estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



viernes, 18 de octubre de 2013

Una persiana cerrada


Cuando llegué a Madrid para estudiar la carrera, alquilé un piso sencillo, pequeño, interior y, por supuesto, barato. Si bien todos estos adjetivos, excepto el de barato, podrían ser eufemismos de una calificación mucho más severa, lo cierto es que era algo que se ceñía casi con exactitud matemática a mi capacidad económica de consumo.

Aunque siempre entendí que aquel piso era literalmente una solución austera y práctica al problema de “habrá que dormir en algún sitio”; lo cierto es que el piso y yo nos fuimos haciendo el uno al otro. Supongo que yo más a él que él a mí.

Constaba el piso de 4 habitaciones, también llamadas piezas en el argot inmobiliario de toda la vida. De toda mi vida. A saber: hall-distribuidor, comedor-cuarto de estar, dormitorio-aseo y cocina-ofice. Todo un lujo. Hay dos enfoques posibles en la comprensión del tamaño de un piso, dado el hecho de poder denominar a cada habitación con más de una palabra. El irreflexivo que induce a pensar que la multifuncionalidad supone necesariamente mayor tamaño, al traer cada utilidad consigo sus irrenunciables requerimientos de dimensionamiento; y el realista que desde el principio asume que la versatilidad de uso es, por lo general, fruto de una incuestionable limitación de espacio. El que yo fuera más del segundo enfoque, no obstaba para que una de aquellas habitaciones me gustara y me hiciera sentir cómodo, y aún orgulloso. Era la cocina-ofice. Y más concretamente la segunda de sus partes. Se materializaba en una mesa de estudio colocada frente a una ventana con vistas al patio interior. Y encima de ella, un flexo. Aquel pequeño espacio casi invadido por encimeras y armarios altos, fue desde el principio un sitio amigo para mí, en el que pasaba horas y horas; si bien no podía decirse que lo hiciera por placer, sino porque la mesa y el flexo creaban un ambiente propicio para el estudio, al que mi estatus de universitario responsable me obligaba de manera tenaz. Por su parte, la ventana al patio era mi periscopio para con el mundo exterior; y de aquel pequeño mundo, mi punto de atención principal era la persiana de la casa de enfrente. Una persiana permanentemente cerrada.

El patio interior de mi casa de estudiante era cuadrado. Pequeño, de apenas cinco metros por lado, en cada uno de ellos había dos ventanas pertenecientes a distintos pisos. Como es lógico, a esa distancia, la rutina doméstica de cada uno estaba inevitablemente condicionada por la del vecino de enfrente. Y también la mía, aunque de una manera distinta. Yo dedicaba gran parte de mi tiempo a ensoñar sobre las mil y una posibilidades que había detrás de aquella persiana, y que eran inalcanzables para mí mientras no se levantara. Y no parecía que la situación fuera a cambiar. Florencio, vecino de la finca y una especie de patriarca de la comunidad, me solía decir que en aquella vieja finca no había quien quisiera vivir, y que los que permanecían todavía, lo hacían de manera automática, sin que la voluntad les interviniera en semejante hecho; y que aún así, alguno se aventuraría a vivir en otro sitio menos familiar pero más cómodo, si no fuera porque los pisos tienen unos precios tan altos como el viejo hospital de San Carlos, pero con el inconveniente de que las preocupaciones asociadas les ayudan antes a enfermar que a sanar.

-Mira hijo, sólo he visto en mi vida algo tan sorprendente como el hecho de que alguien vaya a alquilar la casa de enfrente de la tuya- me dijo Florencio una vez- ¿y sabes qué es?

-No tengo ni idea- contesté.

-Que tú hayas alquilado la de enfrente a ella.

Pasé tantas tardes con la mirada perdida en aquella persiana que sería poco decir que sabía exactamente el número de lamas que la componían, porque además sabía cuáles estaban más sucias, cuáles resquebrajadas y cuáles arqueadas por el paso del tiempo. Éstas, las arqueadas parecían cambiar de sitio. Y cada vez que yo creía advertir esos cambios, pensaba que se debía a que alguien había subido y vuelto a bajar la persiana. En esas ocasiones, las lamas ya no pueden caer y amoldarse las unas contra las otras de la misma manera en que lo hacían antes. Las lamas son como las personas, y no existen dos iguales, ni son capaces de mantener su criterio y su conducta sin enmendarla casi en cada nueva jornada.

Durante años no tuve con quién discutir sobre la necesidad de cambiar las cuerdas del tendedero que compartía con un inexistente vecino. Tampoco hubo en aquel periodo de tiempo, sino en mi imaginación, ningún incendio que me permitiera salvar la vida de un niño indefenso cruzando de una ventana a otra sobre un tablón de madera. Ni tuve la oportunidad de ver con mis propios ojos un cruento asesinato, disimulando mi presencia de testigo de cargo, contra una infinita oscuridad en el ofice que tenía perfectamente planeada si llegaba el caso. No pude tampoco, distraerme de mis estudios porque el corazón me fuera robado por alguna vecina cuyos hábitos y manías hubiera estado dispuesto a tomar e incluso a amar, renunciando a parte de mi identidad.

La persiana eternamente cerrada. Esa fue mi gran decepción en la época de estudiante en Madrid.

Completar la carrera me llevó los mismos años que a casi todo el mundo. Años que terminaron por agotarse aquel mes de junio en el que hacía tanto calor. El trajín de cajas y libros, y de calcetines y maletas,  y de objetos inútiles que uno colecciona con perseverancia para acabar despreciando en cada traslado, me hacían sudar un poco más, por si la temperatura no fuera suficiente estímulo para ello. Fue comprobando que no me dejaba nada en mi habitáculo de estudio, cuando vi la persiana de enfrente levantada. Corrí al descansillo de la escalera, es decir, di media docena de zancadas, y encontré la puerta del piso entreabierta. Una señora vestida con una bata azul, se encontraba en su interior limpiándolo con movimientos pausados.

-Buenos días, señora. ¿Qué, le está usted dando un repasito al piso?

-Sí, me ha enviado la agencia inmobiliaria. Parece que el piso se va a ocupar.

Un ejemplo más de las juguetonas decisiones del destino. Si Florencio tenía razón, y yo creo que la tenía, el futuro habitante del piso estaría condenado a ver eternamente cerrada la persiana de mi cuarto de estudio. En ese estado estaría desde el día siguiente.

-Que le sea leve la tarea- me despedí.

-Gracias hijo. Lo que me queda es más fácil. Hay que ver lo que me ha costado limpiar la persiana del pequeño cuartito anexo a la cocina. Parece que llevara siglos acumulando polvo.



Abril de 2005
Rev. en Julio de 2009


2 comentarios:

  1. Las horas de estudio dan para mucho. Tú mirabas la persiana y sus transformaciones. Yo me hipnotizaba frente a la lavadora. Escapismos de estudiante. Ésa habilidad -la de fantasear con "las persianas cerradas"- es posiblemente lo que más echamos de menos, sin saberlo, de la gloriosa etapa de la vida universitaria.
    Espero que sigas publicando. Me interesa genuinamente lo que cuentas por cómo lo cuentas.
    Un beso.

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    1. Bueno, yo diría que los escapismos permanecen toda la vida. Qué sería de nosotros sin la habilidad para remolonear en la cama una mañana de domingo (como esta), o qué pretendemos al remover con la cuchara dos gotas de café que quedaron al fondo de la taza, sino dilatar algo que es menos atractivo aún que remover dos gotas de café.

      Seguiré publicando cosillas, siempre que consiga tener cosillas que publicar. Creo que me hallo en una pronunciada concavidad en este aspecto.

      Gracias por tu visita, eMi.
      Besos

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