estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



sábado, 10 de noviembre de 2012

A week in Stockholm (Ice Bar)

Estocolmo es una preciosa ciudad. Yo recomiendo siempre su visita a todo aquel que esté por la labor de visitar ciudades que no conozca. Y como hace no demasiado tiempo tuve la ocasión (esta palabra es completamente inapropiada aquí) de pasar en ella casi una semana, pues me ha dado la impresión de que algo tenía que traerles de allí, aunque no fuera más que unas cuantas tonterías dispuestas en un puñado de renglones.

 

Ice Bar

 
Recuerdo al gran Tony Leblanc en su interpretación de aquel personaje llamado Cristobalito Gazmoño, que ocupaba su tiempo en ir de casa al gimnasio y del gimnasio a la Casa de Campo y de la Casa de Campo al gimnasio, y así ad eternum. Pues ése fui yo en aquellos días, yendo del hotel a la oficina y de la oficina al hotel. Es por ello que no tengo ni memoria intelectual ni fotográfica de cosas que puedan resultarle a nadie de interés. Pero como el blog está para desbarrar uno como mejor le parezca, pues yo les voy a hablar del Ice Bar de Estocolmo. El Ice Bar está situado justo en el hotel en el que yo me alojaba. Y sucedió que un día en el que por mor de demostrar yo para con el resto del reparto laboral del encuentro nórdico, una puntualidad británica que poseo aún no teniendo dicha nacionalidad, me presenté al comedor del desayuno a las 6:20 de la mañana. No me pareció mala idea, por darse la circunstancia de que el desayuno comenzaba a las seis de la mañana, al decir del tío que me ‘recepcionó’ el día que recalé en la hospedería en cuestión. Bien porque el empleado fuera nuevo, y aún no conociera bien los horarios, bien debido a que mi escucha inglesa resultara aún peor de lo que yo suponía, lo cierto es que no había ni rastro de café hasta las 6:30. De manera que me senté en una silla del vestíbulo, dispuesto a hacer tiempo. Y fue entonces cuando vi el cartel anunciador del Ice Bar. Era una pantalla electrónica cuyo contenido cambiaba cada cierto tiempo. Decidí traerles una de las imágenes del mismo. Es la que pueden ver al margen de este texto.

Fue una suerte que lo intempestivo de la hora me condujera a una coyuntura de casi absoluta soledad en aquel lugar, ya que me daba un poco de vergüenza andar haciendo fotos del cartelito de un bar. Solo un matrimonio de avanzada edad, sentado en un par de butacas rojas, estratégicamente situadas junto a la entrada del comedor, había caído como yo en el error horario, si bien a ellos les sería de mejor acomodo el poder explicarlo, por ser la pérdida de oído, o de memoria, una característica habitual a esas alturas de la vida. O puede que lo suyo fuera un acto volitivo consistente en asegurarse de que las salchichas no fueran a agotarse antes de caer, plato en ristre, sobre ellas. Sea como fuere, no me pareció que dieran excesiva importancia a mi comportamiento cateto, lo que no obsta para que ella, la señora del matrimonio, me observara con cierto gesto de sorpresa. Eso me incomodó en alguna medida, pero ya no había tiempo para reconsideraciones. Además, ¿qué no haría yo por este blog?

El Ice Bar es, como su propio nombre indica, un bar, además de ser un espacio asimilable a un iglú. Es decir, te metes allí dentro y te congelas de frío. Como nunca he estado en su interior ejerciendo de cliente, no sé si se pide hielo para la copa, o se sirve uno mismo de las paredes, pero a juzgar por las caras de felicidad de los ocupantes del cartel, el ambiente es como el de una juerga gaditana, por así decirlo.

En la entrada hay dispuestas en hilera unas perchas con prendas de abrigo, que son suministradas a los clientes. No obstante, en los meses de invierno la gente viene ya equipada en ese sentido, toda vez que los valores termométricos observables en el bar y en el exterior del hotel son bastante semejantes.

Como pueden ver, los precios son razonables, dado que, con un poco de suerte, cubren también la hibernación permanente del conjunto orgánico propio. Las 190 Coronas Suecas, unos 22 Euros al cambio, dan derecho a entrar y a tomarse una copa; pero si eres un chicarrón del norte (quiero decir del norte dentro de franjas más al sur de Escandinavia), y aguantas el tiempo suficiente como para tomarte una segunda copa, entonces te hacen un barato. En fin, fenomenal.

Al día siguiente de hacer esta foto, llegaba yo al hotel ya anochecido, cuando vi un autobús frente a la puerta de entrada. Era un autobús con tres ejes, como los que suelen verse en esas pelis americanas, en las que el chico protagonista (e irremediablemente incomprendido) termina por escaparse en autobús a Atlanta. Del autobús en cuestión se apeaban hordas de japoneses (puede que cuarenta) que accedían al edificio. Pensé que el hotel tendría que poner el cartel de “no hay billetes”, como ocurre de habitual en las corridas de toros de la feria de Madrid. Pero fue una suposición apresurada y errónea. Los japoneses iban solo a ver el Ice Bar. En efecto, allí estaban todos frente a la puerta del bar, apuntando con sus cámaras hacia el interior del bar y al cartel electrónico que me había hecho a mí un poco japonés durante unos instantes el día de la víspera. Ninguno traspasaba la entrada. Deduje que la visita era meramente turística, y el alojamiento no entraba en sus planes. Todos se alineaban justo en la raya imaginaria que separaba en el suelo ambos territorios: el del bar y el del hotel. Daban una imagen parecida a la de las manadas de ñus, que en sus agotadores éxodos africanos llegan a la orilla de un río ancho y traidor, y se coscan de que meter la pezuña en el agua puede ser una putada de las grandes, si les pilla el remojón suficientemente arrimados a uno de esos cocodrilos con hambre atrasada de varios meses, y que patrullan las aguas en busca de la pitanza.

Miré hacia el rincón de las butacas rojas, buscando instintivamente la presencia de la señora del día anterior. Aquellos turistas me redimían de la eventual mala impresión que yo hubiera podido producirle. No estaba allí. Miré mi reloj, y comprendí que era lo previsible. Si aún seguía en el hotel, debía de haberse recogido temprano, para poder ser de las primeras en llegar a las salchichas del desayuno del día siguiente.



 


3 comentarios:

  1. Pues si por esas cosas de Dios vuelves por Estocolmo y finalmente te atreves a entrar en el local, cual ñú osado y pionero, fíjate en el parroquiano que ocupa siempre el último taburete de la barra, con su pelo engominado y su bigotito antiguo. Fíjate en su estatismo sobrecogedor. Efectivamente, es Walt Disney tomándose la penul.

    Me alegra que hayas vuelto a escribir, se te echaba de menos.

    ResponderEliminar
  2. Un poco japonés sí que eres presentándote en el comedor a las 6,20h de la mañana. Creo que ostentas el récord Guinness como el español que más ha madrugado estando en el extranjero.

    Yo también te echaba en falta, que conste. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. En Walt Disney, en efecto, pensaba cuando estaba escribiendo esto, Qwerty.

    Alterfines, juro por lo más sagrado (o por lo más profano, no sé qué me da más credibilidad) que el tipo de la recepción dijo que los desayunos empezaban a las 6. Bueno, igual no lo juro...

    Gracias a los dos y un abrazo.

    ResponderEliminar