Cuando llegué a Madrid para estudiar
la carrera, alquilé un piso sencillo, pequeño, interior y, por supuesto,
barato. Si bien todos estos adjetivos, excepto el de barato,
podrían ser eufemismos de una calificación mucho más severa, lo cierto es que
era algo que se ceñía casi con exactitud matemática a mi capacidad económica de
consumo. Aunque siempre entendí que aquel piso
era literalmente una solución austera y práctica al problema de “habrá que
dormir en algún sitio”; lo cierto es que el piso y yo nos fuimos haciendo el
uno al otro. Supongo que yo más a él que él a mí.
Constaba el piso de 4 habitaciones,
también llamadas piezas en el argot inmobiliario de toda la vida. De toda mi
vida. A saber: hall-distribuidor, comedor-cuarto de estar, dormitorio-aseo y
cocina-ofice. Todo un lujo. Hay dos enfoques posibles en la comprensión del
tamaño de un piso, dado el hecho de poder denominar a cada habitación con más
de una palabra. El irreflexivo que induce a pensar que la multifuncionalidad
supone necesariamente mayor tamaño, al traer cada utilidad consigo sus
irrenunciables requerimientos de dimensionamiento; y el realista que desde el
principio asume que la versatilidad de uso es, por lo general, fruto de una
incuestionable limitación de espacio. El que yo fuera más del segundo enfoque,
no obstaba para que una de aquellas habitaciones me gustara y me hiciera sentir
cómodo, y aún orgulloso. Era la cocina-ofice. Y más concretamente la segunda de
sus partes. Se materializaba en una mesa de estudio colocada frente a una
ventana con vistas al patio interior. Y encima de ella, un flexo. Aquel pequeño
espacio casi invadido por encimeras y armarios altos, fue desde el principio un
sitio amigo para mí, en el que pasaba horas y horas; si bien no podía decirse
que lo hiciera por placer, sino porque la mesa y el flexo creaban un ambiente
propicio para el estudio, al que mi estatus de universitario responsable me
obligaba de manera tenaz. Por su parte, la ventana al patio era mi periscopio
para con el mundo exterior; y de aquel pequeño mundo, mi punto de atención
principal era la persiana de la casa de enfrente. Una persiana permanentemente
cerrada.
El patio interior de mi casa de
estudiante era cuadrado. Pequeño, de apenas cinco metros por lado, en cada uno
de ellos había dos ventanas pertenecientes a distintos pisos. Como es lógico, a
esa distancia, la rutina doméstica de cada uno estaba inevitablemente
condicionada por la del vecino de enfrente. Y también la mía, aunque de una
manera distinta. Yo dedicaba gran parte de mi tiempo a ensoñar sobre las mil y
una posibilidades que había detrás de aquella persiana, y que eran
inalcanzables para mí mientras no se levantara. Y no parecía que la situación
fuera a cambiar. Florencio, vecino de la finca y una especie de patriarca de la
comunidad, me solía decir que en aquella vieja finca no había quien quisiera
vivir, y que los que permanecían todavía, lo hacían de manera automática, sin
que la voluntad les interviniera en semejante hecho; y que aún así, alguno se aventuraría
a vivir en otro sitio menos familiar pero más cómodo, si no fuera porque los
pisos tienen unos precios tan altos como el viejo hospital de San Carlos, pero con
el inconveniente de que las preocupaciones asociadas les ayudan antes a
enfermar que a sanar.
-Mira hijo, sólo he visto en mi vida
algo tan sorprendente como el hecho de que alguien vaya a alquilar la casa de
enfrente de la tuya- me dijo Florencio una vez- ¿y sabes qué es?
-No tengo ni idea- contesté.
-Que tú hayas alquilado la de enfrente
a ella.
Pasé tantas tardes con la mirada
perdida en aquella persiana que sería poco decir que sabía exactamente el
número de lamas que la componían, porque además sabía cuáles estaban más
sucias, cuáles resquebrajadas y cuáles arqueadas por el paso del tiempo. Éstas,
las arqueadas parecían cambiar de sitio. Y cada vez que yo creía advertir esos
cambios, pensaba que se debía a que alguien había subido y vuelto a bajar la
persiana. En esas ocasiones, las lamas ya no pueden caer y amoldarse las unas
contra las otras de la misma manera en que lo hacían antes. Las lamas son como
las personas, y no existen dos iguales, ni son capaces de mantener su criterio
y su conducta sin enmendarla casi en cada nueva jornada.
Durante años no tuve con quién
discutir sobre la necesidad de cambiar las cuerdas del tendedero que compartía
con un inexistente vecino. Tampoco hubo en aquel periodo de tiempo, sino en mi
imaginación, ningún incendio que me permitiera salvar la vida de un niño
indefenso cruzando de una ventana a otra sobre un tablón de madera. Ni tuve la
oportunidad de ver con mis propios ojos un cruento asesinato, disimulando mi
presencia de testigo de cargo, contra una infinita oscuridad en el ofice que
tenía perfectamente planeada si llegaba el caso. No pude tampoco, distraerme de
mis estudios porque el corazón me fuera robado por alguna vecina cuyos hábitos y
manías hubiera estado dispuesto a tomar e incluso a amar, renunciando a parte
de mi identidad. La persiana eternamente cerrada. Esa
fue mi gran decepción en la época de estudiante en Madrid.
Completar la carrera me llevó los
mismos años que a casi todo el mundo. Años que terminaron por agotarse aquel
mes de junio en el que hacía tanto calor. El trajín de cajas y libros, y de
calcetines y maletas,y de objetos
inútiles que uno colecciona con perseverancia para acabar despreciando en cada
traslado, me hacían sudar un poco más, por si la temperatura no fuera
suficiente estímulo para ello. Fue comprobando que no me dejaba nada en mi
habitáculo de estudio, cuando vi la persiana de enfrente levantada. Corrí al
descansillo de la escalera, es decir, di media docena de zancadas, y encontré
la puerta del piso entreabierta. Una señora vestida con una bata azul, se
encontraba en su interior limpiándolo con movimientos pausados.
-Buenos días, señora. ¿Qué, le está
usted dando un repasito al piso?
-Sí, me ha enviado la agencia
inmobiliaria. Parece que el piso se va a ocupar.
Un ejemplo más de las juguetonas
decisiones del destino. Si Florencio tenía razón, y yo creo que la tenía, el
futuro habitante del piso estaría condenado a ver eternamente cerrada la
persiana de mi cuarto de estudio. En ese estado estaría desde el día siguiente.
-Que le sea leve la tarea- me
despedí.
-Gracias hijo. Lo que me queda es más fácil. Hay que ver lo que me ha
costado limpiar la persiana del pequeño cuartito anexo a la cocina. Parece que
llevara siglos acumulando polvo. Abril de 2005 Rev. en Julio de 2009
Las horas de estudio dan para mucho. Tú mirabas la persiana y sus transformaciones. Yo me hipnotizaba frente a la lavadora. Escapismos de estudiante. Ésa habilidad -la de fantasear con "las persianas cerradas"- es posiblemente lo que más echamos de menos, sin saberlo, de la gloriosa etapa de la vida universitaria. Espero que sigas publicando. Me interesa genuinamente lo que cuentas por cómo lo cuentas. Un beso.
Bueno, yo diría que los escapismos permanecen toda la vida. Qué sería de nosotros sin la habilidad para remolonear en la cama una mañana de domingo (como esta), o qué pretendemos al remover con la cuchara dos gotas de café que quedaron al fondo de la taza, sino dilatar algo que es menos atractivo aún que remover dos gotas de café.
Seguiré publicando cosillas, siempre que consiga tener cosillas que publicar. Creo que me hallo en una pronunciada concavidad en este aspecto.
Si yo les digo que una estracha es un conjunto de palabras dispuestas siempre en un determinado orden, y que constituyen un chascarrillo jocoso que varias personas comparten, incluso como modo de identificación grupal; o una expresión técnica que resulta indispensable en la confección de un documento formal con trascendencia laboral o jurídica; o simplemente lo que a Luis Aragonés se le pasó por la cabeza, y de allí a la boca, en un momento de calentón durante un partido de fútbol; puede que ustedes me dijeran que tengo el intelecto un poco descolocado. Pero si tuviera que asociar la definición precedente a un objeto gramatical, aunque nombrando a éste en inglés, y aún más, utilizando el acento propio del paisanaje de la mismísima Eaton Place, entonces ya la cosa va cambiando. ¿A que sí?
Si yo les digo que este espacio se llama Estrachas del Ocelote, créanlo porque es lo que reza el título del mismo. Pero "no me digan el porqué" (estracha singular donde las haya) de este nombre. Para eso tendrán que echar un vistazo por aquí, y preguntárselo al "Sabio de Hortaleza", caso de que se encuentren con él por algún rincón.
Las horas de estudio dan para mucho. Tú mirabas la persiana y sus transformaciones. Yo me hipnotizaba frente a la lavadora. Escapismos de estudiante. Ésa habilidad -la de fantasear con "las persianas cerradas"- es posiblemente lo que más echamos de menos, sin saberlo, de la gloriosa etapa de la vida universitaria.
ResponderEliminarEspero que sigas publicando. Me interesa genuinamente lo que cuentas por cómo lo cuentas.
Un beso.
Bueno, yo diría que los escapismos permanecen toda la vida. Qué sería de nosotros sin la habilidad para remolonear en la cama una mañana de domingo (como esta), o qué pretendemos al remover con la cuchara dos gotas de café que quedaron al fondo de la taza, sino dilatar algo que es menos atractivo aún que remover dos gotas de café.
EliminarSeguiré publicando cosillas, siempre que consiga tener cosillas que publicar. Creo que me hallo en una pronunciada concavidad en este aspecto.
Gracias por tu visita, eMi.
Besos