estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



miércoles, 30 de junio de 2010

Una vela averiada


Mi agradecimiento a Zuri, Toñi, Loreto, Luís y Concha, sin cuya colaboración, este relato nunca hubiera visto la luz.



La vela que he encontrado para llevar a cabo mis propósitos es cilíndrica, mide 15 centímetros de altura y tiene color naranja. Me tocó en un sorteo de utensilios inútiles (eso pensé entonces) del Hipercor. No sé si todas sus características son apropiadas a la tarea de invocar la ayuda de un Santo. Pero no veo, así, de manera intuitiva, por qué los santos habrían de ser especialmente caprichosos con lo estético. La he colocado sobre un plato pequeño en la mesa del salón y he prendido su mecha. Calculo que se consumirá en no menos de un par de horas, de manera que tengo tiempo de ir haciendo algunas otras cosas mientras tanto.

Todo el mundo sabe que por pequeña que sea una casa, y grande un objeto en su interior, éste siempre es susceptible de extraviarse en aquella. Pues con más razón en un ordenador, donde muchos de sus espacios, ya de por sí invisibles, son puñeteramente recónditos. Si no encuentro estos ficheros, habré tirado a la basura años de trabajo; y lo que es más grave: un espectacular descubrimiento que podría sacarnos de un infortunio al que todos, tarde o temprano, acabamos sometidos, y que es la pérdida de algún objeto valioso. Además, como cualquiera comprende fácilmente, un invento de tal naturaleza resolvería de una vez por todas, los problemas de mi bolsillo eternamente agonizante.

La cuestión es que he ideado y desarrollado una máquina que sirve para encontrar las cosas que se extravían. Bueno, la máquina aún no está disponible, pero tengo ya todos los fundamentos necesarios para fabricar un prototipo. Básicamente, se trata de dibujar el "Waiton" o mapa de agregación molecular de alcance yoctométrico, del objeto perdido, para luego rastrear el espacio circundante en busca de esa misma composición. Dada la unicidad de todas y cada una de las cosas del universo en lo referente a la estructura y disposición de las unidades más pequeñas de materia que las componen, o sea, la inexistencia de dos Waiton iguales, ni aún para objetos supuestamente idénticos, el asunto es, desde un punto de vista conceptual, pan comido. Pues bien, el resultado íntegro de todas mis investigaciones, mis diseños, los parámetros de calibración, los estudios de frecuencia superpuesta, los sensores multi-skill performance, el acumulador astringente cónico, el serpentín de tendencia dextrógira y viceversa, el dispensador luísico, y aún el puto logotipo con el que pensaba comercializar el invento; todo ello se encuentra en algún sitio al que no puedo acceder. Y eso en el caso de que aún siga estando en algún lugar.

Mientras estoy en la cocina fregando algunos cacharros que han hecho noche en el fregadero, pienso en la utilidad, innegable, que nos ofrece a los pobres mortales la especialización de los santos en la ejecución de determinadas tareas. Como consecuencia de esta difícil situación sobrevenida, y llegado ya a un grado de desesperación más que razonable, me he documentado en habilidades de los santos para conseguir cosas, y he sabido que es San Antonio el que encuentra objetos extraviados. Luego he recordado la atmósfera tan especial de las catedrales, de cuyo resultado tienen mucha culpa esos candeleros dispuestos en hileras en los que los feligreses hacen sus peticiones a los santos encendiendo pequeñas velas, y he decidido utilizar el mismo lenguaje. Imagino que es lo más ortodoxo. Lo último ha sido describir mentalmente, y de forma inconfundible, el contenido de mi deseo. Supongo que se podría decir que he hecho una pequeña oración, y con ella he dado su sentido completo al ritual.

Claro, que he tenido dudas a propósito de todo esto. Porque, según he podido saber también, San Antonio es un tipo versátil y encuentra novios además de objetos perdidos; y aunque pienso que no ha de malinterpretar los signos enviándome un novio en lugar de hacer aparecer los ficheros, lo cierto es que nunca se sabe. En un espacio de tiempo de escasa duración (creo que buscando eludir cierto nerviosismo que comienza a invadirme), brota en mi mente un absurdo chascarrillo, y me digo que si se da el caso más desfavorable, también podría ocurrir que el novio resultara ser un gran experto informático que me ayudara a encontrar mi trabajo perdido. Eso podría interpretarse como que el modus operandi de San Antonio no siempre estuviera basado en el camino más directo posible. Sacudo la cabeza de un lado a otro, como tratando de expulsar de ella estos últimos pensamientos, tan estrafalarios como inútiles, y la imagen de la vela regresa súbitamente, ocupando todo el espacio de mi cerebro. En alguno de los trasiegos que los asuntos de la operativa normal de la casa me han obligado a dar por el salón, he visto, de reojillo, que el cilindro naranja debe tener ya una cuarta parte de su longitud original. Sigo fregando, en modo automático, pero no veo platos, ni vasos, ni nada que no sea de color naranja. Cuando he atacado con el estropajo a una vieja sartén no menos de una docena de veces, sin atender ni a la estrategia de limpieza de la misma, ni al olvido que sufren sus vecinos de pila, comprendo, al fin, que algo en la imagen de la vela no era normal. Algo, cuya comprensión no se ha completado con el solo barrido de mi vista desatenta, se ha quedado como un bucle iterativo en mi cabeza. Como las viejas agujas de los tocadiscos cuando llegaban al extremo del vinilo.

He vuelto precipitadamente al salón y he acercado a la mesa una silla girada, sobre cuyo respaldo me he acomodado apoyando los brazos. Mi cara se encuentra a pocos centímetros de la vela, pero no siento su calor. Tampoco cuando pongo la mano por encima de ella y en su vertical. Observo la vela con creciente interés. No existe en la llama ese temblor habitual, como de frío incontrolable; en cambio forma un triángulo isósceles estático y perfecto, con sus lados nítidamente definidos y sin discontinuidades. No veo ese hilo oscuro de humo que asciende hacia el techo sobre el tobogán imaginario de una columna salomónica. No está el brillo de la cera cuando forma un pequeño charco a los pies de la mecha, ni se desborda en sus contornos, buscando sus gotas la huida por los costados de la vela. La llama no es una mezcla de rojos, amarillos y transparencias de aquelarre, sino que tiene un tono entre el ocre y el amarillo uniformemente repartido en toda su extensión. El plato sobre el que he colocada la vela no tiene resto alguno de la ceremonia química que se está produciendo sobre él. La energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma, siempre y cuando no sea la producida por mi vela de color naranja.

He permanecido inmóvil un rato más. El suficiente como para asistir a la finalización del fenómeno. Ya sólo hay plato. Tan limpio como antes de haber sido seleccionado para esta misión. Pero no sé si la impropia consumición de la que la vela ha hecho gala, esta vela averiada, será válida para que el objetivo de la ceremonia llegue a buen término. Sólo hay una forma de saberlo, de manera que me dirijo al ordenador. Si todo ha ido bien, encontraré los ficheros en algún lugar evidente. Quizá estén de vuelta en mitad del escritorio. Entonces, como el padre de aquel hijo pródigo de la parábola, yo seré el hombre más feliz del mundo, y, quién sabe si en breve, uno de los más ricos.

He entrado atropelladamente en el despacho. No es momento de ceremonias ni de mesuras en los gestos. Y entonces he descubierto algo que me ha dejado en un estado de perplejidad tal que no existe ni término idiomático ni recurso perifrástico que lo pueda describir. Justo al lado de mi ordenador se encontraba mi vela. Intacta y firme. Idénticos forma, color y tamaño. Todavía perplejo en la contemplación del milagro, he descubierto una pequeña diferencia en esta réplica. Algo parecido a una línea, de pulso irregular y tono oscuro, discurre en vertical a lo largo de la vela. Se trata de letras. Letras diminutas formando diminutas palabras y cuya lectura sólo me es posible echando mano de una lupa.

El pequeño y sorprendente mensaje que veo a través de la lente dice:

"Tú lo que eres, es un cachondo. Y yo, entonces, ¿qué?"

No tengo palabras. Parece que la proverbial generosidad atribuible a esos seres como de ectoplasma que están tocados por el don de la santidad, es, como todo en esta vida, un recurso limitado. ¡Maldita sea! Ya lo único cierto es que no hay en lo que creer.



Octubre de 2009

4 comentarios:

  1. Ya te lo dije una vez, en quien hay que creer es en San Cucufato, los cojones te ato, si no me lo devuelves no te los desato... la Yaya nos escondía cosas para que creyeramos y Mª Angeles me enseño que San Cucufato era mas efectivo (Roma 1984). Siempre nos quedará Hipercor para proveernos de objetos necesarios.

    Loreto

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  2. He vuelto a escuchar "Clara". Cuantas canciones se nos olvidan y qué bueno es recordarlas. Gracias. La vela ya forma parte de mi almacén de lecturas, que no voy a decir cual es ...

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  3. Por cierto, "la verguenza que te da, siempre será menor que la ilusión que nos hace"... Lo dijiste tomando cañitas.

    Te he hecho caso, ya ves.

    Besos. C

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  4. ¡Joder, qué agradabilísima sorpresa! Y yo que pensaba que este sitio pillaba un poquito a trasmano…

    La ruleta de la fortuna de Hipercor me adjudicó esa vela. Ya te digo. Como que es del todo real.

    ¿Eso dije yo? Caray, me gusta esa frase. Me voy a autocitar con ella.

    Muchas gracias, Loreto y C, por la visita. Me hace una ilusión grandota. Que lo sepáis.

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