Con
cierta frecuencia, uno escucha comentarios de determinadas personas, a
propósito de la mala vida que les dan a sus ordenadores (que puede que no sea
mala vida, en realidad, sino la que ellos mismos, los ordenadores, han buscado
al hacer realidad su vocación de ser lo que son), al tenerlos descargando
ficheros desde la Red las veinticuatros horas del día. Venga de pelis, discos,
libros y qué se yo qué más. En fin, una emulación en versión siglo XXI, y
salvando por tanto las distancias tecnológicas existentes de entonces a ahora
en lo referente al soporte físico del arte y el conocimiento, de la biblioteca
de Alejandría. Y a mí me parece estupendamente bien que cada uno haga con su
ordenador lo que le parezca más adecuado (sin entrar en temas legales, que eso
ya daría para otras muchas reflexiones), aun cuando no acabo de comprender muy
bien que pueda suponer un bien en sí mismo, el hecho de atesorar más
información de la que uno es capaz de digerir en toda una vida (de las de aquí).
El número de películas de las que disponen estos “cinéfilos” es tal, que en
algunas ocasiones se llega a la conclusión inevitable de que tendrán que
trascender junto con las almas inmortales de sus dueños, para hacer más
llevadero el “por siempre jamás” de éstos.
He
recordado, en relación con esto, algo que me ocurrió en la oficina hace tiempo.
Un compañero que responde al perfil del párrafo anterior, acababa de bajarse el
último disco de Melendi (que quizá hoy sea ya el penúltimo), y nos ofreció al
grupito que estábamos geográficamente más próximos, la posibilidad de hacernos
una copia. Como quiera que una disposición tan desinteresada a obsequiar no debe
responderse con la callada, y dado que ya algunos habían aceptado gustosos la
propuesta, yo contesté renunciando a ella con todo el cuidado que fui capaz de
aplicar a la situación. “Bueno, yo es que no soy muy de Melendi”, dije.
Entonces él se levantó, vino hacia mí con gesto de extrañeza y preocupación, y
me dijo: “Pero si no te gusta Melendi, ¿entonces qué te gusta?”