estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



miércoles, 1 de junio de 2011

El tesoro de Ricardo




I
Sus manos pequeñas e inquietas movían los lápices con destreza. Ahora el rojo, luego el verde. Después el marrón y los azules. Poco a poco, el trabajo perseverante de Ricardo iba convirtiendo un folio de papel en el mapa de una isla del tesoro.

Sólo una cosa inquietaba a la resuelta voluntad de Ricardo. Y era que el azul marino, que era de suponer que tomaba su nombre del color del mar, no fuera el utilizado para colorear el mar de los mapas. -Esto es porque el cielo queda a la espalda de los que escudriñan los mapas sobre el terreno, y no pueden verlo. De eso modo, el azul celeste no puede causar confusión acerca de si representa el mar o el cielo –le había aclarado su madre, inventando axiomas para intentar despreocupar de tan serios asuntos de lógica, a quien por cuestión de edad no merece ocuparse en ellos. Cuando el mapa se hubo terminado, la imaginación de Ricardo, con ayuda de todos los datos que había memorizado concienzudamente en el transcurso de la película, habían enterrado el tesoro en aquella mínima mancha marrón, que se encontraba rodeada por un vasto imperio celeste. Y el mapa, a su vez, fue puesto a buen recaudo en la caja de los tesoros del niño, la que habitaba debajo de su almohada, a la espera de la llegada del verano.


II
El verano les llegó por la Virgen del Carmen como ya había sucedido muchos otros años. Pero aquel, a diferencia de los anteriores, y por primera vez desde antes de que Ricardo fuera un miembro más de la familia, ésta renunció a los bosques de pinos, a los collados verdes y al jersey de por las noches, para rodearse de humedades con olor a sal y conversaciones de gaviotas.

La novedad colmó las expectativas de Ricardo, alimentadas durante tantos meses, desde que la decisión trascendió a los socios sin derecho a voto en el órgano familiar. Pero para él fue algo diferente. Después de todo, su hermano Javi, el chulito, ya había visto el mar en un viaje con el cole; y la abuela, bueno, la abuela ya tenía años bastantes como para haber hecho lo propio; y si aún no lo había hecho, entonces ya tenía años bastantes como para no necesitarlo. Ricardo hasta aquel verano había sido un conquistador atípico. Teniendo, como tenía, la condición imprescindible para ser el más importante de ellos: ser extremeño; le había faltado, sin embargo, el objeto directo de su profesión: algo que conquistar. Y como las ocasiones, a veces, no se recrean pasando una segunda vez, y eso ya se sabe hasta con siete años, Ricardo estaba preparado para la que se le había puesto al alcance de la mano.


III
La parte posterior del local del bazar, la que daba al pequeño callejón que desembocaba en la perpendicular al Paseo del Mar, estaba, como cada día, abarrotada de objetos en su improvisada función de almacén callejero. La primera luz de la mañana daba al entorno un aspecto de desastre nuclear. Ni un alma por la calle. Ricardo escaló con sigilo la tela metálica del establecimiento y separó el enorme cobertor gris que cubría por las noches aquel caos de objetos de temporada. Enseguida encontró la pequeña Zodiac amarilla a la que tenía echado el ojo desde hacía días. No consideró que aquel pequeño hurto fuera un pecado de primera magnitud. Después de todo, iba a ser un tipo famoso, y ya tendría la ocasión de comprarle al dueño muchos botes de juguete como ese. Luego, con mucho cuidado, lanzó la Zodiac al otro lado de la tela metálica y desanduvo su camino hasta el Paseo. Y de allí, cruzó hasta la playa. A lo lejos, como si se tratara de pequeñas hormigas organizando el terreno, pudo ver dos máquinas del ayuntamiento limpiando la arena. Escaso público para aquel momento de gloria. Registró el bolsillo de su anorak naranja para asegurarse de que el mapa estaba en su sitio. No todos los mares tienen el honor de abrazar a los grandes hombres que hicieron más ancho este mundo. Era una gran oportunidad para el celeste imperio que había delante de él. El que le separaba del tesoro dibujado en un mapa.



Diciembre de 2008

3 comentarios:

  1. Uno muestra más de tus hermosos relatos. Tan entrañables... Y con un tema muy recurrente en tus letras. Hay mucha nostalgia en él, ¿si?
    Y una frase para guardar:
    ..."la abuela, bueno, la abuela ya tenía años bastantes como para haber hecho lo propio; y si aún no lo había hecho, entonces ya tenía años bastantes como para no necesitarlo..."
    Un abrazo
    (Ahora que ya recuperé los dos brazos)
    :)

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  2. Mira que historia tan bonita que nos traes: Un pequeño protagonista-conquistador que por fin encuentra algo que conquistar.

    Me parece que el mayor tesoro que tenía Ricardo era su propia imaginación infantil, ésa que no tenía horario ni conocía fronteras, ésa que le permitía recorrer la realidad como si anduviera por su propio dibujo en colores, con los ecos de Flint y Long John Silver. Debió de ser un verano fantástico para él: Descubrir por fin el mar y fletar su peculiar navío rumbo a la aventura.

    Un día paseando cerca del mar encontré un tesoro: A primera vista, por su forma, parecía una pequeña calabaza marina, ¿sería quizá la que se transformó en carroza para llevar a la Sirecienta? Después al cogerla y mirarla de cerca resultó ser el caparazón vacío de un erizo de mar pero sin púas. Entonces fue cuando supe que también los erizos se pueden quedar calvitos. Pero lo realmente sorprendente era que su textura rugosa aparecía increíblemente ordenada en forma de hileras radiales de diminutas montañas. Lo guardé porque me pareció que la naturaleza, una vez más, se había lucido en el diseño.


    Saludos de Keira y de las gaviotas

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  3. Gracias Sinu. A mi también me parece especialmente lúcida esa frase, aunque solo en la boca de un niño. Yo no la suscribiría para mí cuando sea abuelo.

    Keira, queda terminantemente prohibido dar envidia al propietario de este sitio, dejando aquí imágenes del mar, que tan lejos me queda. Que lo sepas :-(

    Muchas gracias a las dos.

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