estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



martes, 6 de diciembre de 2011

Tiempo de abetos



El árbol es muy verde. Y si lo miras de lejos mientras entornas un poco los ojos, el tronco y las ramas forman un triángulo casi perfecto. Podría incluso ser isósceles, y dar así, a la percepción del espectador, esa satisfacción añadida que la simetría supone en nuestra valoración por lo estético. El árbol está completamente decorado con espumillón y luces de colores de las que disuelven la niebla otoñal de cada casa. Y también tiene bolas de Navidad. De entre ellas, las rojas son mis preferidas porque su color siempre me ha parecido muy navideño. Y me parece también que combina perfectamente con el verde del árbol. Aunque una vez mi hermano, sabiendo esta opinión mía, me preguntó que qué había entonces que decir del color blanco. Dio a la cuestión tal tono de seguridad y desafío, que sembró en mí la duda y no supe qué contestarle. Por ello, ahora también me gusta que haya en el árbol alguna bola de esas que forman una tormentilla de nieve cuando las pones boca abajo y no. De hecho, puedo ver una colgada a la altura de mis ojos escrutadores, y a medio camino entre el pedestal color plata y el brillo metalizado de la estrella de la copa. Su nieve está blanqueando suave y persistentemente un pavimento adoquinado y gris, que bien podría pertenecer a una pequeña calle de una ciudad de provincias. O sea, de alguna otra provincia distinta de la mía. Me parece que se trata de una calle de comprar regalos de Navidad. Pero no regalos muy grandes, porque la calle no da como para que pasen coches por ella. Y los regalos grandes necesitan coches para ser transportados. Lo que ya no sé, es qué necesitan los coches cuando a la vez que coches son regalos de Navidad. Probablemente, un ingenio mecánico tan grande que las casas que tiene la calle a cada lado tendrían que andar metiendo tripa para evitarlo cuando se fuera desplazando con parsimonia y rotundidad por delante de ellas.

En la calle de comprar pequeños regalos de Navidad hay un farol de luz cálida que alumbra el escaparate de una pequeña librería. Un tipo, con gorro de lana y bufanda azul a juego, ha entrado en la librería. Podría tan solo estar huyendo del frío que la noche y la nieve van trayendo, pero no es segura, ni aún probable, la existencia única de tal motivo, porque de inmediato ha empezado a ojear las estanterías de la tienda. Su mirada, errática, deambula recorriendo las letras de los lomos, y la cabeza gira a un lado o a su contrario dependiendo del capricho del editor al elegir la orientación de cada leyenda.

Entonces se detiene y estira el cuello hacia atrás como ayudándose a enfocar mejor su descubrimiento. Y ya ha tomado el libro en sus manos e investiga su contenido, cuando el dependiente se acerca y le ofrece ayuda. Al presunto comprador le ha llamado la atención un libro de relatos de cuyo autor nunca ha oído hablar. El dependiente no sabe dar mayor detalle, más allá del hecho de que es la primera vez que se le edita. A pesar de tan escaso estímulo a la voluntad de comprar, la decisión ya ha sido tomada, y en virtud de ella el libro debe ser envuelto en papel de regalo. El dependiente utiliza uno que descansa en uno de los extremos del mostrador, y que tiene tonos muy navideños en verde y rojo.




Cada cual reconoce su lado del árbol porque ambos están inequívocamente señalados. Ella se dirige al lugar donde está su bufanda roja, y le deja a él la zona marcada por una bufanda azul. Al inspeccionar el terreno, descubre un pequeño paquete en el que predominan colores parecidos a los del árbol. Contiene un libro de aspecto menudo que tiene muy buena pinta. Se dirige a su amigo y le agradece el obsequio con una sonrisa y un beso y un abrazo, y luego examina el libro. El autor no es demasiado conocido pero las críticas han sido buenas, dice la contraportada. La reseña del mismo señala que el tipo solía escribir en un foro de Internet. En uno de esos miles de sitios que existen en la Red, en los que un ejército de escritores encuentra un pequeño escaparate con el que medir su talento. Pequeñas estanterías detrás de las cuales, casi nunca hay comprador.


Diciembre de 2007

4 comentarios:

  1. Pues aquí tienes uno.

    Me encanta este cuento. Mundos grandes dentro de mundos pequeños. Lo que puede dar de sí mirar una bola de árbol, si se mira apropiadamente.

    Un abrazo.

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  2. Sí, Qwerty. Tú eres uno de esos cuya obra debería estar, envuelta en papel verde y rojo, debajo de un abeto de Navidad.

    Pero te digo una cosa: yo seguiré visitando tu estantería virtual. No para que te sientas bien tú, sino para disfrutarlo yo.

    Un abrazo

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  3. Un cuento encantador. El mio es horrible.
    Yo este año tengo un arbol blanco, con bolas azules grandes. A una de ellas le da el reflejo de la bombilla del salon, a medida que te acercas va deformando el reflejo de tu rostro; te aumenta el tamaño, depende del lado de la esfera en el que te mires la cara, si te miras de frente,la barbilla y la frente son estrechas y pequeñas y tienes unos grandes mofletes azulados. Si pones de lado la cara, tienes un hemisferio finito y el otro gordinflon.
    Pero lo peor, es lo que me pasó el otro dia después de una gran comida con gran bebida,¡... Ozuu que zusto.....¡, me asomé y me pareció ver a mi tia...¨la Monja..

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  4. Blanco y azul, anónimo participante, son colores para un árbol de tono nórdico, mientras que verde y rojo lo son para uno mediterráneo.

    Si tu tía la monja estaba dentro del árbol, invítala, si eso, a una copa de cava y un trocillo de turrón.

    ¡Feliz Navidad!

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