estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



viernes, 30 de abril de 2010

Bailando


Modo de empleo: Pincha el enlace musical y prueba a leer el texto mientras escuchas la música.





Bailando se ha ido el último de los bailarines. El teatro mudo. El aire, despejado de sonidos, colecciona espacio para utilizarlo mañana. Entonces lo llenará del murmullo de las conversaciones previas y expectantes, y si Dios quiere, del alboroto de los aplausos. Mañana.

Bailando pasó parte del día en el que le hablaron del trabajo. Fue un amigo, quien lo hizo, porque él, a su vez, fue alertado de la oportunidad por su hermana que ya era limpiadora. Enmarcada su silueta por las paredes de terciopelo rojo y raído de la sala de fiestas, y todavía acelerado el pulso por la reciente agitación del cuerpo siguiendo el ritmo de la música, no le pareció seductor, el trabajo. ¡Hay tanta distancia entre lo que nos gustaría hacer en la vida, y lo que la vida nos deja hacer! Pero ahora le parece que el empleo tiene una gran ventaja. Una que sólo algunos pueden apreciar. Ella también. Puedes soñar mientras barres, friegas, o llenas la bolsa de papeles desarraigados de utilidad. Pocos papeles, eso sí, porque al teatro la gente sólo necesita llevar ojos y oídos. Y alma para saber utilizarlos.

Su madre bailando es la imagen más nítida que Isabel guarda de cuando era pequeña y feliz. Solía hablar siempre de la música, del baile y de los aplausos, y decía que no había nada como el mundo del espectáculo. Y fue esa filosofía de artista sin escenario y de andar por casa, la que impregnó con su esencia el carácter de un hogar lleno de trajes de lentejuelas, de estolas de plumas y de tocados cargados de frutas. Ni su madre fue nunca artista, ni es probable que lo sea tampoco Isabel. Qué iguales las dos. Qué fiel reencarnación se ha dado en la hija del optimismo como principal filosofía de vida, y del talento para disfrutar de las cosas, de su madre.

Ha aparecido la música como por ensalmo. Y el hechizo también ha llenado el teatro de parejas de baile, allá donde antes sólo hubo sillas. Isabel aún no ha tenido tiempo de comprender lo que está pasando, cuando un atildado bailarín de madera le ha tomado la mano y le ha hecho adquirir ya un movimiento rimado con el compás de cuatro tiempos. La tarima del recinto sostiene ahora una plétora de elegantes posturas, que descargan energía y musicalidad en sus desplazamientos. El partenaire de Isabel es bastante alto, como corresponde a la capacidad de una butaca para estirarse cuando escapa de las contorsiones a que su función le obliga. Sujeta a Isabel con sus brazos alineados, y forma con ella un círculo abrazando el aire que se carga de sabores latinos y del perfume de Celia Cruz. E Isabel lleva y es llevada, todo a un tiempo, y estira el cuello y la espalda, y se hace toda ella gracia y línea.

El crujiente suelo está callado y pareciera hecho de terciopelo, tal es la suavidad y delicadeza de los pies danzarines deslizándose por su superficie. Si dependiera de ese asombroso estruendo de discreción, no podría suceder que Antonio, el nuevo vigilante del teatro y su único habitante nocturno de casi todos los días, acudiera a la sala a contemplar la fiesta improvisada. Ha debido de ser la música, que Isabel cree escuchar desde su interior, pero puede que esté también sonando en el aire del vestíbulo, o en el de las curvadas escaleras, o en el de los pasillos de los palcos, y que son todos ellos, en realidad, una única atmósfera.

La fantasía y Antonio parecen oponer sus actos, porque aquella se marcha justo cuando éste ha aparecido. Isabel, con una ligera mueca de placer, cerrados los ojos, sujeta la fregona y sigue dibujando con ella pequeños círculos al ritmo de lo que sólo ella escucha. El vigilante sonríe con ternura. Ya ha visto antes estas explosiones de anhelos, que tienen como catalizador el ambiente hipnótico y embriagador que se genera entre anfiteatros ingrávidos y molduras doradas. Comienza a recordar como también él, una vez, los tuvo, y cuánto deseó subirse a un escenario para compartir su arte con el público.

Entonces, de súbito, piensa que la mente se le ha disparatado, cuando empieza a oír la música en la gran sala del teatro, y ve como cientos de bailarines color wengue se acoplan a ella con giros e inclinaciones, y con poses y ritmo de fiesta. Todo ocurre con rapidez. Isabel no ha sido tomada esta vez por los firmes y delgados brazos de su anterior compañero de baile. Antonio ha llegado antes, y ambos danzan ya sobre la pulida superficie del escenario. Como si la presencia de Mr. Bernstein, oculto entre bambalinas y en busca de inspiraciones, fuera esperada, hoy el teatro se ha llenado de chispa y de talento. Y de sueños, por mucho que todavía no sea hora de dormir. Sueños compartidos por Antonio e Isabel, para los que uno desearía que la vigilia no fuera sino pura entelequia. Sueños en los que se querría vivir eternamente, y escuchar su magia, y bailar.

Y bailar. Y bailar...



Octubre de 2007

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