estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 27 de febrero de 2011

Cena con velitas


La cena se presentaba como un plan extraordinariamente atractivo, sobre todo por el atractivo extraordinario de aquella mujer. Para elegir el restaurante, utilicé el sistema que siempre empleo en estas ocasiones, es decir, llamé a mi amigo Julio que siempre está al corriente de qué restaurante es más bonito o más tranquilo o con la comida así o de esta otra manera, y todo ello por mucho que los restaurantes no acaben de permanecer estables de tanto abrirse y cerrase.

Uno no sabe qué pensar en situaciones como esta. Aunque la cita respondía principalmente al ánimo de cumplir con un compromiso adquirido el otro día en la boda del primo Carlitos (al que, por cierto, le ha durado más tiempo el diminutivo en el nombre que la soltería, y ésta le ha durado ya un tiempo más que prudencial) por culpa de algún cachondo mental, a la sazón, aprendiz de alcahuete; lo cierto es que siempre existe ese trocito de expectativa, o deseo, o de “y mira tú que si resulta que...”, que te hace estar nervioso. Además, como ya he dicho, la mujer era muy guapa, nada que justifique un proyecto de vida en común, pero sí una cena con velitas. Eso, por lo menos.

Todo iba bastante bien hasta justo antes de los postres. Entonces, yo ya disponía de la soltura suficiente (es lo que tiene el vino tinto) como para arriesgar algo. Y arriesgué. Acerqué mi pie por abajo hacia el otro extremo de la mesa donde yo calculaba que encontraría su pierna. En las películas, esto de hacer piececitos es algo bastante socorrido, y el porcentaje de éxito de tal práctica, elevado. Desafortunadamente, y no obstante lo que el cine pueda decir, el cálculo de la maniobra no fue correcto, ni lo fue tampoco la velocidad utilizada para la aproximación. A consecuencia de ello, la puntera de mi zapato fue a percutir de forma seca y precisa contra la espinilla de ella; a lo que, como quiera que este golpe resulta por lo general dolorosísimo, mi invitada respondió con un respingo en su silla para cabecear violentamente una estantería situada justo detrás de su posición de comensal. Ante el encadenamiento de sufrimientos físicos del que yo era involuntario causante, me levanté atropelladamente para interesarme por el estado de salud de mi compañera de cena, y al hacerlo golpeé su copa de vino provocando el vuelco de la misma sobre el mantel, y el inevitable y rápido desplazamiento de su contenido sobre aquel, hasta precipitarse en la falda de a la que ya casi se le podía atribuir el calificativo de interfecta.

Ni siquiera como miembro de la expedición del “Viaje al centro de La Tierra”, hubiera encontrado yo tierra lo suficientemente profunda por la que verme tragado en la medida en la que lo necesitaba en ese momento; de manera que con la apresurada excusa de buscar ayuda para la limpieza del estropicio, huí de allí rumbo al guardarropa. De camino recordé que el vino tinto tiene otros efectos adicionales al de anular la prudencia de las personas, y me metí en el lavabo. Necesité algún tiempo para intentar calmarme, y a pesar de todo, decidí volver a la mesa sin haberlo conseguido.

Ella no estaba allí. Ni su bolso tampoco. Comprendí en seguida que aquel era el único desenlace lógico. ¿Quién iba a aguantar a un patoso como yo más tiempo del estrictamente necesario como para poder decir a los amigos del primo Carlitos, con conocimiento de causa ahora, que esta es la última vez que me liáis para algo así?. Estaba abochornado por el desastre que había resultado de mi actuación, y no cabía atribuir ninguna participación a la mala suerte, ni consolarse con ello.

-Ya te vale tío -me decía a mí mismo, mientras el camarero me ofrecía la cuenta que le había pedido. Y cabizbajo en buscar mi tarjeta me encontraba, cuando alguien dijo a mi lado:

-La mujer del guardarropa ha sido muy amable y me ha disimulado bastante la mancha con un aerosol que tiene. Es mejor que termines de contarme la anécdota esa de tu primo Carlitos en otro lugar más tranquilo. Aunque la cena ha sido encantadora, creo que debemos irnos si quiero sobrevivir a ella.



Marzo de 2004
Rev. en Febrero de 2006

domingo, 20 de febrero de 2011

La energía del Carbono



Dicen ustedes que hay que ir abandonando mi energía (que no es mía, en realidad, sino suya aunque robada a mí desde hace siglos). Lo entiendo, créanme. Incluso mejor que ustedes lo entiendo. Mi pensamiento, mucho más práctico que el suyo, y a salvo de las limitaciones en las que se ven ustedes atrapados por culpa de eso, tan exclusivo, que llaman emociones, me permite comprender la realidad más nítidamente que a sus complicadas mentes. No es que me parezca mal esa tilde que ahora me ponen, y que cambia mi naturaleza histórica de héroe del bienestar humano a otra de elemento prescindible. Lo que llevo mal es que se hable de mí como si fuera yo el milenario guardián del Apocalipsis. Joder, ya son muchos años de esfuerzo. Ni sé cuántos, venga de quemaduras y combustiones, de pico y de pala, de ciclópeo taladro con punta de diamante: vaya ironía, la de esta agresión fratricida que han inventado ustedes; para que ahora me vengan con esta mandanga.

Me piro, vale. Me voy a descansar, y olvidaré este hastío (apenas unos cientos de años serán suficientes para borrarles a ustedes de mi memoria), mientras sigo diseñando formas diferentes de materia, para esa ciencia geológica de la que ustedes nunca han sabido aprender lo suficiente. Me voy, está bien. Pero sepan que en este baile de destrucción, en cuyo guión ni siquiera ustedes se ponen de acuerdo, yo no fui quien eligió al Oxígeno como partenaire.

C


Noviembre de 2007
Rev. en Noviembre de 2009

sábado, 12 de febrero de 2011

Kei's Song

Hace años mi madre tenía un piano de pared, que antes había sido de su madre. De él, ella sacaba música, y yo ruido. Debió ser la proverbial tolerancia de la familia para con sus miembros (inevitables socios en la generalidad de los casos), lo que impidió que me echaran de casa o me ataran las manos con eficaces nudos marineros, para esquivar la tortura que debía resultar la escucha de mis probaturas. O quizá fue el deseo de mi madre, muy alejado de lo probable, de que yo llegara alguna vez a tocar el piano. Lo cierto es que después de muchas horas de ensayo propio y resignaciones ajenas, conseguí hacer soportable el sonido producido por aquellas viejas teclas; si bien, el repertorio era escasísimo, y entonces la paciencia familiar tuvo que adoptar otro tipo de estoicismo iterativo. Muy iterativo. Recuerdo que saqué esta melodía: ton - ton - ton ; ton - ton - to-tonnn ; ton - ton - ton ; ton - ton - to-tonnn. Exacto. Lo han adivinado. Son las siete primeras notas (interpretadas dos veces) del Birdland de los Weather Report: Esa obra maestra que a algunos nos pone la carne de gallina. Yo no le daba mucha trascendencia a mi logro, algo escaso, la verdad, pero mi amigo Julio me decía que sin las siete primeras notas, difícilmente podría obtenerse la octava (¿lo pillan?), y por lo tanto, lo mío era importante.

Hoy me da por pensar que quizá David Benoit tuvo un viejo piano de pared en casa de su madre; y que uno nunca sabe por dónde le llegan los tiros en la vida. En todo caso a él, a Benoit, le llegaron por el presunto piano de su madre o por algún otro, y el resultado de su trabajo es algo excepcional. O si no, escuchen esto.



domingo, 6 de febrero de 2011

El Club de ajedrez



Estudié en el Ramiro. Y aludo a ese lugar así, sin apellidos, como haciendo uso de esa absurda familiaridad que utiliza el que habla de lo suyo como si ello fuera una referencia inevitable para los demás. Ya comprendo que esto es de majaderos y que vaya usted a saber de qué me las quiero dar yo. Me hago cargo, es verdad, pero lo cierto es que estudié en el Ramiro. Así. Sin apellidos.

Pero permítanme que siga. En el Ramiro había, y aún hoy existe, un club llamado Estudiantes, cosa que es de casi todo el mundo conocida. Pero probablemente no lo es tanto que dentro del espacio del Estudiantes no sólo cabía el baloncesto como actividad lúdico-deportiva, sino que existían otras distintas: una de ellas era el ajedrez.

Un día me apunté a la sección de ajedrez del Estudiantes. Y aunque no recuerdo qué clase de buena idea me pareció el hacer tal cosa, supongo que algo habría detrás de mi decisión, descartando otras motivaciones más evidentes de las que carecía yo, al no contar con ascendencia rusa ni vínculos familiares en la ciudad de Linares, allá en el Jaén aceitunero y altivo.

Entre los chavales de aquella fría e improvisada sala del Magariños, y en aquel entonces, solíamos echar partidillas llenas de errores estratégicos y pequeños piques de colegial, e incluso, a veces, utilizábamos ese reloj de estrés que usan los buenos para meterse prisa mutuamente, y demostrar que el tiempo no siempre es propiedad de todos, sino que cada uno lo usa por turnos. Había un tipo alto y desgarbado (mi estatura de entonces me hacía ver gigantes en cada sitio) con acento argentino, que hacía las veces de responsable del lugar. Y no logro distinguir entre las escasas imágenes que conservo de aquellos años, que pudiera llamársele entrenador, tal era su inexistente discurso en lo referente a la apertura Ruy López, o a los Gambitos de Dama, o a cualquier otro concepto que pudiera servirnos para deslumbrar a los amiguetes “pringaos” que habían decidido no ser parte del cotarro.

Sea como fuere, aquello estaba lleno de tableros y mesas, y piezas, y ambiente; sobre todo ambiente. En todo esto ocupábamos algunas tardes entre semana, y luego, el sábado, venía lo bueno: a la cancha a ver a Gonzalo Sagivela, y al desmañado Cambronero.

Un día, el argentino nos anunció la inminente celebración de una partida simultánea, en la que veinte de nosotros tendríamos la ocasión (entonces a esto se le llamaba "mierda para cada uno") de enfrentarnos a un solo tipo. Me apunté sin dudarlo.

El día señalado y a la hora fijada, todo estaba preparado a lo largo de veinte tableros colocados en varias mesas dispuestas en forma cuadrangular. Las blancas hacia el interior del cuadrado. Las negras hacia fuera, en el lado de los abusones. Y se presentó nuestro contrincante con una paternal y encantadora sonrisa que poco tenía de rusa, si es que las sonrisas tuvieran pasaporte. De hecho, aquel tipo se llamaba Bermúdez y era, por aquel entonces, el entrenador del primer equipo de baloncesto del Estudiantes. ¡Pero qué poco serio! ¿Cómo era posible que el número uno del millón y pico de entrenadores que había a lo largo de todas las categorías del Ramiro, fuera, además de eso, un avezado ajedrecista? No podía ser. Las habilidades, aunque sólo sea por machacona querencia estadística, tienden a huir de la concentración en una única persona para repartirse por el censo poblacional como el polen en el mes de mayo.

En fin, algunos de nosotros tendríamos que hacerle pagar la osadía de pluriemplearse en profesiones ajenas; y eso, si no acababa su aventura en que él no consiguiera infligirnos a nosotros ni una sola derrota. No entraré en detalles que todavía, pasados los años, me resultan lastimosos, pero lo cierto es que nuestro mejor resultado fueron unas tablas, de las que, por cierto, no fui yo el protagonista.

Ahora que recuerdo aquella historia, pienso que realmente la estadística sirve para bien poco. Y supongo que Bermúdez era de esos tipos a los que envidiamos un poquito, o puede que más que un poquito, o más todavía, porque parece que se hubiera inventado a su medida cualquier cosa que les dé por practicar, siendo irrelevante el hecho de que lo hagan por vez primera o no, de que sea de habilidad con la mano o con el pie, de que se hagan imprescindibles en su práctica los reflejos, o la capacidad matemática, o incluso ingenio y simpatía, siendo la concurrencia de éste último caso, algo ya profundamente doloroso para los que engrosamos la parte ancha de la campana de Gauss.

De aquella época del Estudiantes a ahora no he mejorado sustancialmente mi nivel como jugador de ajedrez, pero sí he madurado como persona y he retirado trascendencia a las cosas pequeñas, como casi todos vamos haciendo tarde o temprano. Sigo considerando que el ajedrez es un juego magnífico, y lo he practicado de vez en cuando. Hace algunos meses, por ejemplo, eché un par de partidas con mi amigo Andrés. Las jugamos tranquilamente. Enviándonos las movimientos por correo electrónico, y sin establecer tiempos de respuesta máximos ni ninguna otra norma que implicara premura. Perdí en ambas, pero no me preocupó. Ahora soy más astuto, y escogí a Andrés como contrincante porque sé que no tiene ni puta idea de baloncesto.


Enero de 2004
Rev. en Mayo de 2007