estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 5 de septiembre de 2010

A este lado de la puerta



No llegué a cruzar la puerta. Justo cuando la gruesa hoja de hierro en su movimiento de rotación pasaba a la altura del eje de simetría de mi jeta, se detuvo bruscamente. Como yo no esperaba este comportamiento dubitativo por parte de la cancela, la inercia de mi cuerpo hizo que mi cara se encajara violentamente contra el filo de su hoja. Primero impactó contra la frente y la nariz, para luego ir desplazándose por el lado derecho y terminar por detenerse contra el pómulo con un ruido sordo y breve como de madera seca tronchada. Antes de caer al suelo, fui capaz de comprender que el hierro nunca suena a madera seca.

El tipo de la bata verde me contó el desarrollo de la operación de reconstrucción, más con el ánimo, y en todo caso los modos, de dejar patentes sus grandes méritos de cirujano, que para informar, consolar y dar aliento a un paciente confuso y temeroso. Afortunadamente para mí, la mujer de la bata blanca me explicó en términos divulgativo-hospitalarios lo realizado en el quirófano sobre mi cara, así como el alcance de lo que previamente había sido roto en ella por causa del accidente. También me pidió información a cambio, y en su consecuencia me preguntó que cómo diablos me había dado semejante hostión contra la puerta. Aunque ella no empleó con la boca este término tan explícitamente herético, la expresión de su cara al preguntar cuadraba perfectamente con él. Me pareció una buena mujer que se interesaba por sus pacientes, pero no supe cómo dar respuesta a sus dudas, una vez que ella despejó las mías, acerca de que el funcionamiento de la puerta asesina se había demostrado perfecto en las investigaciones habidas durante el tiempo que yo había permanecido en modo "knock out" en el hospital.

En la segunda ocasión sucedió de un modo muy similar. Aunque al parecer, la puerta -que a la sazón giraba de derecha a izquierda en su movimiento de apertura- se detuvo algo más tarde. Por ello, el flanco machacado pasó a ser el izquierdo. No quedó piel en él desde el exterior del pómulo hasta la oreja. Y eso, en realidad, si la oreja hubiera permanecido en su sitio, porque en el transcurso del porrazo dejó de formar parte de mi anatomía. Esta vez, camino del suelo, capté la imagen de mis zapatos. Unos zapatos de color rojo intenso, puntera ancha y redondeada y longitud inexplicablemente exagerada. En los zapatos pensaba, eso creo, cuando mi cabeza hizo de ocasional baqueta contra el tambor del suelo. La percusión sonó a hueco, aunque ya no me dio tiempo a decidir de cuál de los sólidos en liza provenía el sonido. Luego, nada.

Más tarde, el tipo de la bata verde otra vez. Entonces se hacía acompañar de otros dos hombres con traje y corbata que se limitaron a mirar sin decir palabra. En esta ocasión se extendió menos en lo relativo a los detalles de la técnica quirúrgica. Puede que hubiera captado, al fin, mi incapacidad para seguir el ritmo y la ornamentación de sus explicaciones, o puede que simplemente hablara como un autómata mientras se preguntaba asombrado cómo es posible que un tipo pueda romperse la cara dos veces contra la misma puerta. O quizá debiera decir dos caras, toda vez que tras la primera reconstrucción, hubiera podido cruzarme por la calle con el más allegado de mis amigos sin que éste me hubiera reconocido.

La mujer de la bata blanca no se hizo acompañar por nadie. Tuvo una actitud de madre entregada para conmigo desde el principio, aunque yo no atendiera a la comprensión de este hecho de manera inmediata. Y es que mi única preocupación era la de recuperar mis zapatos. Pregunté por ellos a la mujer, quien me confirmó que, en efecto, no iba yo descalzo al ingresar atropelladamente por las urgencias del hospital. Luego localizó una bolsa de plástico de color aséptico (tanto que aún no sé si era gris o azul) dentro del armarito situado al lado de la puerta de la habitación, y de ella extrajo otra bolsa dentro de la cual estaban los zapatos. Eran zapatos de oficinista. Le pedí que indagara el paradero real de los míos, habida cuenta de que aquellos que me mostraba no eran los que llevaba yo en el momento del sucedido. Pero ella persistió, y sacó entonces de la primera bolsa una camisa blanca que reconocí inmediatamente como la mía. Lo supe porque aún era visible en ella un pequeño desteñido en la punta de un faldón que no salió ni en una docena de lavados, ni con la aplicación sistemática (aunque fuera sólo por dos veces) del quitamanchas del Doctor Bechmann. En vista de lo visto, cambié de tercio y le pregunté a la mujer que quiénes eran los dos tipos de traje que habían hecho de cuadrilla al cirujano plástico. Me dijo que eran psiquiatras, pero que no debía alarmarme porque los psiquiatras hoy en día son muy de estar en los casos clínicos, sin que ello suponga que el titular de la habitación que visitan esté de atar. Una vez que me hubo tranquilizado en este aspecto, le pedí que me dejara descansar un rato. Asintió con una sonrisa y se piró por la puerta que emitió un leve sonido metálico al cerrarse.

Aproveché la ausencia de distracciones circundantes para reflexionar y hacer balance de la situación. Para ello, me di la vuelta hacia el lado derecho que es la posición de tumbado en la que realmente mi capacidad intelectual rinde mejor. Existía la posibilidad, eso estaba claro, de que me estuvieran haciendo luz de gas en el hospital, y que hubieran sustituido los zapatos de payaso que llevaba en el momento del accidente por otros de estética neutra que serían dudosamente identificables de tan habituales en los pies de una gran parte de la población. Masculina. De oficinistas. De gustos un tanto conservadores. Pero por otro lado, la mujer de la bata blanca me pareció incapaz de sostener embustes con fines conspirativos contra un tipo de semblante tan cambiante como yo (sin que sepa yo bien qué relación hay entre lo uno y lo otro). Sin embargo, el fulano de la bata verde me pareció desde el principio el típico cirujano estético de sonrisa seductora, edad no muy avanzada, estatura intermedia, reloj en la mano derecha, pelo castaño, pantalón vaquero estudiadamente roto y piso en el Parque de las Avenidas. En fin, un tipo capaz de todo, como cualquiera comprende; aún fuera de su ámbito natural del quirófano. Pero, ¿con qué objeto iba a hacerlo? Por otra parte, la presencia de los psiquiatras en la última entrevista podía responder a la sospecha colegiada por parte de los facultativos del hospital de que efectivamente estuviera yo como una puta regadera. Hasta hace algún tiempo, ni a mí me hubiera parecido descabellado definir así a un tipo que se estampa dos veces con la misma puerta, y encima una de hierro que pesa un carajo. Luego pensé en la imagen de los zapatos una y otra vez, y una vez tras otra, mi intuición me dijo que detrás de ellos estaba la solución al enigma.

A la mañana siguiente me desperté tumbado del lado izquierdo. Mis trabajos de desentrañamiento de las cosas no habían progresado gran cosa. Al poco tiempo, prácticamente sin solución de continuidad tras beberme el café con leche del desayuno de la dieta inconcreta que correspondía a mi perfil de paciente, apareció en la habitación una señora setentona a la que no conocía de nada, dándome los buenos días con una amplia sonrisa, y colocándome un par de besos a los que no tuve tiempo de encontrar causa. Luego charlamos por espacio de unos diez minutos, aunque mi parte fue más de proporcionarle asensos a ella, y casi nada de estimularlos yo. A punto estaba ya de preguntarle que quién era, cuando decidió ponerse las gafas progresivas, al objeto de poder leerme la carta que había enviado su sobrina, la de Alemania, deseando una recuperación rápida para mí. Entonces torció el gesto y se adelantó a mis propósitos preguntándome por mi identidad. Pero no esperó a mi respuesta. Antes de obtenerla, me riñó por impostor y aprovechado, y abandonó la habitación con premura; tanta, que olvidó a los pies de mi cama el bolso del que había extraido sus gafas. No soy de habitual curioso, ni indiscreto, ni ladronzuelo de bolsos, pero me vi impelido a registrar el de la anciana por si de su examen se derivara alguna ayuda para matar el rato. Y sucedió que sí, porque me hice con un carmín y una sombra de ojos que guardé debajo de la almohada para que no me fueran expropiados por la mujer de la bata blanca, o en su defecto, por el hombretón del mono azul que hacía de celador de planta, y que desde el principio me había parecido un tipo físicamente bastante persuasivo.

Pasado un rato, la misma enfermera que me puso el termómetro, recogió el bolso olvidado al retirármelo. Decidí no hacer preguntas, y aún menos acerca de lo que marcaba el mercurio. En ese aspecto soy del todo fiable: 36,2º todo el año. Entonces puse en marcha mi estrategia. Calculé que la visita médica tendría lugar en alrededor de media hora, tiempo más que suficiente para componer un grafiti en la pared de mi derecha, justo frente a la puerta de acceso a la habitación. Dibujé un gran zapato de payaso con ayuda de la barra de carmín y de la sombra de ojos. Imposible no verlo al entrar. Un enrojecimiento sobrevenido en el rostro del médico o de la mujer de la bata blanca al descubrir el fresco, sería la prueba irrefutable de que ocultaban lo que ocultaban. Resultó que lo que ocultaba la mujer de la bata blanca era un carácter insospechadamente fuerte. Cuando vio el dibujo, me regañó con una vehemencia digna de afrenta de honor, y me amenazó con dejarme sin natillas en la comida. Ese era el postre que correspondía al menú de ese día, y mi alarma al respecto estaba totalmente justificada, por significar ese postre el pequeño consuelo para una comida espartana consistente en acelgas rehogadas y pescado cocido, todo ello perfectamente protegido de la malvada influencia de la sal.

Llegada la hora de la comida, dos cosas pude concluir sin lugar a dudas: la mujer de la bata blanca era un alma buena al no haber sustraído las natillas de mi bandeja ranchera; y efectivamente, nadie me había escondido los zapatos de payaso. Pensé que en cierta forma era una conclusión lógica, porque no suelo yo vestir zapatos de payaso en el día a día. No sólo es un complemento extravagante en la indumentaria de las personas que no son del gremio circense, sino que tiene que ser un auténtico tostón andar con ellos. Su anchura y longitud podrían provocar continuos tropezones con los objetos que circundan los pasos de uno. Entonces la solución me llegó nítida: los zapatos de payaso habían sido, sin ningún género de duda, los que habían detenido el giro de la puerta, y habían provocado mis embestidas contra ella. Estaba claro que yo no había calculado el efecto de desplazarme, llegando la punta de mis pies a los sitios una docena de centímetros antes de lo hiciera el resto de mi cuerpo. Esta hipótesis se enfrenta de plano a otros hechos anexos a la historia, y que yo daba ya por ciertos, es verdad. No comprendo cómo esos zapatos llegaron primero a mis pies, ni de qué forma desaparecieron después de provocar el estropicio. Mientras decido si me estoy volviendo loco, miro la puerta metálica de la habitación del hospital. Parece pesada. Quizá lo suficiente como para provocar un daño a cuya reparación acaso no alcanzara ya la ciencia del tipo de la bata de verde. He decidido no correr más riesgos. Creo que me podré acostumbrar a lo limitado de este espacio, y a sus rutinas, siempre que no me falten las natillas.

Cada día de permanencia en el hospital pienso que estoy en deuda con la mujer de la bata blanca, y que se merece por mi parte alguna muestra especial de afecto que parezco incapaz de generar. Algo explícito que le transmita mi agradecimiento por su amabilidad y paciencia. Pero ignoro su nombre y no sé bien cómo dirigirme a ella. Es una jodienda que en los sueños nunca salgan los nombres de pila.
Agosto de 2008

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