estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



viernes, 16 de marzo de 2012

Dietario Errático (24-06-2011)


El tipo que inventó el teclado qwerty, aportó al mundo algo que está hoy tan difundido, que no parece muy discutible aceptar que estamos ante un ejemplo paradigmático de lo que llamamos ‘innovación’. He practicado una consulta rápida y oportuna en la Red, y sabido por ella que el teclado qwerty lo inventó en 1868 un sujeto llamado Sholes. Este dato no me ha aportado gran cosa, es cierto. Pero lo verdaderamente doloroso es que cuando por caprichos del azar, este tema salga (que ya es difícil, me parece a mí) a colación en alguna conversación con amigos, no podré darme el pisto soltando el dato inadvertidamente, porque para entonces, habré olvidado con toda seguridad, el nombre del tipo y el año. Pero para sacar algún provecho de lo que hoy sé, diré que en realidad, no fue tanto inventar lo que hizo el inventor, como llevar a la práctica, en el terreno de la mecanografía, la sensatísima idea perfectamente explicada unos 70 años antes por Napoleón, cuando dijo aquella famosa frase que se le atribuye de “Vísteme despacio, que tengo prisa”. Y es que el teclado qwerty distribuía los martillos mecánicos que sostenían las letras, a lo largo del sector semicircular que los albergaba, de manera tal, que se garantizaba que no se quedaran enganchados dos de ellos que estuvieran muy próximos. Es decir, aseguraba más tiempo entre los golpeos de dos martillos vecinos, y por lo tanto, una mayor lentitud en la escritura. O sea, que se trató en realidad de una innovación anti-innovadora. Pues vaya.

Algo debía yo de columbrar de todo este tema, aunque sin saberlo hasta ahora, porque nunca he sido bueno con el teclado qwerty (ni con ningún otro, todo hay que decirlo). Pero lo más descorazonador (más incluso que lo de olvidarme mañana mismo del nombre del inventor) es que tampoco me sé aplicar la máxima de Napoleón, y por eso, a pesar de haber tardado una cantidad exagerada de minutos en escribir esto, al final no he dicho gran cosa. Qué se le va a hacer.


sábado, 10 de marzo de 2012

Dislates de buena mañana


Una cosa les digo: No es lo mismo decir “hagamos un cono de revolución” que decir “¡coño!, hagamos una revolución”. Sí, ya sé que esta especie de graciosidad que se me ha ocurrido no alcanza ni la categoría de chiste. Pero podría incluso tener un pase si no fuera porque el fondo de la cuestión no tiene ni puta gracia. Pero es que vengo pensando últimamente que lo de intentar reírse, aún en los momentos en los que las cosas vienen peor dadas, es un asunto muy serio. O puede ser que por mor de haber dormido desarropado esta noche, me haya atacado el virus de la utopía o algo así, mientras dormía. Y si le añadiese tan solo una “s” a las dos últimas palabras de la frase anterior, tendría el título de una película muy bonita, y se me ha venido una fantasía a la cabeza. En ella, y como consecuencia de haber sufrido un accidente en las vías del metro, me imagino en un hospital postrado en estado de coma, durante un tiempo cuya duración, imprecisa, ni la Comisión Europea, ni el Fondo Monetario Internacional, ni el Banco Central Europeo, ni el Departamento de Estudios Económicos del BBVA o del Santander, y ni aún la pitonisa de las tres de la madrugada de Telecinco (consulta de último recurso) son capaces de calcular. Pero eso no es demasiado relevante, porque lo verdaderamente nuclear es que al despertarme descubro que Sandra Bullock es mi novia, y que en los telediarios ya no se habla ni de crisis ni del inquietante aspecto de nave para el almacenaje y curación de productos de carne en calceta, que nuestro mundo venía adquiriendo en los últimos tiempos anteriores a mi accidente. Ni de Cristiano Ronaldo, y de cómo una vez que supimos que hasta Lamborghini nos había fallado a todos, ya no nos quedaba nada en qué creer.


Marzo de 2012

lunes, 5 de marzo de 2012

Genio y figura


Veo en televisión que Juan José Padilla, con la vista limitada a un solo ojo, y acudiendo casi cada día al hospital para seguir con los tratamientos que su situación médica requiere, se ha vuelto a vestir de luces en una plaza de toros, tan solo cinco meses después de haber sido herido gravísimamente en múltiples zonas de su rostro. Al reaparecer no ha pretendido el elogio por la épica de su recuperación o el insólito ejemplo de voluntad que supone su decisión. Se ha limitado a decir que el ser torero es su trabajo, y que ya está en condiciones de trabajar.



 
Trataba de darle los dieciocho pases que pensaba que eran imprescindibles para salir por la Puerta del Príncipe. Y aunque todo el público comprendió al octavo, que la faena ya no tenía más recorrido; él dio el noveno y el décimo, y siguió, aún, arañando más pases.

Algunos de los espectadores que se dan cita en La Plaza aman a estos lidiadores que lo dan todo. Aunque nadie les pida que den más de lo que hay que dar. Por ello, se mantienen en silencio durante la serie, y al final de ella no protestan. No muestran su desencanto. Sólo callan y, en su interior, lloran de rabia ante la ceguera del diestro.

Cuando, irremediablemente, la vuelta al ruedo no se presente a su cita de esta tarde, ellos seguirán en su asiento, y aplaudirán al maestro al abandonar la plaza, porque no es de justicia olvidar las gestas de otras ocasiones, la épica que hay en la historia anterior al paseíllo de hoy.


Mayo de 2004



Ilustración: Cristina Baratto Casadevall
http://www.barattocasadevall.com/index.php

viernes, 2 de marzo de 2012

A buen entendedor, pocas palabras bastan



Me resulta un poco sorprendente que la opinión según la cual los refranes esconden una valiosísima sabiduría popular, sea objeto de tan fervorosas adhesiones entre la mayor parte de la gente a la que he oído opinar al respecto. En fin, a mí los refranes me parecen bien. Pero no tanto como para aceptarlos como axiomas de indiscutible valor que uno debe intentar aplicar a la gestión vital del día a día. De hecho, como nadie ignora, la sabiduría popular de los refranes debió de seguir diversas escuelas o corrientes de pensamiento, ya que hay muchas parejas de ellos que se contradicen mutuamente, igual que los aprendices de tango en las escuelas de bailes de salón.

Hay, sin embargo (y sin embargo, además), un refrán que me conduce a un especial estado de alerta. Se trata de ese que dice que "a buen entendedor, pocas palabras bastan".

Si consultáramos a los que están familiarizados con las más comunes y aceptadas teorías sobre la comunicación humana, probablemente nos dirían que la parte del león en lo relativo al éxito de la misma, o sea, la total identidad entre lo que el emisor trata de comunicar, y lo que el receptor comprende a través de las palabras del primero, está en el lado del que dice o escribe el mensaje. Así pues, el ’origen’, responsable habitual de la comunicación fallida, resulta, contra todo pronóstico, exculpado por la sabiduría popular, quien condena al ‘destino’ por su falta de entendederas, aún cuando está científicamente definido que es inocente de la tropelía.

En realidad, lo que hago aquí es matar al mensajero, porque el refrán trata de ilustrar una cosa, que es bien distinta de lo que interpretan en él algunas personas. Y resulta verdaderamente insólito el uso que a veces hacemos de la recomendación de ser breves.

Hay quien lo utiliza como último y definitivo argumento, una vez que advierte que no le queda ningún otro con el que resultar convincente. ¿Qué les parece el clásico “creo haberlo dejado bien claro”, a la primera duda planteada por el que trata de comprender el mensaje? ¿O qué tal esta otra deliciosa estracha: “es que no quieres entender”? Disparate entre los disparates, ya que el querer entender es una de las pocas cosas a las que la voluntad del ser humano no sabe dejar de responder.

Hay algunas ocasiones en las que es la escapatoria propicia ante la imposibilidad de concluir la descripción de algo, como consecuencia del repentino descubrimiento de que conceptualmente la cosa no estaba madura, o sea, que sobre la marcha te das cuenta de que lo que estás diciendo no tiene basamento lógico alguno, y no se te pone en las ganas el reconocer la precipitación (algo así como ‘huir hacia adelante’ dando la callada por respuesta); y en otras se tira de él por la muy habitual circunstancia de caer en que se está revelando indebidamente a una persona, lo que era materia reservada para ella. Este último comportamiento acarrea una condena de menor importancia al sujeto que lo perpetra. ¿A quién no le ocurrió esto alguna vez?

También podemos encontrar (esta es extraordinaria) la situación en la que el dador del mensaje quiere decir pero sin decir. Las insinuaciones no pueden llegar a ser mensajes completos en todos sus términos, porque entonces dejan de ser insinuaciones. De manera que "a buen entendedor...", y llegado el caso, "¡yo no dije semejante cosa, por el amor de Dios!". Y con indignación, si eso.

Pero el mayor daño que nos produce una comprensión equivocada de este refrán es la búsqueda obsesiva de la concisión, como si ésta fuera un bien en sí misma, ya hablemos de comunicación oral o escrita. A menudo, ese imperioso requerimiento de eficacia, mal entendida, y la propia imagen que queremos ofrecer de nosotros mismos, nos llevan a ahorrar palabras a toda costa, aún cuando en términos de eficacia social, o empresarial o de cualquier otro tipo, es más lesiva la recepción de un mensaje erróneo o incompleto, que la presencia de una o dos palabras redundantes.

En fin, que a buen entendedor, pocas palabras bastan. Pero, por favor, si puede ser, que las que basten sean, además, suficientes.





Agosto de 2004
Rev. Marzo de 2012