me sorprende habiendo incumplido mi
propósito. ‘Determinación del inconstante’ llamo yo a esto.
He llegado aquí por referencia.
ResponderEliminarY está esto más apartado que la urbanización Monte Pinar.
Me he traido una silla; y las gafas de ver. Por si decido quedarme.
Pero vamos a ver, querido Juan; ¿no te das cuenta de que a la Urbanización Monte Pinar no la conoice ni el tato? Así nadie se hace una idea de los retirado que está esto.
ResponderEliminarSi decides quedarte, será un placer hacerte de anfitrión. Ando un poco vago últimamente, pero en fin.
Un abrazo.