estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 13 de junio de 2010

13, San Antonio


Ningún estudio científico se atrevió nunca a explicar la relación existente entre el hecho de que te toque un juego del todo miserable, consistente en un As "pelao" y varios actores de perete (al que ya incluso el siete le va quedando grande) que le hacen al campeón de cada palo escasa compañía y menor apaño, en una partida de Tute (respirar aquí); y otro, que a la sazón le hace de efecto al primero, y que consiste en que el conteo final es breve y da el resultado de 13 puntos. Que no te creas, tiene una guasa, porque resulta que es justo un 10% (nada más, pero también nada menos, porque ese porcentaje ni Botín lo tiene en el Santander con todo lo que Botín tiene), de la puntuación máxima posible que obtendrías (“monte” incluido, “cantes” excluidos e IVA no aplicable), si te tocaran unas cartas de esas de ensueño tropical que te permiten no dejar meter baza (cuñado afectado y exitoso incluido) a nadie de la mesa, y que a medida que los otros van poniendo cara de incredulidad, tu se la vas viendo, sin necesidad de mirarlos, y a ti se te pone otra de suficiencia, que menos mal que eres tú mismo porque si no, era como para matarte allí mismo (atenuante procesal y portada de periódico incluidos). Y es que el "pelao", si triunfa cuando salta a la mesa (y si no triunfa, pa qué escribo yo esto), siempre se trae a rastras a una sota, que es una carta inconcreta, porque difícilmente te resuelve una baza, aunque alguien poco informado le diera el rango de figura (tú verás, como a José Tomás); y aunque el tirarla al tapete parece que no duele, algún imprudente le dio valor para puntuar.

Mi tío Constancio, que no pudo nunca emular el poder de la ciencia (ni la ciencia el suyo en tener gracia jugando a las cartas), cuando en aquellas partidas de verano, miles de ellas, se encontraba con este hecho singular, difícil e inexplicado (Iker Jiménez incluido) se limitaba a decir: “13, San Antonio”.

Y claro, hoy me he acordado.



Junio de 2008

martes, 8 de junio de 2010

Donde George Kennedy


Es temprano. Las 6:15 de la mañana. El sitio está cargado de maderas abrigando la superficie de sus paredes. Hay luces amarillas que me parecen acogedoras, y pequeños sillones de brazos abundan en el espacio central. Aunque no lo puedo probar (yo he acabado en una estrecha barra flanqueada por una de los cerramientos del local y una hilera de taburetes altos, encima de los cuales nos sentamos yo y un número indeterminado -puede que tres- de transeúntes), los sillones deben de ser bastante cómodos. Eso se deduce del gesto corporal de los parroquianos que los ocupan, y que se repanchingan en ellos como si se encontraran en el salón de su casa. La gracia de la cosa es que esto es un aeropuerto, y no parece que sea un lugar que sugiera la presencia de parroquianos. Pero los sillones están llenos de ellos. Si no fuera así, no estaría yo sobre este taburete insolente, que agrede a mis huesos todavía dormidos.

El camarero es un tipo algo ambiguo (exactamente de la manera que están pensando), con un grueso mechón de pelo que le cae en diagonal a 45 grados tapándole el ojo derecho. Si no me confundo, eso implica que él no puede ver el izquierdo mío. Le he pedido un café espresso (este es el único bar que tiene algo que se parece al café) y él me lo ha servido. Aunque mis preferencias a esta hora de la mañana pueden parecer ortodoxas, quizá no lo sean tanto. En efecto, nadie más toma café en este lugar. En cambio, las mesas de los parroquianos están llenas de pintas de cervezas, e incluso hay algunos vasos largos que contienen líquidos de sospechosa transparencia que apostaría a que no son agua. Quizá soy el único que necesita un estímulo para estar despierto a estas horas tan de estar dormido. En fin, que este ambiente de pub británico, en este lugar y a estas horas, me ha parecido tan sorprendente, que aquí ando tomando notas para poder convencerme luego de que todo esto no fue la consecuencia de no haber alcanzado un razonable estado de vigilia. Y si no he hecho en modo on-line esta pequeña crónica costumbrista, ha sido porque daba la impresión de que el wireless access era más less que more en el bar, y porque una vez que no he advertido la presencia de George Kennedy por los alrededores, he pensado que ya tendría tiempo de hacerla cuando llegara a casa.



Noviembre de 2008

sábado, 5 de junio de 2010

Por el bulevar de los sueños rotos


A veces tengo un pensamiento un tanto estrafalario y, sin embargo, desesperado: escudriñar en las papeleras por las que alguna vez hubiera pasado Joaquín Sabina, por si en alguna de ellas encontrara un bolígrafo que él hubiera desechado. Nunca se sabe. Puede ser que los bolígrafos tengan la inteligencia sobrehumana de transmitir el talento de los que alguna vez fueron sus dueños. Además, con constancia y aliento, siempre se puede obtener de los bolígrafos gastados un heroico resto de tinta capaz de escribir, al menos, un soneto, o quizá la letra de una canción tan bella como ésta.

Ahora que parece que las cosas nos pintan a todos un poco en bastos, me apunto a Chavela Vargas, vaya que sí. Y es que me fío de Sabina, y si él dice que “quien supiera reír como llora Chavela...”, entonces yo me apunto.


sábado, 29 de mayo de 2010

Toda una señora


Mi querida señora,

Si hubiese sabido lo que me iba a ocurrir, habría acudido, pese a todo, a aquella cena.

No sé si seré capaz de explicarle mi problema, pero sé que debo intentarlo, por más que mi deseo es que usted no lo haga suyo, ni suponga el hecho de leer esto que otro distinto venga a perturbar la tranquilidad de su vida.

No fue determinantemente principal la cuestión de que sea usted una persona con un atractivo físico incuestionable. Cualidad suya que usted no puede ignorar. Cuando se acercó a la mesa en la que ya algunos de los invitados nos habíamos congregado, el corto trayecto desde la puerta del salón hasta nosotros pareció convertirse en una pasarela, tal fue la concentración de miradas que sobre ella (que era usted) confluyeron. Fue una de esas ocasiones en las que ante la visión de algo magnífico, se asume que resulta altamente improbable que ello pueda acabar relacionándose con uno de una manera u otra. Pero usted se quedó en nuestra mesa y en ninguna otra.

Durante la cena se distinguió usted de muy diferentes maneras y con extraordinaria profusión. Participó de todas las conversaciones, aportó nuevos puntos de vista a los sencillos debates, atrajo a los núcleos de conversación a aquellos que se mostraban reservados e inseguros de su participación en ellos, tuvo el comentario amable y apropiado para cada uno de nosotros, con un aparente conocimiento de las circunstancias personales de todos tal, que parecía usted una amiga de toda la vida. Y todo ello, de manera simultánea. Como si fuera fácil. Como los malabaristas que juegan con cuatro o cinco elementos sin descuidar la atención por ninguno de ellos, para así evitarles la humillación del contacto con el suelo.

Consiguió usted encandilar a los hombres y apostaría mi vida a que ninguna mujer de las presentes, le haría a usted una mala crítica.

Ahora estoy perdidamente enamorado de usted. Permítame que se lo confiese. Estoy enamorado de su cara, de su sonrisa, de su voz. De la forma en la que sus cejas expresan sorpresa, de su mirada cómplice que no lo es por los motivos que yo quisiera, de su forma de entender los asuntos pareciendo que son los demás los que los comprenden bien. De como resta importancia a lo trivial y suaviza la gravedad de lo importante. De su forma de gustarle el cine y de cómo habla del alma de los poetas. Estoy enamorado de su pelo cobrizo, de su cuello, de su boca y hasta de su suave indiferencia que alineó a todos los presentes en la misma posición, sin prestar a ninguno ni mayor ni menor atención que al resto, y a mí, entre ellos.

Mi problema es que usted, o su recuerdo, se pasea por mi cabeza a todas horas sin darme ocasión alguna para entretener mi mente en otras ocupaciones que no sean desearla. Debo decirle esto porque no amarla sería un pecado mortal, y no puedo dejar de explorar la posibilidad, por infinitesimal que sea, de que usted pudiera llegar a sentir algo que, sin ser hoy como este amor que me consume, me permita albergar alguna esperanza.

La omisión de una respuesta por su parte, será para mí suficientemente elocuente de que mi sueño termina con el final de esta carta.

Sinceramente suyo,

Lorenzo de Andrade




-Y este es el motivo, amigo Torrequebrada, de que necesite imperiosamente la dirección de la dama en cuestión, pues sin ella, difícilmente le podré hacer llegar esta carta.

-Helado me deja, mi querido Andrade.

-¿Y cómo es eso?

-Verá. Montalbán, situado en la idea de que la dama era invitada de Álvarez del Páramo, le pidió a éste idéntica información a la que usted me pide ahora a mí. Y Álvarez del Páramo, hizo lo propio conmigo, por lo que, no siendo tampoco yo la llave para la localización de la señora, he investigado por mis medios, no encontrando rastro de ella por ningún lado, ni entre los asistentes a la cena, ni entre el personal del restaurante del casino. Usted, Andrade, era mi última oportunidad.

-¡Por los clavos de Cristo!, ¿y cuál es la explicación?

-Lo ignoro, pero parece que las posibilidades convergen en un único sentido.

-¿Qué quiere decir? ¡Sea más explícito!

-¿Se le ocurre a usted una explicación distinta al hecho de que los ángeles existan, y que la otra noche hubiéramos recibido la visita de uno?



Febrero de 2004
Rev. Agosto de 2005

martes, 25 de mayo de 2010

Vocabulario imprescindible para desenvolverse durante el Mundial de fútbol


Árbitro. Se ignora por qué se alude a los árbitros utilizando siempre dos apellidos en lugar de uno. Véase: Condón Uriz, Acebal Pezón, Mejuto González, etc. A juzgar por los ejemplos reseñados, se descarta que sea para no confundirlos con otras personas de apellidos y profesión idénticos. En fin, otro hecho ignoto para la ciencia, tan escasa, del hombre.

Banderín. Los hay de tres tipos, a saber: de córner, que siempre, y milagrosamente, se mantiene pegado al suelo a pesar de que se ha puesto de moda entre algunos jugadores, el sacudirle patadas para celebrar la consecución de un gol; de juez de línea, que adquiere su auténtica dimensión de irremediable chivato cuando a su propietario se le levanta la mano a lo Madelman’s style; y finalmente de los que se intercambian los capitanes antes del partido, como queriendo pasar por personas civilizadas y tal, tú verás.

Córner. Injustísimamente tratado por los periodistas deportivos, toda vez que hablan del círculo central, del semicírculo del área, pero jamás de los jamases aluden al cuarto de círculo del córner. Afrenta histórica donde las haya.

Descanso. Tiempo cuya longitud está milimétricamente pensada para asaltar la cocina y hacerse con algunas vituallas para consumir en la segunda parte. Durante la primera, la cerveza suele dar cancha suficiente al espectador. El estar a los aperitivos mientras ve uno el partido, es la forma más segura de desatender a lo que ocurre en el terreno de juego. Además, siempre te acaba cayendo una gota de aceite en el pantalón.

Entrenador. Tipo con corbata que se muerde las uñas, una tras otra, cuando ve que lo que escribió en la pizarra no fue comprendido por ninguno de los jugadores. A veces, los entrenadores son despedidos sin razón aparente, pero nunca se enfadan por ello. Son muy buenas personas, y comprensivas en extremo.

Fúrbol. Esta palabra no sé qué eh lo que eh, pero debe tener que ver con el asunto que nos ocupa, porque se la oigo decir con frecuencia al Presidente de la Federación Española de Fútbol. Claro que mi inglés tampoco es del Eton College. Puede que eso haga lo suyo.

Gol. Alegría o tristeza sobrevenidas, dependiendo de en qué lado se alinee uno. Los importantes que se sientan en el palco principal, están sujetos a una norma no escrita, en virtud de la cual deben permanecer impertérritos (como si estuvieran jugando al “impávido”, por ejemplo) ante la consecución de un gol, ya sea a favor o en contra de su equipo. Los jugadores, en cambio, no lo están. Que se lo digan si no, al pobre banderín del córner.

Hostias. A lo que van los jugadores (como otros a setas, en otoño), cuando se forma una riña, pelea o tangana entre ellos en mitad del partido. El árbitro se caga en todo lo que se menea, cuando tiene que bregar con esta situación. Lo soluciona haciendo uso de las tarjetas (ver apartado ad-hoc), que para lo pequeñas que son, tienen un efecto altamente persuasivo.

Indirecto (libre). Llevo décadas sin saber qué es esto. O sea, saberlo, lo sé. Es que al sacar una falta no se puede hacer disparando a puerta de manera directa. Lo que no sé es cuando se dispone que el saque es indirecto, o cuándo directo. Tampoco sé si existen libres circunstanciales (de lugar, tiempo, modo o cantidad).

Jugada. Unidad elemental de actuación coordinada por parte de los jugadores, dentro del desarrollo de un partido. Se compone de pase, regate, chut y ¡¡¡uyyyyyyyyyyyyy!!!, si es buena. Si es mala, puede adoptar muy diversas combinaciones. Una bastante habitual es dar un pase al hueco, para que un compañero que está muy lejos del tal hueco, se mate a correr “pa ná”. Luego vuelve a defender y hace un gesto de aplauso al pasador, mientras por lo bajini se caga en sus muertos.

Kilómetro. Éste está traído por los pelos, lo admito. Son mil metros como todo el mundo sabe, o unos 10 campos de fútbol, medidos en su sentido longitudinal. Últimamente, las teles ofrecen estadísticas de los kilómetros recorridos por determinados jugadores (los centrocampistas, básicamente) a lo largo del partido. Siempre tengo la impresión al ver esos resultados, de que son todos unos haraganes.

Linier. Otra importación anglosajona. Es el juez de línea, sin ir más lejos. Se lleva broncas constantes de los jugadores a los que les señala fuera de juego. Eso, a juzgar por los aspavientos de indignación de éstos, aunque estuvieran adelantados 4 metros a la defensa. No obstante, como dichos jugadores suelen estar en la banda contraria a la del linier, éste no se cosca de si se están cagando en su familia o qué. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Míster (el). Es un término coloquial que utilizan los jugadores para denominar al entrenador. El DRAE, para sorpresa de un servidor, lo recoge justo con esta acepción. A veces, este vocablo (si pensamos en su interpretación inglesa), y el sujeto al que se refiere, forman un paradigma de contradicción.

Naturalidad. Cualidad que adorna a muchos delanteros para tirarse dentro del área, y sobre todo, para adoptar un gesto de perplejidad cuando el árbitro ignora su martingala. La pierden un poco cuando empiezan a mesarse los cabellos, simulando indignación.

Ñu. Alguno habrá en los Parques Nacionales de Sudáfrica. También tenemos Ñam-Ñam: Sonido onomatopéyico, de significado más o menos intuitivo, que se les escapa por la boca a algunas mujeres cuando ven a Cristiano Ronaldo. Conmigo no les pasa. Será porque no soy portugués, digo yo.

Once. Número de jugadores de cada equipo. Los periodistas deportivos, (inspiración constante para el joven aprendiz de entendido en fútbol), lo emplean como sustantivo además de cómo adjetivo. Así tenemos el “once inicial”, el “once de gala”, o el “once de circunstancias”. Hay que tener cuidado y no hacerse un lío con esto. Por ejemplo, cuando se dice que el entrenador no ha repetido un once en los últimos 4 partidos, no quiere decir que hayan jugado en ellos 44 jugadores distintos. No. En términos de matemática combinatoria los “onces”, serían todas las combinaciones posibles de 25 elementos tomados de once en once.

Pelota. También llamada esférico, balón o cuero por los locutores deportivos, que gustan de utilizar sinónimos (algunos de cosecha tan poco académica como por ejemplo “trencilla” refiriéndose a un árbitro) para no repetir siempre los mismos términos. Los porteros dicen que a veces la pelota hace extraños, como si tuviera voluntad propia o así. A mí sí que me extraña eso.

Queja. Es la seña de identidad del futbolista marrullero que trata de orientar a su favor el desarrollo del partido sin necesidad de jugar al fútbol. El futbolista “quejica” se pasa el partido dándole la brasa al árbitro con protestas airadas, pidiendo tarjetas para el adversario, exagerando sus dolencias físicas si la escasez de tiempo le favorece, y utilizando, en fin, todo tipo de estratagemas propias del mismísimo Guzmán de Alfarache. En otros deportes, de los que el rugby es un buen ejemplo, estos comportamientos tramposos no se dan. Y eso que en el rugby lo que sí se dan, y con cierta intensidad, son buenas trompadas.

Revulsivo. Es el efecto que produce la entrada de un nuevo jugador en el campo, cuando al equipo las cosas le van yendo un poco “como Angulo”, que diría aquel, en el partido. También se le llama así al propio jugador. El revulsivo, sale como una moto, santiguándose y quemando césped, dirige consignas a todos sus compañeros, en una turné frenética a lo “juego de las cuatro esquinitas”, y, al cabo de un rato, está agotado. Criatura. Es estadísticamente improbable que su equipo gane el partido.

Saque. Acción que inicia el juego o lo reanuda tras una pausa en el mismo. Tienen denominaciones específicas variadas: saque de puerta, saque de esquina, saque de centro, saque de banda y qué buen saque tiene fulanito (esto último se aplica a los jugadores cuya tableta de chocolate se diluye como consecuencia de ciertos hábitos disolutos, que son muy poco profesionales. Pero que les quiten lo bailao, me parece a mí).

Tarjeta. Trocito de cartulina que lleva el árbitro en el bolsillo para hacer visible al público y a los jugadores, que le afea la conducta a alguno de ellos. Las hay amarillas y rojas. La relación entre ellas es fácil de recordar porque sigue la misma filosofía que los símbolos de la escritura musical. Dos amarillas equivalen a una roja, como dos corcheas lo hacen a una negra. Chupao.

Ultras. Hordas incontroladas de individuos, normalmente violentos, que utilizan el fútbol como excusa para dar rienda suelta a sus desmanes. Muchos clubes, inexplicablemente, les dan cancha: expresión muy adecuada a nuestro contexto.

Ventaja (ley de la). Norma en virtud de la cual, el árbitro omite el señalamiento de una falta, porque el desarrollo posterior de la jugada se intuye favorable al jugador objeto de la misma. Los árbitros que la aplican con acierto son muy valorados, al igual que los que favorecen la continuidad en el juego. Si usted quiere tirarse el “pingüi” de que sabe de fútbol, cuando esté viendo un partido con sus amigos, diga esta frase inefable: “Este es un buen árbitro. Deja jugar”.

Whiskey. Es, junto con un apodo por el que me conocen los que me conocen más, la única palabra que me sé que empieza por W. Lo siento, es lo que hay.

Xilofón. Instrumento de la familia de los de percusión, del que se obtiene sonido golpeando unos pequeños mazos contra una serie de láminas de madera o metal. En muchos partidos internacionales, los himnos nacionales son interpretados por una banda de música. El hecho de que en la banda no haya un xilofón no es culpa de mi menda.

Yerba. Utilizo este término aquí porque la Y Griega se me estaba poniendo un poco jodida, pero lo normal es llamarlo césped. Tiene aspersores como los de los chalets y tal y tal, y se corta en trayectorias perfectamente ortogonales a las líneas de banda, para que su dibujo nos ayude a decidir si había fuera de juego o no, cuando ponen la repetición de la jugada. Fíjate tú que creo yo que los jueces de línea son los que trabajan de cortacéspedes en los clubes…

Zidane. Indefinible. El tipo que le hace comprender a uno, que está bien amar a unos colores, pero que lo verdaderamente importante es amar al fútbol.



Mayo de 2010

miércoles, 19 de mayo de 2010

Las caras de Bélmez y otros hechos parapsicológicos


Las baldosas del suelo de mi cuarto de baño están salpicadas de innumerables y pequeñas manchas que tienen formas irregulares. Casi siempre son de color negro, y las que no lo son, bien podrían responder a un error de fabricación porque no son suficiente número como para ser algo intencionado, o sí. Ni idea. A veces, cuando paso distraídamente la vista por este suelo, veo caras. Son caras muy esquemáticas, en las que un pequeño triangulito junto a otro aún más pequeño a su lado forman los ojos. Y la nariz es una manchilla trapezoidal que anda por debajo de las anteriores. Y también hay boca, y hasta orejas y gafas en algunas ocasiones. Estas caras son embrujadoras, como debieron serlo también las de Bélmez de la Moraleda hace un porrón de años; por más que, habiéndome llegado noticias de aquellas a través de testimonios ajenos a los de mis propios sentidos, no pueda yo dar por cierto, ni no, nada de lo que allí ocurrió, y tan sólo pueda decir de ello, lo mismo que a mí me dijeron.

Mi embrujo, sin embargo, no es tal. Que sólo lo parece por quedarme yo más quieto que un camaleón, ojos y todo, frente a una mosca. Y sobre todo ojos, en realidad, porque al moverlos hacia otro lado la cara del suelo desaparece y se hace imposible volver a localizarla. Es como si la razón de las caras en el baño fuera mi presencia en él, y la de mis ojos escrutándolo todo, y no tuvieran sentido si yo no estoy, porque en realidad vienen a hacerme compañía y a jugar conmigo al escondite. Tentado he estado alguna vez de proveerme de un rotulador indeleble, y tenerlo a mano donde el cepillo de dientes o el peine de arreglarme cuando salgo a la calle, para poder marcar con él la superficie en la que descubro una cara, rodeándola con un circulito, como hacen los grandes almacenes con sus precios, únicos, en tiempo de rebajas.

El suelo de mi cuarto de baño es parecido a muchos otros suelos que no necesariamente se instalan en cuartos de baño. Y creo que esto que me pasa, no es algo que sólo me pase a mí. Podría sucederle, por ejemplo, a un chico esperando a su novia en un apartado velador de un antiguo Café. De esos cafés de época cuyo suelo de terrazo está a reventar de manchitas negras y pequeñas. Ella, al acercarse a la mesa, le vería en gesto tan absorto y concentrado que, después de saludarle con un beso, le diría: "¿en qué pensabas, cariño?", y él contestaría "en nada, en nada".

Será que nuestra mente no se encuentra realmente al pairo, agradablemente al pairo, si no está en cosas tan poco útiles como descubrir las caras que habitan los suelos. Y esas cosas son difíciles de explicar y de describir, y ni se le pueden confiar a cualquiera, ni todas las personas en quien confiamos son capaces de entenderlas. Y sucede que algunas de esas cosas -también otras que no son ver caras-, nos vuelven pudorosos. Entonces se hace muy socorrida la respuesta de "en nada, no pensaba en nada" cuando nos rescatan de nuestro ensimismamiento interrogándonos sobre su causa. Por todo esto, la chica del Café Comercial se fue aquel día algo preocupada, tras haber reconocido en la mirada de su novio la existencia de un pensamiento que no quiso compartir con ella. "Dios mío –pensó aquella noche cuando volvía a su casa- ha sido, de alguna manera, nuestro primer engaño".


Mayo de 2004
Rev. Julio de 2006
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