estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 21 de marzo de 2010

La olla que me regalaste


Me aturullo cuando me miras con esa cara de saber lo que quiero decir mejor que yo mismo. En una reacción propia de prueba poligráfica policial, siempre me siento culpable. Y eso, aunque mi único desliz sea el de dirigirme a ti sin haber elegido con cuidado las palabras necesarias para no naufragar en tu impaciencia, en mi premura. A veces pienso, ironía de las cosas, que acaso dejara yo de transmitir esta señal tan reconocible por ti, el día que tuviera realmente la conciencia llena de culpas. Pero, por si acaso, hoy no haré la prueba, y te hablaré en diferido. Por carta y a salvo de tu mirada.

Sé que el otro día te decepcioné cuando te llevé a cenar a aquel restaurante tan caro. Aunque quizá no lo suficiente como para poder comprar tu aprobación, y que llegáramos a parecerte bien, el restaurante por bonito, y yo por mi voluntad de agradarte. Sé que pensabas eso porque también mis vértices se han limado al efecto de tu erosión, y he empezado a saber leer tus silencios que son, en consecuencia, cada vez más locuaces. Y creo que tienes razón y que la he cagado una vez más, aunque no me lo hayas dicho en tu intento de salvar la noche. Yo puse sólo una llamada de teléfono donde había que poner otros matices, otros mensajes, una excursión al mercado y un decidido trabajo en la cocina. Ahora, puede que en este mismo instante, te estarás preguntando para qué me has regalado esa olla tan bonita y tan moderna, que prometí estrenar para ti; y me encojo pensando que quizá tengas a remolque de esta duda, otras de mayor trascendencia.

Mi psicólogo me recomendó encarecidamente que no situara al mismo nivel mi incapacidad para enfrentarme al cocido madrileño, con otras patologías de mi persona sobre las que asegura que ya hay suficiente campo de trabajo. Además, insistió en que es imposible pasar por alto todas las otras buenas cualidades que tengo sólo por esta cuestión, y que todo el mundo entiende que hay quien sirve para cocinar, y hay quien no, y que no todos vamos buscando cocineros o cocineras para entregarles parte de nuestra vida. Lo cierto es que estas palabras me dejaron más tranquilo, más allá del hecho natural de que uno va al psicólogo con el ánimo y la esperanza de salir mejor tras su encuentro con él, que antes de iniciarlo. Aquella noche en las páginas amarillas anoté los números de teléfono de 6 o 7 escuelas de cocina, y luego me tomé un vaso de gazpacho envasado y me fui a la cama con la sensación de estar en el buen camino para encauzar mi vida.

Pensé que si las cosas se hacen, se hacen bien, y decidí apuntarme a un curso de cocina exprés, como las ollas, para ponerme al día en lo fundamental a la vuelta de una semanita, o dos como máximo. Además supuse que tenía que ser presencial, ya que la sensación que producen los sabores difícilmente puede transmitirse de manera virtual a través de cursos on line de esos que abundan en internet. El conciliar los horarios factibles, con la necesaria disponibilidad de plazas libres en los mismos, y la resolución de otros inconvenientes de naturaleza burocrática, consumió más de dos semanas, cosa que me puso ya a tiro de piedra de tu cumpleaños, fecha elegida para el estreno de la olla. Este hecho me empujó a significarme eficazmente el día de la primera clase en la que la profesora nos comunicó el programa del curso. Eran tres semanas, y la olla no iba a ser objeto de ensayo hasta la última de ellas. Le rogué suavemente, primero, y muy vehementemente, después de su primera negativa, que diera la vuelta a un calendario tan caótico y arbitrario, y empezara por la olla de manera inmediata. Ese mismo día, por ejemplo. No recuerdo con exactitud mis palabras finales al dirigirme a la profesora tras su obstinado rechazo a mi propuesta, formulada ya en no menos de tres ocasiones; pero la dirección del centro las calificó de gruesas en el momento en el que me comunicaron mi expulsión del grupo. Me extraña que yo haya perdido tanto los nervios como para haber dicho lo que me dijeron que dije. Permíteme, además, que no lo reproduzca ahora, no vaya a ser que a consecuencia de tu disgusto, el momento fuera oportuno para que les dieras a ellos más crédito que a mí.

En fin, que ya no tuve posibilidad de reacción, y decidí no enlazar un nuevo fracaso en la retahíla de ellos que venía cosechando en los últimos tiempos. Y renuncié a intentar prepararte una cena usando la olla, por miedo a que fuera de todo menos cena cenable lo que saliera de ella, y por si hacerlo hubiera supuesto, además, comprometer la seguridad física de la finca donde vivo. Y el resto ya lo conoces, como dicen en las películas. Incluso sabes que acuciado por el sentimiento de culpa, me hice el olvidadizo cuando el otro día te dije jovialmente que te invitaba a cenar a aquel sitio caro para celebrar tu cumpleaños.

Sé que relatarte esto a toro pasado no me redime. Pero al menos, me quedo más tranquilo al mostrar en mi confesión que puse voluntad, y que en absoluto he sido invadido por el desinterés y la desidia; y me gustaría pensar, quizá haciendo abuso de tu bondad, que el episodio no ha tenido un efecto desastroso y definitivo en tu opinión sobre mi, porque a la vez que me responsabilizaba de la necesidad de utilizar la olla que me regalaste, y cuanto más te iba conociendo, más se me iba a mí la mía, por ti.



Junio de 2006

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