Estudié en el Ramiro. Y aludo a ese lugar así, sin apellidos, como haciendo uso de esa absurda familiaridad que utiliza el que habla de lo suyo como si ello fuera una referencia inevitable para los demás. Ya comprendo que esto es de majaderos y que vaya usted a saber de qué me las quiero dar yo. Me hago cargo, es verdad, pero lo cierto es que estudié en el Ramiro. Así. Sin apellidos.
Pero permítanme que siga. En el Ramiro había, y aún hoy existe, un club llamado Estudiantes, cosa que es de casi todo el mundo conocida. Pero probablemente no lo es tanto que dentro del espacio del Estudiantes no sólo cabía el baloncesto como actividad lúdico-deportiva, sino que existían otras distintas: una de ellas era el ajedrez.
Un día me apunté a la sección de ajedrez del Estudiantes. Y aunque no recuerdo qué clase de buena idea me pareció el hacer tal cosa, supongo que algo habría detrás de mi decisión, descartando otras motivaciones más evidentes de las que carecía yo, al no contar con ascendencia rusa ni vínculos familiares en la ciudad de Linares, allá en el Jaén aceitunero y altivo.
Entre los chavales de aquella fría e improvisada sala del Magariños, y en aquel entonces, solíamos echar partidillas llenas de errores estratégicos y pequeños piques de colegial, e incluso, a veces, utilizábamos ese reloj de estrés que usan los buenos para meterse prisa mutuamente, y demostrar que el tiempo no siempre es propiedad de todos, sino que cada uno lo usa por turnos. Había un tipo alto y desgarbado (mi estatura de entonces me hacía ver gigantes en cada sitio) con acento argentino, que hacía las veces de responsable del lugar. Y no logro distinguir entre las escasas imágenes que conservo de aquellos años, que pudiera llamársele entrenador, tal era su inexistente discurso en lo referente a la apertura Ruy López, o a los Gambitos de Dama, o a cualquier otro concepto que pudiera servirnos para deslumbrar a los amiguetes “pringaos” que habían decidido no ser parte del cotarro.
Sea como fuere, aquello estaba lleno de tableros y mesas, y piezas, y ambiente; sobre todo ambiente. En todo esto ocupábamos algunas tardes entre semana, y luego, el sábado, venía lo bueno: a la cancha a ver a Gonzalo Sagivela, y al desmañado Cambronero.
Un día, el argentino nos anunció la inminente celebración de una partida simultánea, en la que veinte de nosotros tendríamos la ocasión (entonces a esto se le llamaba "mierda para cada uno") de enfrentarnos a un solo tipo. Me apunté sin dudarlo.
El día señalado y a la hora fijada, todo estaba preparado a lo largo de veinte tableros colocados en varias mesas dispuestas en forma cuadrangular. Las blancas hacia el interior del cuadrado. Las negras hacia fuera, en el lado de los abusones. Y se presentó nuestro contrincante con una paternal y encantadora sonrisa que poco tenía de rusa, si es que las sonrisas tuvieran pasaporte. De hecho, aquel tipo se llamaba Bermúdez y era, por aquel entonces, el entrenador del primer equipo de baloncesto del Estudiantes. ¡Pero qué poco serio! ¿Cómo era posible que el número uno del millón y pico de entrenadores que había a lo largo de todas las categorías del Ramiro, fuera, además de eso, un avezado ajedrecista? No podía ser. Las habilidades, aunque sólo sea por machacona querencia estadística, tienden a huir de la concentración en una única persona para repartirse por el censo poblacional como el polen en el mes de mayo.
En fin, algunos de nosotros tendríamos que hacerle pagar la osadía de pluriemplearse en profesiones ajenas; y eso, si no acababa su aventura en que él no consiguiera infligirnos a nosotros ni una sola derrota. No entraré en detalles que todavía, pasados los años, me resultan lastimosos, pero lo cierto es que nuestro mejor resultado fueron unas tablas, de las que, por cierto, no fui yo el protagonista.
Ahora que recuerdo aquella historia, pienso que realmente la estadística sirve para bien poco. Y supongo que Bermúdez era de esos tipos a los que envidiamos un poquito, o puede que más que un poquito, o más todavía, porque parece que se hubiera inventado a su medida cualquier cosa que les dé por practicar, siendo irrelevante el hecho de que lo hagan por vez primera o no, de que sea de habilidad con la mano o con el pie, de que se hagan imprescindibles en su práctica los reflejos, o la capacidad matemática, o incluso ingenio y simpatía, siendo la concurrencia de éste último caso, algo ya profundamente doloroso para los que engrosamos la parte ancha de la campana de Gauss.
De aquella época del Estudiantes a ahora no he mejorado sustancialmente mi nivel como jugador de ajedrez, pero sí he madurado como persona y he retirado trascendencia a las cosas pequeñas, como casi todos vamos haciendo tarde o temprano. Sigo considerando que el ajedrez es un juego magnífico, y lo he practicado de vez en cuando. Hace algunos meses, por ejemplo, eché un par de partidas con mi amigo Andrés. Las jugamos tranquilamente. Enviándonos las movimientos por correo electrónico, y sin establecer tiempos de respuesta máximos ni ninguna otra norma que implicara premura. Perdí en ambas, pero no me preocupó. Ahora soy más astuto, y escogí a Andrés como contrincante porque sé que no tiene ni puta idea de baloncesto.
Enero de 2004
Rev. en Mayo de 2007
No hay comentarios:
Publicar un comentario