estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 26 de septiembre de 2010

Laura y las sillas voladoras



Al final de una jornada pletórica de risas y diversiones, y atrapados por una sensación de feliz agotamiento, la atmósfera del Parque de Atracciones va adquiriendo un color entre amarillo y rojizo. Si dependiera de la hora y del trajín incesante del día, las grandes máquinas que pueblan este espacio, empezarían a bostezar. Pero sólo si su ciclo circadiano fuera un poco más orgánico y menos metálico. En realidad son, a su manera, como los niños pequeños, que pasan del modo “on” al “off” repentinamente. Como si tuvieran también ellos un botón para ser apagados. Ya va siendo hora de recogerse, pero Laura (¡por favor, Papi!) aún quiere repetir en las sillas voladoras. Esas a las que la tecnología más moderna, con su sorprendente y extravagante estética, aún no ha llegado. Y hacia ellas nos dirigimos. Lo hacemos a paso de marcha para evitar una impuntualidad con el último pase, que sería una lástima.

Yo me quedo en tierra, porque creo que no tengo ya cuerpo, ni puede que arrojo bastante, como para volar de noche. Y desde el suelo, me quedo mirando toda la ceremonia, como si el éxito de la misma dependiera de mi mirada atenta. Laura ha escogido una silla del círculo exterior. Eso nos ayudará a ambos. A mí, en mi labor de vigilancia, y a ella, porque me verá mirándola, y puede que comprenda que con las cosas serias, al menos con algunas, no soy un tipo distraído.

Laura me sonríe cada vez que pasa a mi altura en las primeras vueltas. Lo hace con una franqueza cuya importancia probablemente no entienda, pero que me conmueve. Me sonríe contagiada por la algarabía del resto de los pasajeros, y mueve las piernas adelante y atrás de forma alternativa, disfrutando de la ingravidez y del aire fresco que le acaricia el rostro.

El cilindro central de esta atracción de Mary Poppins va ascendiendo lentamente, y con él, su gran sombrero superior, policromado a base de dibujos que recuerdan a las portadas de las aventuras de Celia. Y detrás van las cadenas que sujetan las sillas, y que ya andan inclinadas como si se deslizarán por una carretera con peralte que, suspendida en el aire, hubiera sido construida por algún eminente ingeniero de los de traje con pajarita, bigote pequeño y retrato fotográfico en blanco y negro.

Entonces observo algo sorprendente. En cada vuelta a Laura le cuelgan más las piernas. Miro a mi alrededor buscando gestos de extrañeza en las caras de los otros padres aparcados en el entorno, pero no aprecio en ellas transformación alguna. El hombre que opera la máquina sigue visible a través de una pequeña ventanita que hay en el redondo pedestal. No advierto en él ningún movimiento no programado, y pienso que seguramente estoy loco.

Sigue pasando Laura por delante de mí una y otra vez, y ahora toda ella es más grande por momentos. Definitivamente, debo de estar chalado. Sin embargo, no me preocupo. Me sigue sonriendo, y distingo gestos de bondad en sus ojos. Me da por interpretar que es la mirada de quien elegiría antes lo utópico que lo pragmático, y eso me causa una indefinible sensación de satisfacción. Laura, a veces, distrae la mirada como escrutando el horizonte. Ahora no balancea las piernas. Las mantiene como al pairo en esta agradable noche de no me acuerdo qué mes.

Al fin, parece que el dilatado tiempo programado para este vuelo nocturno va terminando. Los improvisados pilotos con sus sillas de metal plateado se detienen lentamente. Laura se dirige hacia mí por el estrecho corredor de salida fabricado a base de pequeñas traviesas de madera. Anda erguida y sin prisas, y sigue sonriendo. Cuando llega a mi altura me dice “Papá, vámonos a casa. Ya es tarde”.

Camino de la salida, noto en la maldita rodilla ese molesto pinchacito cuya existencia ignoraba hasta hace un rato, y que me ataca a veces desde hace un tiempo cuya duración no sé medir. Y es que las jornadas como hoy se le hacen largas al cuerpo. Pero un día es un día. Y además, quién sabe si acaso ya no sea yo en lo sucesivo, quien comparta con Laura las entretenidas y ajetreadas visitas al Parque de Atracciones.



Ilustración de Claudio Fabián Piccone
http://www.ocpc.com.ar/foro/showthread.php?t=689



Septiembre de 2010

domingo, 19 de septiembre de 2010

En la Plaza Mayor



Las tres mujeres estaban en la Plaza Mayor, sentadas en la terraza.

La de la blusa azul de tirantes se apantallaba los ojos con la mano para huir del deslumbramiento del sol que se encontraba allá en su frente (como Estambul, vaya) emergiendo sobre los tejados de pizarra. Parecía negar la capacidad de su mano para ser opaca, porque entornaba los ojos al mismo tiempo. O puede que lo hiciera para enfocar y así engañar a la miopía, no sé.

La de los pantalones pirata blancos estaba repanchingada en su asiento, y apoyaba los pies en la silla de enfrente. No encontraba la postura y cambiaba el culo de sitio dentro del pequeño espacio metálico en el que intentaba darle acomodo. En esos lances, la silla en la que apoyaba los pies arañaba el suelo y se alejaba de ella.

La de la melena larga, ondulante y negra, estaba en posición perfectamente erguida. Su cuerpo y sus piernas formaban un ángulo de noventa grados, ni uno más ni uno menos. Jugaba con el servilletero, y lo mareaba haciéndolo girar sobre la superficie de la mesa con sus dedos casi tan largos como su cabello. Cruzaba una pierna sobre la otra, y la de arriba abanicaba rítmicamente el suelo que se encontraba debajo.

La mujer de la blusa azul de tirantes tomaba un café solo. Detuvo con un gesto enérgico y mudo al camarero, cuando éste intentó volcar leche sobre la pequeña taza. Lo protegía con las manos. Y el café, quién sabe si en agradecimiento, se las calentaba.

La mujer de los pantalones pirata blancos bebía Cocacola. Tras palpar la botella, arrojó los hielos del vaso al empedrado de la plaza. Entonces el sol empezó a hacerse cargo de ellos, como vaticinaron que pasaría cuando aquella vez en el cole me hablaron sobre el ciclo del agua.

La mujer de la melena larga, ondulante y negra había pedido un té. Se lo sirvieron muy caliente y el aliento blanco que desprendía el recipiente, ascendía hacia arriba hasta hacerse invisible hacia la mitad del fuste de la columna que había justo al lado del velador de desayuno.

Ninguna de ellas hablaba. Miraban en un silencio cómplice a los edificios, y a ratos se detenían en la Casa de la Panadería, como esperando que hiciera honor a su nombre y les obsequiara con un trozo de pan recién hecho. Pero quizá no era eso, porque alguien les habría dicho ya, que no queda nada de tahona detrás de esa fachada.

La de la blusa azul de tirantes dijo: “joder, qué bien lo pasamos anoche”. Yo no lo escuché por culpa de la distancia, pero lo leí en su gesto. Las otras asintieron, y eso no hacía falta oírlo.

La Plaza se empezaba a llenar de gente. Entonces me espabilé y reanudé mi trabajo con el cepillo. Hay que ver cómo se pone este pavimento con la jarana de los noctámbulos.



Octubre de 2006

sábado, 18 de septiembre de 2010

Información por doquier




No diré que mi fe en la actividad política (de los políticos) se desmorona. En realidad, algo que se desmorona parece que requiere, de manera previa, de una cierta altura que permita a la caída alcanzar importancia. Y la cuestión a la que aludo nunca tuvo longitud suficiente, en lo vertical. Pero la actividad política significa muchas cosas distintas, y no voy yo embistiendo al bulto, sino que me refiero concretamente a la escasa capacidad de los políticos para abstraerse de vez en cuando de las "necesidades" organizativas, electorales y de supervivencia de los partidos a los que pertenecen, para centrarse en el núcleo de la cosa que debería ser el motor de su vocación, esto es, promover que se haga lo que más conviene para mejorar la situación de los ciudadanos, o al menos de la mayor parte de ellos; o cualquier otra definición de las miles de ellas que se podrían formular, bajo una intuitiva idea que es más o menos común para todos. Quizá no tanto para los políticos, cuando apoyada la cabeza en la almohada, se desvelan pensando en su ajetreado día de mañana.

Por otra parte, ya hace tiempo que se me secaron determinados idealismos de los que a uno se le va empapando el cuerpo a lo largo de los años, y entiendo que tampoco se puede hacer política a base de referéndum semanal, para garantizar así el eco permanente de la opinión de los administrados en los temas a administrar. Y hasta aquí esta reflexión, que daría para mucho más, pero que necesitaba sólo con la finalidad de introducir otra relacionada con ella. Ésta se refiere al hecho de que para poder mejorar los partidos políticos sus resultados en la tarea de conseguir ser vistos lo mejor posible (a costa necesariamente de procurar que no se haga demasiado de cerca), no han dudado en alargar todo lo necesario el cable del micrófono a través del que lanzan sus mensajes; y en la consecución de ese objetivo, se han hecho con la inestimable colaboración de los medios de comunicación.

Aquí hay dos cuestiones que ocupan mi reflexión de algún modo. Por un lado, no sé si quiero tener respuesta a la pregunta del millón, y que, formulada en dos mitades, sería algo así como ¿es posible para un determinado medio de comunicación estar alineado siempre con otra fuente de opinión ajena a él, desobedeciendo pertinazmente incluso al más elemental comportamiento probabilístico de que alguna vez pueda producirse un desacuerdo entre ambos?, y en su consecuencia, y supuesta la imposibilidad de lo anterior, ¿qué beneficio material tiene un medio con hacer ese eventual ejercicio de auto limitación?

La segunda cuestión es algo más prosaica, lo admito. En el tiempo que paso en el coche (mi ocasión habitual de oír noticias), y en el ánimo de no comprar el primer pantalón que me pruebe, intento escuchar más de una emisora. Ello me supone poner en riesgo mi seguridad al volante, puesto que la radio no tiene sistema automático de zapping, y depende por tanto, de la capacidad de mi dedo índice para interactuar sobre ella, con la consiguiente distracción potencial. Creo que, inadvertidamente, las opiniones que nos entran de manera continuada por los oídos, acaban por quedársenos dentro, aunque nuestra percepción es la de que tenemos convicciones firmes para todo, o casi todo, y a prueba de bombardeos de opinión.

Al final, mi sistema, bromas aparte, no es solución tampoco, y tengo la impresión de que existe una cierta paradoja final. Diversificando las fuentes en aras de mejorar la información, el resultado final es que entre todos la mataron y ella solo se murió, o lo que es lo mismo, nunca acabamos de saber si son galgos o podencos.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Pirulí



Torre redonda:
envías fantasías
sobre las ondas.



Fotografía: Flaurash

viernes, 10 de septiembre de 2010

Cowboys & Angels


De George Michael tengo la sensación de que no ha dado a la industria discográfica, y aún más importante, a lo que no es industria sino mero gusto por la expresión musical, todo aquello de lo que era capaz. Supongo que hay un montón de circunstancias que podrían explicar este hecho, si en realidad se le pudiera dar semejante nombre a lo que podría haber sido y no es. Cualquier lector apresurado podría dar por identificadas a algunas de ellas, sólo con dar un rápido repaso a su biografía.

Es más que probable que la época en la que este hombre fue vendido a la audiencia mundial como un sex simbol, haya sido un tiempo mal aprovechado, en lo referente a su crecimiento como músico. Y eso, aún cuando en su época de Wham tuvo ya un éxito más que importante. Pero en realidad, esto es algo inevitable en cualquier orden de la vida. Uno no puede nacer hecho, sino que tiene que ir haciéndose con el paso del tiempo, y no todas las etapas intermedias están siempre en la trayectoria más corta posible entre el inicio y el destino.

En fin, esto no son más que reflexiones subjetivas de mi menda. Supongo que lo verdaderamente medible y objetivo son las listas de éxitos, y esta canción que les propongo, después de bastantes números uno de Michael, no se comió un colín en ellas. No obstante, espero que les guste.






George Michael da un resultado especialmente bueno como intérprete de temas cercanos al Jazz. Una de sus ilusiones, abiertamente declarada, era cantar con Aretha Franklin. La hizo realidad interpretando un tema titulado “I knew you were waiting for me” que, curiosamente, suena más Pop que Jazz.

Un saludo

domingo, 5 de septiembre de 2010

A este lado de la puerta



No llegué a cruzar la puerta. Justo cuando la gruesa hoja de hierro en su movimiento de rotación pasaba a la altura del eje de simetría de mi jeta, se detuvo bruscamente. Como yo no esperaba este comportamiento dubitativo por parte de la cancela, la inercia de mi cuerpo hizo que mi cara se encajara violentamente contra el filo de su hoja. Primero impactó contra la frente y la nariz, para luego ir desplazándose por el lado derecho y terminar por detenerse contra el pómulo con un ruido sordo y breve como de madera seca tronchada. Antes de caer al suelo, fui capaz de comprender que el hierro nunca suena a madera seca.

El tipo de la bata verde me contó el desarrollo de la operación de reconstrucción, más con el ánimo, y en todo caso los modos, de dejar patentes sus grandes méritos de cirujano, que para informar, consolar y dar aliento a un paciente confuso y temeroso. Afortunadamente para mí, la mujer de la bata blanca me explicó en términos divulgativo-hospitalarios lo realizado en el quirófano sobre mi cara, así como el alcance de lo que previamente había sido roto en ella por causa del accidente. También me pidió información a cambio, y en su consecuencia me preguntó que cómo diablos me había dado semejante hostión contra la puerta. Aunque ella no empleó con la boca este término tan explícitamente herético, la expresión de su cara al preguntar cuadraba perfectamente con él. Me pareció una buena mujer que se interesaba por sus pacientes, pero no supe cómo dar respuesta a sus dudas, una vez que ella despejó las mías, acerca de que el funcionamiento de la puerta asesina se había demostrado perfecto en las investigaciones habidas durante el tiempo que yo había permanecido en modo "knock out" en el hospital.

En la segunda ocasión sucedió de un modo muy similar. Aunque al parecer, la puerta -que a la sazón giraba de derecha a izquierda en su movimiento de apertura- se detuvo algo más tarde. Por ello, el flanco machacado pasó a ser el izquierdo. No quedó piel en él desde el exterior del pómulo hasta la oreja. Y eso, en realidad, si la oreja hubiera permanecido en su sitio, porque en el transcurso del porrazo dejó de formar parte de mi anatomía. Esta vez, camino del suelo, capté la imagen de mis zapatos. Unos zapatos de color rojo intenso, puntera ancha y redondeada y longitud inexplicablemente exagerada. En los zapatos pensaba, eso creo, cuando mi cabeza hizo de ocasional baqueta contra el tambor del suelo. La percusión sonó a hueco, aunque ya no me dio tiempo a decidir de cuál de los sólidos en liza provenía el sonido. Luego, nada.

Más tarde, el tipo de la bata verde otra vez. Entonces se hacía acompañar de otros dos hombres con traje y corbata que se limitaron a mirar sin decir palabra. En esta ocasión se extendió menos en lo relativo a los detalles de la técnica quirúrgica. Puede que hubiera captado, al fin, mi incapacidad para seguir el ritmo y la ornamentación de sus explicaciones, o puede que simplemente hablara como un autómata mientras se preguntaba asombrado cómo es posible que un tipo pueda romperse la cara dos veces contra la misma puerta. O quizá debiera decir dos caras, toda vez que tras la primera reconstrucción, hubiera podido cruzarme por la calle con el más allegado de mis amigos sin que éste me hubiera reconocido.

La mujer de la bata blanca no se hizo acompañar por nadie. Tuvo una actitud de madre entregada para conmigo desde el principio, aunque yo no atendiera a la comprensión de este hecho de manera inmediata. Y es que mi única preocupación era la de recuperar mis zapatos. Pregunté por ellos a la mujer, quien me confirmó que, en efecto, no iba yo descalzo al ingresar atropelladamente por las urgencias del hospital. Luego localizó una bolsa de plástico de color aséptico (tanto que aún no sé si era gris o azul) dentro del armarito situado al lado de la puerta de la habitación, y de ella extrajo otra bolsa dentro de la cual estaban los zapatos. Eran zapatos de oficinista. Le pedí que indagara el paradero real de los míos, habida cuenta de que aquellos que me mostraba no eran los que llevaba yo en el momento del sucedido. Pero ella persistió, y sacó entonces de la primera bolsa una camisa blanca que reconocí inmediatamente como la mía. Lo supe porque aún era visible en ella un pequeño desteñido en la punta de un faldón que no salió ni en una docena de lavados, ni con la aplicación sistemática (aunque fuera sólo por dos veces) del quitamanchas del Doctor Bechmann. En vista de lo visto, cambié de tercio y le pregunté a la mujer que quiénes eran los dos tipos de traje que habían hecho de cuadrilla al cirujano plástico. Me dijo que eran psiquiatras, pero que no debía alarmarme porque los psiquiatras hoy en día son muy de estar en los casos clínicos, sin que ello suponga que el titular de la habitación que visitan esté de atar. Una vez que me hubo tranquilizado en este aspecto, le pedí que me dejara descansar un rato. Asintió con una sonrisa y se piró por la puerta que emitió un leve sonido metálico al cerrarse.

Aproveché la ausencia de distracciones circundantes para reflexionar y hacer balance de la situación. Para ello, me di la vuelta hacia el lado derecho que es la posición de tumbado en la que realmente mi capacidad intelectual rinde mejor. Existía la posibilidad, eso estaba claro, de que me estuvieran haciendo luz de gas en el hospital, y que hubieran sustituido los zapatos de payaso que llevaba en el momento del accidente por otros de estética neutra que serían dudosamente identificables de tan habituales en los pies de una gran parte de la población. Masculina. De oficinistas. De gustos un tanto conservadores. Pero por otro lado, la mujer de la bata blanca me pareció incapaz de sostener embustes con fines conspirativos contra un tipo de semblante tan cambiante como yo (sin que sepa yo bien qué relación hay entre lo uno y lo otro). Sin embargo, el fulano de la bata verde me pareció desde el principio el típico cirujano estético de sonrisa seductora, edad no muy avanzada, estatura intermedia, reloj en la mano derecha, pelo castaño, pantalón vaquero estudiadamente roto y piso en el Parque de las Avenidas. En fin, un tipo capaz de todo, como cualquiera comprende; aún fuera de su ámbito natural del quirófano. Pero, ¿con qué objeto iba a hacerlo? Por otra parte, la presencia de los psiquiatras en la última entrevista podía responder a la sospecha colegiada por parte de los facultativos del hospital de que efectivamente estuviera yo como una puta regadera. Hasta hace algún tiempo, ni a mí me hubiera parecido descabellado definir así a un tipo que se estampa dos veces con la misma puerta, y encima una de hierro que pesa un carajo. Luego pensé en la imagen de los zapatos una y otra vez, y una vez tras otra, mi intuición me dijo que detrás de ellos estaba la solución al enigma.

A la mañana siguiente me desperté tumbado del lado izquierdo. Mis trabajos de desentrañamiento de las cosas no habían progresado gran cosa. Al poco tiempo, prácticamente sin solución de continuidad tras beberme el café con leche del desayuno de la dieta inconcreta que correspondía a mi perfil de paciente, apareció en la habitación una señora setentona a la que no conocía de nada, dándome los buenos días con una amplia sonrisa, y colocándome un par de besos a los que no tuve tiempo de encontrar causa. Luego charlamos por espacio de unos diez minutos, aunque mi parte fue más de proporcionarle asensos a ella, y casi nada de estimularlos yo. A punto estaba ya de preguntarle que quién era, cuando decidió ponerse las gafas progresivas, al objeto de poder leerme la carta que había enviado su sobrina, la de Alemania, deseando una recuperación rápida para mí. Entonces torció el gesto y se adelantó a mis propósitos preguntándome por mi identidad. Pero no esperó a mi respuesta. Antes de obtenerla, me riñó por impostor y aprovechado, y abandonó la habitación con premura; tanta, que olvidó a los pies de mi cama el bolso del que había extraido sus gafas. No soy de habitual curioso, ni indiscreto, ni ladronzuelo de bolsos, pero me vi impelido a registrar el de la anciana por si de su examen se derivara alguna ayuda para matar el rato. Y sucedió que sí, porque me hice con un carmín y una sombra de ojos que guardé debajo de la almohada para que no me fueran expropiados por la mujer de la bata blanca, o en su defecto, por el hombretón del mono azul que hacía de celador de planta, y que desde el principio me había parecido un tipo físicamente bastante persuasivo.

Pasado un rato, la misma enfermera que me puso el termómetro, recogió el bolso olvidado al retirármelo. Decidí no hacer preguntas, y aún menos acerca de lo que marcaba el mercurio. En ese aspecto soy del todo fiable: 36,2º todo el año. Entonces puse en marcha mi estrategia. Calculé que la visita médica tendría lugar en alrededor de media hora, tiempo más que suficiente para componer un grafiti en la pared de mi derecha, justo frente a la puerta de acceso a la habitación. Dibujé un gran zapato de payaso con ayuda de la barra de carmín y de la sombra de ojos. Imposible no verlo al entrar. Un enrojecimiento sobrevenido en el rostro del médico o de la mujer de la bata blanca al descubrir el fresco, sería la prueba irrefutable de que ocultaban lo que ocultaban. Resultó que lo que ocultaba la mujer de la bata blanca era un carácter insospechadamente fuerte. Cuando vio el dibujo, me regañó con una vehemencia digna de afrenta de honor, y me amenazó con dejarme sin natillas en la comida. Ese era el postre que correspondía al menú de ese día, y mi alarma al respecto estaba totalmente justificada, por significar ese postre el pequeño consuelo para una comida espartana consistente en acelgas rehogadas y pescado cocido, todo ello perfectamente protegido de la malvada influencia de la sal.

Llegada la hora de la comida, dos cosas pude concluir sin lugar a dudas: la mujer de la bata blanca era un alma buena al no haber sustraído las natillas de mi bandeja ranchera; y efectivamente, nadie me había escondido los zapatos de payaso. Pensé que en cierta forma era una conclusión lógica, porque no suelo yo vestir zapatos de payaso en el día a día. No sólo es un complemento extravagante en la indumentaria de las personas que no son del gremio circense, sino que tiene que ser un auténtico tostón andar con ellos. Su anchura y longitud podrían provocar continuos tropezones con los objetos que circundan los pasos de uno. Entonces la solución me llegó nítida: los zapatos de payaso habían sido, sin ningún género de duda, los que habían detenido el giro de la puerta, y habían provocado mis embestidas contra ella. Estaba claro que yo no había calculado el efecto de desplazarme, llegando la punta de mis pies a los sitios una docena de centímetros antes de lo hiciera el resto de mi cuerpo. Esta hipótesis se enfrenta de plano a otros hechos anexos a la historia, y que yo daba ya por ciertos, es verdad. No comprendo cómo esos zapatos llegaron primero a mis pies, ni de qué forma desaparecieron después de provocar el estropicio. Mientras decido si me estoy volviendo loco, miro la puerta metálica de la habitación del hospital. Parece pesada. Quizá lo suficiente como para provocar un daño a cuya reparación acaso no alcanzara ya la ciencia del tipo de la bata de verde. He decidido no correr más riesgos. Creo que me podré acostumbrar a lo limitado de este espacio, y a sus rutinas, siempre que no me falten las natillas.

Cada día de permanencia en el hospital pienso que estoy en deuda con la mujer de la bata blanca, y que se merece por mi parte alguna muestra especial de afecto que parezco incapaz de generar. Algo explícito que le transmita mi agradecimiento por su amabilidad y paciencia. Pero ignoro su nombre y no sé bien cómo dirigirme a ella. Es una jodienda que en los sueños nunca salgan los nombres de pila.
Agosto de 2008