estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



sábado, 22 de enero de 2011

03:40 a.m.





Como cabía esperar de su profesionalidad y entrega al deber, esta mañana el despertador de la mesilla me ha devuelto a la vigilia una vez más. He saltado como un resorte de la cama, gracias a su alarido exagerado. Como si mi cuerpo, al igual que el de la máquina, estuviera lleno de automatismos incontrolables. En realidad lo está, por mucho que los suyos tengan algún contenido mayor en hierro y vidrio, y los míos en calcio e incertidumbres.

Aunque ahora soy un enteradillo, algo advenedizo, de los nuevos conceptos que la clase científica está desplegando sobre cómo estimular las células cerebrales (y que consisten básicamente en romper la rutina de los actos habituales, para provocar una contradicción en el funcionamiento de nuestras conexiones neuronales, y que éstas, tengan que espabilar), he decidido posponer su puesta en práctica hasta mañana (en realidad, tengo la sospecha fatal de que lo pospondré cada día, hasta que lo leído al respecto huya de mi memoria). En su consecuencia, la de mi acusado complejo de Escarlata O’Hara, he realizado con precisión de bisturí viejo las mismas tareas, y con idéntica cadencia, que vengo realizando desde el pasado lunes en la misma franja horaria, y que fueron entonces las mismas que el lunes anterior, y así sucesivamente hasta retroceder en el tiempo al primer lunes en el que mis automatismos se independizaron de mi voluntad. Una vez que he tenido terminadas todas las fases que componen la ceremonia de poner un cuerpo en marcha por la mañana, me he largado a trabajar.

Ha sido al detenerme en el primer semáforo en rojo, cuando he reparado en que mi reloj de pulsera marcaba las 03:40 a.m. He generado una mueca de disgusto al comprender que había desperdiciado la mitad de la noche, y ni siquiera me ha consolado el hecho de que mi madrugón descomunal fuera a suponer un grano, (de esos que dice el refrán que ayudan al compañero), para dar un empujoncito al Producto Interior Bruto del país. Pero en el segundo semáforo que me ha ordenado parar, es cuando he atado cabos. La mañana ya era mañana, el tráfico ya era tráfico, y el reloj del coche marcaba la hora habitual de que esas cosas sean así. En efecto, el reloj que ato cada día a mi muñeca, y que me ata, a su vez, a las exigencias de puntualidad de los hechos rutinarios del buen orden social, seguía marcando las 03:40 a.m., como esos relojes de las películas de intriga con crímenes irresolutos, que detienen el tiempo para delatar a alguien. Y entonces he bostezado con inusitada intensidad. Como si desencajarme las mandíbulas fuera un acto de supervivencia.

La mañana ha transcurrido con una cierta pátina de falsa tranquilidad. No porque el ritmo de la oficina se pusiera en un imposible estado de latencia, sino porque yo no he conseguido ponerme nunca a su altura. Los objetos habituales del entorno parecían recién sacados de un espejismo de náufrago. Ninguna de las tareas que he emprendido ha llegado a buen término, y el cansancio y el sueño me han tenido contra las cuerdas sin que pudiera yo oponer a ese estado de cosas, sino desaliento y confusión.

Al mediodía, y desde la ubicación de la oficina más próxima a mí, Miguel Ángel me ha dirigido un gesto de interrogación que no he sabido interpretar, a pesar de que es el mismo que hace todos los días, y que marca el punto de partida de los actos previos y necesarios para que nos vayamos a comer. Como quiera que no ha habido respuesta por mi parte, ni aún un pequeño gesto que demostrara que yo no era sólo un volumen de masa inerte, me ha preguntado directamente:

-¿Nos vamos a comer?

Y luego, tras mi terco silencio:

-¿Te encuentras bien?

-No estoy muy católico hoy. Pero de todos modos, ¿Quién coño puede meterse algo entre pecho y espalda a estas horas tan tempranas? Es incomprensible.

Miguel Ángel, un tipo discreto donde los haya, no me ha pedido explicación por mi exabrupto, ni me ha hecho notar que todos los días del año (excepto hoy) soy uno de los integrantes del grupo de personas de comportamiento incomprensible. Luego, él y el resto del elenco de comensales habituales han caminado hacia la salida. Lo han hecho sin hablar, al menos mientras yo he tenido contacto visual con ellos. Pero no habrá alma humana, ni siquiera el bueno de Miguel Ángel, que pueda mantener ese silencio, una vez que hayan llegado al ascensor.

A pesar de esta especie de astenia primaveral que me ha atacado en pleno mes de septiembre, me queda energía cerebral bastante como para comprender que me he comportado como un imbécil. Sin embargo, no la suficiente para determinar la causa de ello. Por lo general, soy un tipo razonablemente correcto, y cuando hago el gilipollas, suele ser de puertas adentro. O sea, tomando decisiones equivocadas e interpretando mal los hechos que suceden en mi entorno, y que no trascienden a la vida de los demás.

Es una suerte que la oficina se haya quedado desierta a la hora de comer. Gracias a ello, nadie puede sorprenderme dando cabezadas sobre la mesa. Se me antojan tan violentas, que probablemente soy el causante de un cierto viento a mi alrededor. Me voy al baño a darme un lavado de cara, a ver si así. Al mirarme al espejo, descubro esas pequeñas bolsas que se producen en las ojeras (que también muestran hoy un explícito color cercano al utilizado por la clase clerical durante la Semana Santa), y algunas legañas. Juraría que había acabado con ellas, ya en un par de ocasiones. Pero tal vez eso sucedió ayer.

A la vuelta del baño, me dirijo automáticamente a la máquina de café en busca de mi quinta dosis. Hoy tendré que quemar todos los cartuchos. Me encuentro en la sala de máquinas a una mujer. Está comiendo el contenido de una pequeña tartera púrpura semitransparente en una de las mesas dispuestas en la pequeña habitación. Mientras estoy sacando la modalidad más voluminosa y negra de café que el inventario de la cafetera es capaz de ofrecerme, la mujer me ha preguntado la hora.

-Son las 03:40 a.m.- le he contestado.

-Quieres decir p.m., ¿no?- me corrige educadamente.

-Si hubiera querido decir p.m., lo hubiera hecho.

-Vale, vale. Cada uno es cada uno. Seguramente, si le niegas la hora a la gente, la pila del reloj te durara más. Verdaderamente, hay gente para todo –ha concluido, como si hablara con la tartera, o con su contenido.

Para cuando la mujer me había dado por imposible, el café ya estaba listo. Lo he retirado de la máquina y me he vuelto a mi mesa, pensando en la puta pila del reloj. Pila traidora e inútil. Tan inútil que he pensado que era mejor no llevar reloj, y así evitar que me preguntaran la hora en lo sucesivo, con la más que probable consecuencia de quedar como un borde de manera absurda y gratuita.

Pero no he conseguido sacar el reloj de mi muñeca. El cierre parecía estar atascado, y por más intentos que he realizado, no he conseguido sino hacerme daño en las uñas, que, una tras otra, han ido poniendo a prueba su fortaleza contra la del malvado mecanismo (absolutamente dócil en el pasado cercano), como si de los caballeros de Camelot se tratara, intentando sacar a Excalibur de la piedra en la que el destino la alojó. Por espacio de lo que me ha parecido una eternidad, o puede que más, me he dedicado, iterativamente, a elaborar la única explicación posible a toda esta sucesión de hechos extraños que vienen ocurriendo hoy, para luego descartarla acudiendo a la lógica de lo posible. Pero poco a poco, la lógica ha dejado parte de su espacio al miedo y la ansiedad, hasta un punto en el que he decidido largarme de la oficina, para ir en busca de alguien con oficio suficiente como para librarme de lo que ya se me antojaba más unas esposas de reo, que una máquina para medir el tiempo. El cansancio sigue siendo aplastante. Miro el reloj, intentando calcular si aún tengo espacio suficiente como para pillar abiertas las tiendas, y leo las 03:40 a.m., una vez más. He tenido que hacer un gran esfuerzo para disimular los temblores que han sacudido mi barbilla, y retener las lágrimas que empezaban a abrirse paso por entre mis ojos enrojecidos e invadidos nuevamente por las legañas.

Ayudándome de la intensidad, ya escasa, de la luz en el exterior, he calculado que aún deben estar abiertos los centros comerciales. De manera que he cogido las llaves del coche y me he dirigido al garaje, con toda la diligencia que la sensación de llevar el peso del mundo sobre los hombros me ha permitido, y que no es mucha. Atlas no era más que un pringado. Como yo. Eso he pensado en el ascensor, camino de mi evasión.

A duras penas, y manejando el volante con las manos y la frente, a partes iguales, he conseguido llegar a un centro comercial que se encuentra relativamente próximo a la oficina. En el trayecto, he hecho tantas pirulas a los conductores circundantes, que si me hubieran hecho un seguimiento policial, todos los puntos de este carnet de conducir, y los de decenas de ellos más que hubiera podido tener en otras vidas futuras, hubieran volado sin remisión. El taller de relojería se encuentra en la planta baja (un pequeño grano de felicidad en medio del arrozal de angustia en el que se ha convertido el día de hoy), lo cual es probable que haya evitado que me estozolara contra el pico de un escalón, en alguna escalera mecánica poco cariñosa.

-Necesito que me quite este reloj de la muñeca –le he urgido al tipo de bata blanca y cara afable, que atendía el mostrador del taller, sin dar espacio a saludos y cortesías previas-, creo que el mecanismo se ha atascado.

-Sí. Está bloqueado. Pero no se preocupe. Quitaremos un eslabón y así podremos abrir la cadena.

Como si de una nueva Alicia se tratara, he aparecido en otro mundo distinto, al atravesar el espejo que ha supuesto la separación física que el hombre de la bata blanca ha procurado entre el reloj y mi persona. En una partícula de tiempo de inverosímil cortedad, todos los síntomas de mi derrota física y emocional, sufrida a lo largo de esta aciaga jornada han desaparecido. Entonces me he sentido despierto, fuerte, optimista y hambriento. Muy hambriento.

-Por cierto –me ha dicho el relojero- el reloj está parado. La pila se ha agotado. ¿Quiere que se la sustituya y vuelva a montar la cadena?

-No merece la pena. El cierre se ha estropeado.

-Bueno, lo cierto es que ahora funciona perfectamente.

-Si no es una molestia, le ruego que se deshaga del reloj, o lo aproveche como mejor le parezca. En este mismo momento, ha dejado de gustarme.

Al salir del establecimiento, una mujer, que denotaba urgencia y lucía aspecto descompuesto, me ha preguntado la hora. Me he disculpado mientras le mostraba mi muñeca vacía.

-Lo siento, no llevo reloj. Pero perdone, ¿Se encuentra usted bien? No tiene muy buen aspecto. ¿Necesita alguna ayuda? ¿Quiere comer algo? Precisamente me dirigía a…

-¿Ahora ligan ustedes así? –me ha interrumpido- Qué poco ocurrente, la verdad. No necesito nada de usted, pero ya puestos, quizá podría decirme dónde coño está el taller de relojería. Este puto reloj sólo sabe marcar las 03:40 de la madrugada.


Enero de 2011


Ilustración: Flaurash

3 comentarios:

  1. Me encanta tu blog tio!!! :)

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  2. Muchísimas gracias, chavala!!! Me hace una ilusión bárbara este comentario, que lo sepas.

    Un beso muy fuerte.

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  3. Nada tio.

    Por cierto te lo estas currando e... xD
    Una de las cosas que más me gustan son las fotos que tienes con esos "versos" (creo que son)

    Un beso :) nos vemos!!!

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