estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 27 de marzo de 2011

¡Qué se le va a hacer!


Siguiendo la más pura ortodoxia de Hollywood, Eusebio entornó levemente los ojos y apretó los dientes para que su mentón pareciera algo más sólido y desafiante. Sujetó el mando a distancia con su mano derecha, situando la izquierda justo debajo para que le hiciera de base, y así dar al conjunto la firmeza necesaria. Al mismo tiempo, mantuvo las piernas separadas y ligeramente flexionadas, obteniendo así la estabilidad necesaria para no errar el disparo. Y no lo hizo. ¡Tui, tui! fue la respuesta acústica del coche.


Desgraciadamente para Eusebio, toda la pantomima fue observada por Enriqueta, la viuda sesentona del segundo B, que había aparecido, como por ensalmo, por la esquina de la panadería, y se deslizaba con calculada premiosidad por la acera de delante del portal, sujeta a su abnegado carrito de la compra.


Al llegar la mujer a su altura, Eusebio le dio los buenos días. Le salió al hacerlo un torpe proyecto de sonrisa mezclado con seña de duples. Ella le contestó, breve y digna. Sin mirarle. Y se alejó mientras la barbilla se le disparaba ostentosamente hacia el cielo azul.


Eusebio se encogió de hombros. Después de todo, su situación no era peor que la del día anterior, porque era casi seguro que su imagen a los ojos de aquella dura mujer no tenía ya empeoramiento posible. Una pena. Con lo que ella le gustaba, orgullo incluido, y probablemente no conseguiría nunca llevarla a pasear en su coche nuevo. El último coche de todos, que la jubilación no da ya para tanto dispendio.



Octubre de 2005 Rev. Octubre de 2009

domingo, 13 de marzo de 2011

Perdido en un canalillo



El lunes pasado salí de casa a hacer algún recado, de cuya naturaleza y detalles poco recuerdo. Y me perdí.

Me perdí en un canalillo, que es un modo poco ortodoxo de perderse pero que es también una forma inevitable de hacerlo si se topa uno con el canalillo adecuado. Todo el que haya pasado por un trance como el mío sabrá de qué hablo. Durante las primeras 24 horas nadie me echó de menos. Es normal porque si hago recuento de mis actividades cotidianas, y luego, en un sencillo ejercicio de simulación, me imagino al margen de ellas, no distingo entre el antes y el después en lo relativo a la evolución y el resultado de los asuntos. O sea, que la vida sigue como si tal cosa si sigo yo no estando en ella.

Durante las segundas 24 horas sucedió como en las tantas primeras.

Fue en el tercer día, plazo bastante habitual en estos casos de desapariciones extraordinarias, cuando se supo que yo no estaba. La liebre fue levantada en mi oficina cuando alguien recordó que era mi turno en las funciones de secretario en una reunión que tenemos mensualmente en el departamento, y que por azar de la astronomía cayó en miércoles. Mi jefe asumió la investigación de los hechos y pudo confirmar, tras realizar un rápido y eficaz interrogatorio a la señora de la limpieza, que llevaba yo faltando desde el lunes. La señora de la limpieza informó de que la planta de mi mesa estaba chuchurrida, e indicó también, comprendiendo la trascendencia de su participación en el esclarecimiento de la cuestión, que era raro, no mi persona, que eso no le fue preguntado, sino lo de la planta, habida cuenta de que yo era muy de regarla, y que no la había visto en ese estado tan lamentable ni en mi periodo vacacional, porque aún entonces dejaba yo un sustituto designado para las labores de riego. Y ello, concluyó, conducía inevitablemente a que el hecho de no verme ella en los días anteriores, no podía ser interpretado como que hubiera plegado yo a casa antes de que ella pasase por mi puesto de trabajo, sino como que no había estado allí en absoluto.

Con alguna frecuencia, mi mujer me regañaba cuando llegábamos a casa después de haber paseado por la calle. Lo hacía entonces, y no en el momento del delito, para no echar a perder el paseo con una discusión casi de guión previo. La cuestión es que ella observaba que yo prestaba una cierta atención a los canalillos paseantes con los que nos cruzábamos. Yo intentaba descargarme de culpa acogiéndome a una frase que había oído alguna vez, y que me parecía de total aplicación al caso: “los ojitos son solteros”. Ella decía que le parecía muy bien la máxima de marras, pero que me dejase de monsergas, que a ver si yo me creía que era tonta, porque era su canalillo el único para el que mis ojitos habían pasado por vicaría. “Además –concluía- lo de decir ojitos, así en diminutivo, es una mariconada”. Yo rebatía con desorden y sofismas de párvulo cualquier argumento acusador de ella, porque negar la mayor me parecía la única estrategia posible en esos casos. Pero en realidad, sus quejas eran comprensibles y su acusación bien fundamentada, incluso en lo de la mariconada del dicho. Puede que detrás de todo aquello, no hubiera por mi parte sino un gran respeto hacia mi mujer y su canalillo. Y puede también que ese fuera precisamente el problema, y que a ella llegara a parecerle mal que su canalillo fuera respetable también en la cama.

El jueves fue cuando mi mujer me echó en falta. Lo hizo al recibir una llamada de mi jefe en la que éste le solicitaba información sobre mi paradero, y de paso, la instaba a que no se despistara con los plazos de entrega del papel de mi baja médica. Como quiera que mi mujer no controla demasiado bien las cosas del papeleo, y así se lo hizo notar a mi jefe, éste se ofreció voluntario para explicarle todos los papeles que hiciera falta. Para tal fin, quedaron en verse en el despacho de mi jefe aquella misma tarde alrededor de las siete, cuando ya se hubiera producido la habitual desbandada de empleados de las seis y veinte, y la quietud y el silencio del lugar propiciaran un ambiente adecuado para el aprendizaje del modelo TC1, del 110, del 300, y de todo ordinal que se les pusiese por delante. Mi jefe, desde el principio, dio muestras de un escasísimo respeto por el canalillo de mi mujer, lo cual fue muy del agrado de ésta. Y una cosa llevó a la otra, y en dinámica tal se encarriló la entrevista, que de papeles oficiales para ayudar a la Administración a administrarnos mejor, no me consta que se hablara en absoluto. Y sí sé de los otros hechos acaecidos allí, y entonces, por el relato que de ellos me hizo la señora de la limpieza. En efecto, cada tarde ella se cruza con la desbandada de empleados de las seis y veinte, y se conoce que este detalle fue olvidado por mi jefe. O quizá no, y fue su intención la pactada por teléfono con mi mujer, y no la que corresponde al resultado final del encuentro.

Sea como fuere, la señora de la limpieza tenía plagado de micrófonos el despacho de mi jefe, y a resultas de ese espionaje inopinado tuve yo noticias del asunto. Me habló de ello en la conversación que mantuvimos el viernes por la tarde cuando la llamé desde el canalillo en el que estaba yo perdido para rogarle que regara mi planta, pues temía que mi ausencia la hubiera conducido a un deterioro fatal. Me tranquilizó al respecto, y me aseguró que había tomado las riendas del asunto, también en lo referente a la protección medioambiental de mi puesto de trabajo. Me relató cómo su preocupación por la suerte que yo pudiera haber corrido, la empujó a investigar por su cuenta, y a emprender las escuchas. Comprendí que sentía por mi cierto aprecio, por ser yo quien a ratos le daba palique en algunos momentos muertos de sus tardes de plumero y bayeta. Le puse al corriente de mi situación, y la entendió justa aplicándome esa especie de indulgencia natural que utilizan las madres para minimizar la gravedad de las travesuras filiales; y porque creo que le pareció fatal la actitud de mi mujer no guardándome la ausencia ni un ratillo. Justo antes de colgar, prometió no revelar mi escondite que había descubierto en el transcurso de nuestra conversación sirviéndose de su equipo profesional de localización de llamadas de 16 o más satélites.

El canalillo en el que me perdí me ha dado buena vida durante estos últimos siete días. No me puedo quejar. Me ha regalado agradables ratos de charla, y su actitud hacia mi ha sido nutricia y cariñosa. Incluso agradecí su delicadeza cuando el cuarto día rechazó mi propuesta de perpetuar mi extravío con él para el resto de mi vida. Rió con ternura y me dijo que yo era un soñador, además de un mediocre jardinero, y un mal boy scout porque me pierdo en la noche a pesar de las luces de las estrellas. Y que acabaría queriendo salir, con o sin él, de paseo por la calle.

Este lunes me he despertado de buen humor. Noto una placentera tirantez en el carrillo producida por una presunta sonrisa. Ignoro si es algo privativo mío, pero creo que sí porque mi mujer duerme con la misma cara de siempre. Sin arrugas.

Creo que he dormido como un campeón.


Octubre de 2006
Rev. en Abril de 2009

viernes, 11 de marzo de 2011

The Piña Colada Song

Mientras su mujer duerme apaciblemente en el otro lado de la cama, un tipo lee en la sección de anuncios personales algo más o menos como esto:

Si te gusta la piña colada y mojarte bajo la lluvia,
si no practicas yoga y eres medianamente inteligente.
Si te gusta hacer el amor a medianoche
sobre las dunas de la costa…
Entonces, yo soy el amor que siempre has buscado.
Escríbeme y escapémonos...

Teniendo en cuenta que la canción fue escrita por alguien como Rupert Holmes, medio inglés, medio americano, compositor, cantante, comediante ambulante y escritor de novelas, no sería de extrañar que el nocturno lector de anuncios por palabras sintiera, al estímulo de tan enigmática y sugerente proposición, la sensación repentina y clara de que su vida había sido, en esencia, una prolongada reclusión. Lo dejo ahí, en atención a algún singular visitante que pudiera disfrutar de las incertidumbres, y del placer de disiparlas.

Esta canción me encantaba en los tiempos de Ángel Álvarez y su Vuelo 605, pero se me había quedado un poco atrás, en la parte más neblinosa e indeterminada de la memoria, hasta que hace pocos años la volví a escuchar en un fragmento mínimo que suena en la película de Shrek. Era la escena en la que el espejo presentaba a Lord Farquaad imágenes de las candidatas "desposables". Inmediatamente, decidí hacerme con la banda sonora de la película, y en la primera ocasión que se me puse a tiro, la compré. Si les gusta esta canción, escúchenla en este enlace de goear o en cualquier otro que encuentren, pero no se compren el disco de Shrek para hacerlo, porque allí no está. Y por favor, tengan cuidado con los periódicos que quedan olvidados en los dormitorios por las noches. A la sección de anuncios personales, como a las armas, y quién sabe si como a los blogs también, los carga el diablo.