estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



viernes, 30 de abril de 2010

Bailando


Modo de empleo: Pincha el enlace musical y prueba a leer el texto mientras escuchas la música.





Bailando se ha ido el último de los bailarines. El teatro mudo. El aire, despejado de sonidos, colecciona espacio para utilizarlo mañana. Entonces lo llenará del murmullo de las conversaciones previas y expectantes, y si Dios quiere, del alboroto de los aplausos. Mañana.

Bailando pasó parte del día en el que le hablaron del trabajo. Fue un amigo, quien lo hizo, porque él, a su vez, fue alertado de la oportunidad por su hermana que ya era limpiadora. Enmarcada su silueta por las paredes de terciopelo rojo y raído de la sala de fiestas, y todavía acelerado el pulso por la reciente agitación del cuerpo siguiendo el ritmo de la música, no le pareció seductor, el trabajo. ¡Hay tanta distancia entre lo que nos gustaría hacer en la vida, y lo que la vida nos deja hacer! Pero ahora le parece que el empleo tiene una gran ventaja. Una que sólo algunos pueden apreciar. Ella también. Puedes soñar mientras barres, friegas, o llenas la bolsa de papeles desarraigados de utilidad. Pocos papeles, eso sí, porque al teatro la gente sólo necesita llevar ojos y oídos. Y alma para saber utilizarlos.

Su madre bailando es la imagen más nítida que Isabel guarda de cuando era pequeña y feliz. Solía hablar siempre de la música, del baile y de los aplausos, y decía que no había nada como el mundo del espectáculo. Y fue esa filosofía de artista sin escenario y de andar por casa, la que impregnó con su esencia el carácter de un hogar lleno de trajes de lentejuelas, de estolas de plumas y de tocados cargados de frutas. Ni su madre fue nunca artista, ni es probable que lo sea tampoco Isabel. Qué iguales las dos. Qué fiel reencarnación se ha dado en la hija del optimismo como principal filosofía de vida, y del talento para disfrutar de las cosas, de su madre.

Ha aparecido la música como por ensalmo. Y el hechizo también ha llenado el teatro de parejas de baile, allá donde antes sólo hubo sillas. Isabel aún no ha tenido tiempo de comprender lo que está pasando, cuando un atildado bailarín de madera le ha tomado la mano y le ha hecho adquirir ya un movimiento rimado con el compás de cuatro tiempos. La tarima del recinto sostiene ahora una plétora de elegantes posturas, que descargan energía y musicalidad en sus desplazamientos. El partenaire de Isabel es bastante alto, como corresponde a la capacidad de una butaca para estirarse cuando escapa de las contorsiones a que su función le obliga. Sujeta a Isabel con sus brazos alineados, y forma con ella un círculo abrazando el aire que se carga de sabores latinos y del perfume de Celia Cruz. E Isabel lleva y es llevada, todo a un tiempo, y estira el cuello y la espalda, y se hace toda ella gracia y línea.

El crujiente suelo está callado y pareciera hecho de terciopelo, tal es la suavidad y delicadeza de los pies danzarines deslizándose por su superficie. Si dependiera de ese asombroso estruendo de discreción, no podría suceder que Antonio, el nuevo vigilante del teatro y su único habitante nocturno de casi todos los días, acudiera a la sala a contemplar la fiesta improvisada. Ha debido de ser la música, que Isabel cree escuchar desde su interior, pero puede que esté también sonando en el aire del vestíbulo, o en el de las curvadas escaleras, o en el de los pasillos de los palcos, y que son todos ellos, en realidad, una única atmósfera.

La fantasía y Antonio parecen oponer sus actos, porque aquella se marcha justo cuando éste ha aparecido. Isabel, con una ligera mueca de placer, cerrados los ojos, sujeta la fregona y sigue dibujando con ella pequeños círculos al ritmo de lo que sólo ella escucha. El vigilante sonríe con ternura. Ya ha visto antes estas explosiones de anhelos, que tienen como catalizador el ambiente hipnótico y embriagador que se genera entre anfiteatros ingrávidos y molduras doradas. Comienza a recordar como también él, una vez, los tuvo, y cuánto deseó subirse a un escenario para compartir su arte con el público.

Entonces, de súbito, piensa que la mente se le ha disparatado, cuando empieza a oír la música en la gran sala del teatro, y ve como cientos de bailarines color wengue se acoplan a ella con giros e inclinaciones, y con poses y ritmo de fiesta. Todo ocurre con rapidez. Isabel no ha sido tomada esta vez por los firmes y delgados brazos de su anterior compañero de baile. Antonio ha llegado antes, y ambos danzan ya sobre la pulida superficie del escenario. Como si la presencia de Mr. Bernstein, oculto entre bambalinas y en busca de inspiraciones, fuera esperada, hoy el teatro se ha llenado de chispa y de talento. Y de sueños, por mucho que todavía no sea hora de dormir. Sueños compartidos por Antonio e Isabel, para los que uno desearía que la vigilia no fuera sino pura entelequia. Sueños en los que se querría vivir eternamente, y escuchar su magia, y bailar.

Y bailar. Y bailar...



Octubre de 2007

miércoles, 28 de abril de 2010

Simple irresistible


No conozco mucho la discografía de Robert Palmer. Sólo he paseado a ratos por su álbum Clues. Y nunca me ha parecido algo excepcional. De hecho, Johnny & Mary, uno de los temas más celebres del disco y de toda la carrera de Palmer, me parece soso, aburridillo y algo pacato. Pero creo también que este hombre fue un auténtico currante de la música. Supongo que razonablemente honesto con sus gustos y sensaciones a la hora de acercarse a los tipos que dirigen la industria. Eso deduzco de la consulta de su biografía, un auténtico zigzag artístico, rico en luces y sombras. Aquí, sin embargo, creo que va por lo recto a un género clásico, el rock, de una manera magnífica. Con absoluta franqueza y sin guardarse nada. Aunque el rock es esencialmente do-fa-sol, no todos los temas de rock son iguales. Ejemplos hay. Algunas canciones impelen al baile de manera inmediata y contundente. Ésta es una de ellas. Que la disfruten.






PD. Este enlace es el de escuchar y, eventualmente, bailar la canción. Pero no sería correcto omitir que existe una versión de video "youtubiana", llena de chicas (irresistibles todas ellas, como no podía ser de otra manera), cuyo concurso no desmerece "casi" en absoluto, la calidad de la canción.

domingo, 25 de abril de 2010

¡¡¡Sorpresa!!!


Ya se me está empezando a cargar el gemelo por culpa de esta postura tan incómoda e inapropiada a mi estado de forma. Siempre me ha parecido muy desagradable ponerse en cuclillas. Aún en el tiempo en que era yo de goma y la robustez de mi naturaleza desafiaba a la física, o a la biología, o a la ciencia que correspondiera ser desafiada, estar en cuclillas me jodía. Nunca me atreví a revelar a la pandilla este vergonzante hecho, no fuera a ser que dejaran de contar conmigo en sus preferencias a la hora de formar equipos para jugar los unos contra los otros. Cuando tocaba al escondite, veía a otros chavales en cuclillas, y estaban tan campantes, como si se estuvieran fumando un puro. Yo, por el contrario, estaba deseando que descubrieran mi escondrijo y me eliminaran, para así poder abandonar la posición de tortura. Ahora, los dolores son mucho mayores, pero la responsabilidad es tanta o mayor que entonces, porque Luisito, Aurora, Ricardo y Sandra, que son, todos ellos, los mejores amigos de Belén, y que andan desperdigados en la oscuridad circundante, deben estar también fumándose un puro; y a mí me gustaría preservar esta imagen de señor enrollado, a pesar de lo mayor, que supongo que me he ganado participando en este divertido montaje. Creo que acierto al pensar que su naturaleza aguanta mejor que la mía esta espera en estado de contorsión, porque cuando hemos tenido que encender la luz para atender a los pequeños incidentes que la oscuridad y los nervios han venido provocando, los que permanecían agachados tenían cara de felicidad. Una cara auténtica, no una impostada como la mía.

Hoy es 3 de marzo. Hoy cumple años Marisa, y la urgencia de los preparativos para estar en esta fecha a la altura de las circunstancias, me ha tenido en una tensión grande en los últimos días. Quizá a ello pueda atribuir el tono rocoso que aprecio en los trapecios ahora mismo. Un masaje me vendría bien. Eso me digo repitiendo mecánicamente lo mismo que dicen todos los que nunca encuentran tiempo para hacer algo de ejercicio que les prevenga de la necesidad de masajes. Al llevarme la mano a la zona dolorida he rozado con el codo la pared, y he sentido un intenso latigazo de dolor. Dolor de gotelé levantándome la piel. En un absurdo pensamiento repentino, me he sentido reconfortado por lo que podría constituir una venganza automática, y es la más que probable mancha de sangre que habré dejado sobre la pared. Pero no puedo confirmar la existencia de esa mancha porque estamos a oscuras. No lo sabré hasta que todos gritemos al unísono “¡sorpresa!” a una desconcertada Marisa, cuando ésta aparezca por la puerta y confirme con su presencia, lo que el sonido de sus tacones sobre el suelo del rellano de la escalera nos habrá anunciado unos segundos antes. Ese sonido característico de ella que hoy ya se está demorando un poco.

Fue Belén, con su voz de violín, y esa mirada traviesa robada a su madre, la que puso en crisis mi ceguera: “Papá, ¿este año tampoco vamos a hacerle una fiesta a mamá por su cumpleaños?” De repente ha sido como si el espejo en el que me he estado mirando cada mañana desde hace tantas, y que me ha ido dosificando la información sobre los cambios que iba sufriendo, hubiera sido sustituido por otro que no me veía desde sabe Dios cuándo. Entonces me han entrado las prisas y un remordimiento cuya naturaleza no sabría describir. Preparar esta fiesta sorpresa a Marisa, fue la idea de bombero que se me presentó entonces, como solución de emergencia a la pregunta de la niña.

Debe ser ya muy largo el tiempo en el que me vengo comportando de forma descuidada y poco considerada con la sociedad que Marisa y yo acordamos formar en su momento. Eso tengo que creer si pongo en la evaluación de un diagnóstico de la situación, todos esos signos que ella ha estado enviando, y que no comprendo cómo no he advertido antes. Y lo mismo debo pensar si acepto, con un mínimo de objetividad, que el silencio que he recibido de los más cercanos cuando les he explicado la naturaleza de nuestros conflictos, no puede ser sino síntoma de que sólo ese silencio les era posible como postura máxima de solidaridad para conmigo, que he sido siempre un amigo para ellos. Más de uno -eso creo, ahora que me ha dado por pensar, escapando del solaz de no querer ver ni oír el estado en que se encuentran las cosas- ha debido morderse la lengua con frecuencia para no cantarme las verdades del barquero, y ponerme en mi sitio. No sé qué coño me ha pasado. Será que me he ido abandonando como persona, en el sentido más doméstico de la palabra, y que he desatendido con progresiva intensidad todo signo de cariño hacia lo que no fuera mi propia persona, sin ver las alertas que podían darme pistas sobre mi deriva. Y todo esto, aplicándome la dudosa indulgencia de pensar que no siempre fui así. Pero he decidido poner arreglo a esto. Por eso hoy, después de tantos años de creerme a salvo de tan desagradable tortura, estoy de nuevo en cuclillas.

Aunque me agazapo detrás de una mesa cuyo peso al desplazarla me pareció siempre desproporcionado a su tamaño y utilidad, veo que corre el aire entre ambos, y no creo que sea ella la que me está oprimiendo el pecho, en cuyo centro noto un dolor de ida y vuelta que me está empezando a causar una cierta sensación de mareo. Lo achaco a que he dormido poco y mal (anoche estaba nervioso como los colegiales en la víspera de una excursión), y a que esta mañana me he incorporado demasiado rápido de la cama, que es lo que siempre se ha dicho en casa de mis padres que es causa segura de que una jornada se tuerza. Marisa me anunció ayer que hoy tenía una reunión importantísima, y muy temprano en la oficina. No iba a poder dejar a Belén en el colegio a la hora habitual. El último empujoncito hacia la vigilia me lo dio ella desde la puerta del dormitorio a las 6,30 de la mañana, cuando se iba de casa. Recuerdo haber pensado, entre la neblina del desvelo sobrevenido, que calzar manoletinas en esa reunión tan crítica, no era lo más apropiado, y menos en ella que siempre ha gustado de una estricta formalidad en su entorno laboral en lo relativo a la forma de vestir.

Hoy me he tomado el día de vacaciones (hecho que, por supuesto, le he ocultado a Marisa), para poder hacer todos los arreglos logísticos necesarios para la fiesta sorpresa. Por ello, adaptarme al requerimiento de tener que dejar a Belén en el cole no ha sido un problema. Luego, por la tarde, como cada día, la he recogido, si bien hoy me he llevado además a cuatro polizones para dar color y algarabía a nuestra celebración. Durante la mañana he podido localizar gracias a algunas consultas en internet la dirección de tiendas en las que comprar piñatas, narices de payaso, antifaces y guirnaldas al estilo abril sevillano, para que a la impedimenta festiva no le faltara de nada. En ese momento no le he dado ningún significado al hecho de ver un montón de visitas a agencias de viaje on line en las últimas semanas. Pero ahora, justo cuando una nueva punzada de dolor me llega al pecho y empieza a descenderme por el brazo, la imagen del historial de navegación en el ordenador me golpea en la memoria reivindicando su auténtica importancia. Su protagonismo cruel. Y ato cabos. He empezado a sudar, y tengo frío y nauseas.

Desde algún rincón de la oscuridad psicodélica de esta fiesta, aún por empezar, me llega borrosa la voz de Belén diciendo: “Papá, ¿por qué mamá tarda hoy tanto?”. Me gustaría darle alguna respuesta pero ya no me llegan las fuerzas a las cuerdas vocales. El dolor del pecho ya hace minutos que ha dejado de ser intermitente, y su intensidad ya no ofrece dudas sobre las intenciones de esta crisis. Me he ido escorando hacia mi costado izquierdo hasta que el suelo me ha recogido, aún flexionadas las piernas a pesar de que no me han encontrado en mi escondite. Puede que esta vez, por ser la última, sea yo quien gane el juego.

Belén insiste en su pregunta a nadie. En el último momento me doy cuenta de que aunque la luz continúa apagada, mantengo en la cara esa sonrisita estúpida de “esto es una juerga y cómo me lo estoy pasando”. A oscuras, no puede ser su finalidad la de mantener el ambiente festivo de cara a los niños. Parece más bien un gesto de incredulidad. Es como si tercamente me resistiera a creer que no será Marisa quien me descubrirá en mi escondrijo. Ni hoy, ni jamás en el futuro.



Abril de 2010

viernes, 23 de abril de 2010

A mi enemigo de cabecera


Mi estimado enemigo,

Me dirijo a usted con el fin de intentar hacer algo para desatascar esta situación que se encuentra, a mi juicio, en un momento de indefinición, y para la que no me queda claro si es mejor facilitar la posibilidad de una evolución posterior, o de una finalización definitiva. No tengo ninguna fe en conseguirlo, no sé si más por mi habilidad, o la falta de ella, para hacerle entender lo mío, o por las suyas para comprenderlo. El problema es el pensamiento humano con las cosas que en él hay. Y es que uno se siente un poco mejor, absurdamente mejor, cuando hace algo, porque sólo así se puede contrarrestar la frustrante sensación de no hacer nada; ignorando por completo el hecho de que en muchísimas ocasiones es esta opción, la de no hacer nada, la mejor.

Lo cierto es que no tengo armas para litigar contra usted. No las tengo porque no puedo luchar en una guerra de la que no me siento parte, aún cuando usted me haya invitado a entrar en ella. Que estemos a la gresca sin que exista un pretexto para ello, es una situación absurda, debe usted hacer un esfuerzo por entenderlo. En el punto en el que nos encontramos hay más afrentas por lavar producidas por la propia dinámica de la pelea, que por la situación anterior a la misma, en la que no existía relación alguna entre usted y yo. Quizá usted ha hecho de la profesión soldadesca su filosofía de vida, y ello le obliga a tener que buscar enemigos para dar sentido a su existencia. Si es así, pregunte a cualquier soldado, y ya verá como todos están de acuerdo en que el patrocinador de las guerras no suele, por lo habitual, acudir personalmente a ellas. Esto nos llevaría a que se está usted engañando a sí mismo, y perdería igualmente el tiempo, manteniendo esta querella.

Una vez que usted dé por ganada esta contienda (aquí la victoria o la derrota será siempre una cuestión subjetiva), mírese las manos, por favor. Verá como siguen vacías. Y aunque usted ponga toda su voluntad en pensar lo contrario, los agravios para los que esperaba una adecuada satisfacción, volverán a reproducirse mañana o quizá pasado, con otra persona y en otro lugar.

No interprete esta carta como la intención por mi parte de hacerle a usted el objeto de algún tipo de mensaje moralizante. No. Nada más lejos de mi intención. No quiero salvar su alma. Tanto es así, que si en este instante, y por arte de encantamiento, desapareciera usted del mundo que conocemos, reapareciendo con sus banales rencillas en el otro extremo de la galaxia, yo no perdería ni un instante en echarle de menos.

Termino. Sólo le pido que reconsidere desde un punto de vista pragmático, las posibles recompensas de su actitud, y desista en su empeño de lograr la felicidad a través del perjuicio ajeno que, de producirse, no se engañe, no dependerá finalmente de la voluntad de usted. Hágalo, o fosilizará esta situación, sin que ningún antropólogo jamás, sea capaz de interpretar qué tipo de bien o justicia pudiera haber implícitas en ella.

Reciba un cordial saludo de su enemigo invisible.



Mayo de 2004

lunes, 19 de abril de 2010

Como anillo al dedo


El pasado lunes, un tipo con piel de azabache y ojos claros, me ofreció un precioso anillo en la tienda portátil que tenía establecida en la estación de metro de al lado de mi casa. Me gustan los anillos grandes, casi exagerados. Siempre llevo uno en cada mano. Con eso, y con el hecho de que el que me enseñó el vendedor del metro era extraordinario, no dudé ni un momento en comprárselo. El anillo era de acero plateado, y estaba formado por un filamento de sección circular como de un milímetro de diámetro que giraba en espiral avanzando a lo largo de aproximadamente un centímetro. Los extremos quedaban libres, suspendidos en el aire. En la parte superior del anillo, en cada uno de sus ciclos, había una pequeña piedra amarilla incrustada en el acero. Tuve una percepción como de cumplimiento del destino al comprar aquel anillo. No fue sólo la decisión inmediata de quedármelo, sino la sensación de que quien me lo vendía, había comprendido también que el anillo era necesariamente para mí.

A Elena le hubiera encantado el anillo. Para ella, y para nuestro último encuentro, tuve un recuerdo inevitable. Hacía más de un año que ambos tirábamos trabajosamente de nuestra relación en lugar de navegar armónicamente sobre ella. Por eso, mientras se encontraba en Capadocia, en aquel viaje que hizo con la gente de la facultad durante el pasado verano, decidí romper nuestro vínculo. Era lo mejor para los dos, me decía yo. Quedamos una tarde plomiza de finales de agosto, apenas día y medio después de su regreso. Y entonces se lo dije. Así, sin preámbulos; casi de entrada; como si la necesidad de explicarle en qué había ocupado mis pensamientos en su ausencia, me urgiera. Como si requiriera su beneplácito. Como si no fuera a volver a verla. No dijo nada. No hubo por su parte gestos que expresaran sorpresa o dolor. Sólo mantuvo una mirada y un silencio extraños. Y a consecuencia de aquella conversación muda e insólita, nuestra tarde terminó rápidamente. Mucho antes de que se extinguiera la luz vespertina del momento. Sin besos.

Fue al día siguiente de haber comprado el anillo cuando empezaron los hormigueos. Empecé a sentir como una sensación de anestesia en la mano. Algo poco perceptible, pero continuado. El hormigueo parecía desplazarse, y en algunos momentos se extendía hacia la parte del antebrazo. El miércoles, la sensación se prolongaba hasta el codo. Entonces tuve ya claro que algo no estaba yendo bien. Le hablé del asunto a Roberto, mi compañero de piso, quien restó importancia al hecho. Dijo que se explicaba fácilmente por la influencia que los cambios estacionales (entrábamos en el otoño) tienen siempre sobre el funcionamiento de nuestro sistema cardiovascular.

El jueves por la mañana, mi mano había adquirido un tono violeta y el dedo índice, donde estaba colocado el anillo, estaba claramente amoratado. Fue entonces cuando comprendí que el anillo me estaba ahogando la circulación sanguínea del dedo y decidí quitármelo. No pude. El anillo estaba prácticamente incrustado en la piel. Los pequeños movimientos giratorios que realicé para intentar desbloquearlo, me provocaron un grandísimo dolor. Desperté a Roberto y nos fuimos inmediatamente al servicio de urgencias del hospital.

La enfermera que me atendió no podía comprender cómo me había podido colocar aquel anillo. Me aseguró que el anillo tenía un diámetro menor al del dedo, y puso cara de escepticismo cuando yo me defendí de su implícita acusación, diciéndole que me lo había puesto con soltura hacía sólo dos días, y sin apreturas de ningún tipo. El dolor empezaba a resultar permanente e insoportable. Para entonces, al grupo se había sumado ya un médico, quien, después de un rato de discusiones y de evaluación de posibilidades, determinó que cualquier sistema que pudiera ser utilizado para quitarme el anillo, iba a resultar terriblemente doloroso para mí; de manera que procedieron a administrarme una anestesia y me trasladaron a un quirófano. Una larga hilera de tubos fluorescentes deslizándose por el techo blanco del hospital, fue lo último que pude distinguir antes de quedarme completamente dormido.

Me desperté en una habitación blanca. Roberto, sentado en una pequeña silla al lado de la cama, me sonreía. Mi mano derecha estaba envuelta en un gran vendaje de momia. Miré el vendaje y luego a Roberto. Entonces, éste, algo aturullado, me enseñó el anillo.

-Todo ha terminado. Éste cabrón ha sido el que ha formado todo el lío- dijo señalando al anillo que sostenía en una mano. Intentaba bromear, pero estaba nervioso.
-Es la mitad de lo que era cuando lo compré -dije-. No lo entiendo.
-Sí. Todavía se redujo algo más después de que te durmieran, pero después de habértelo quitado, parece estable.
-¿Estable?
-Sí, desde ayer ha dejado de menguar.
-¿Qué día es hoy?
-Sábado. Has dormido más de 36 horas.
-Roberto, ¿para qué has vuelto a pegar las dos mitades del anillo?
-Bueno, verás, tienes que saber una cosa...

Roberto no era un gran intérprete. Su gesto fue sobradamente elocuente.

-¿No has tenido que pegarlas, verdad?- le pregunté.
-No. Lo siento mucho. Esta ha sido la única solución que se pudo encontrar. Se te iba a crear un trombo en cualquier momento. No pudieron serrarlo. Ni siquiera lograron hacerle un arañazo. Todo el mundo está atónito. También el tipo que vino con la sierra mecánica. Dijo no haber visto jamás ningún sólido con una dureza como la de este anillo.
-No sé si quiero conservarlo.
-Es comprensible. Si quieres se lo regalamos a la enfermera de la planta.
-Pero Roberto...
-No debes tener miedo. Ahora ya es lo suficientemente pequeño como para no poder entrar en ningún dedo. Lo vio esta mañana por casualidad y se ha mostrado muy interesada. Dice que nunca había visto uno como éste, que es excepcional, y que lo ha visto dibujado en un libro sobre temas esotéricos. Comentó que es inconfundible y mágico. Incluso me ha dicho de dónde es, pero no recuerdo el lugar. Creo que es una región como por la zona de Turquía. Me suena que el sitio tenía un nombre largo.



Diciembre de 2008

miércoles, 7 de abril de 2010

Free as a bird


Aquí dejo, con el ánimo de que le sirva de ameno entretenimiento musical a quien por aquí se dé un garbeo en alguna ocasión, una canción de Supertramp. De las muchas que de esta banda (utilizar la palabra “banda” en lugar de “grupo”, tiene el efecto de hacer parecer que uno sabe más de música. Les recomiendo que prueben) han llegado al éxito, yo diría que ésta es de las menos conocidas, y de las de menor ortodoxia “supertrampiana”. Puede que porque tenga yo más costumbre de escuchar en las canciones del grupo la voz de Roger Hodgson, que la de Rick Davies que es quien interpreta esta.

Y me encanta. Aquí vendría al pelo aquella expresión tan sorprendente, y tan al gusto de hoy, que aplicada a este caso se materializaría en la frase “me gusta esta canción, pero no me digas (...?...) por qué”. Pero yo no la emplearé porque no logro acostumbrarme a ella, a la frase. Y además, sé perfectamente por qué me gusta la canción, aunque no me lo digan ustedes, los otros.






lunes, 5 de abril de 2010

Mis números primos


Tengo una estrafalaria teoría, que no es teoría ni es nada por lo poco de científica que tiene, según la cual los años en los que mi edad es un número primo son para mí años de bienes, sin que sea óbice, valladar o cortapisa (me mola esta “estracha” que introduzco aquí de cualquier manera) para ello, el que no aparezca copo de nieve alguno en el curso de los mismos. Esto no es algo que se me haya ocurrido en este momento, sino mucho antes ya. Y de hecho, lo he comentado alguna vez con los amiguetes, quienes, ya se hacen cargo ustedes, son muy buenos porque aún después de haberlo hecho han seguido predispuestos a prestarme alguna atención cuando hago ademán de ir a hablar.

Ustedes no me preguntarán (por pura discreción que yo agradezco) que qué hechos extraordinarios y buenos sucedieron en mis años de números primos. Pero es probable que piensen que la única posibilidad que explica que yo haya concluido en este axioma es que, en efecto, tales hechos hayan existido. Bueno, pues no lo sé, la verdad. Es tan probable que haya coincidencia entre ellos y un ordinal primo en mi secuencia de edades, como que no la haya. En realidad, no tengo estadística al respecto. Pero no se apresuren en su juicio sobre la cosa, por favor. Creo que puedo explicarlo antes de que asuman como definitivo ese sentimiento de lástima hacia mis amiguetes, los de ahí afuera, que están empezando a generar.

Allá, hacia principios de diciembre, un día vemos que ya casi no nos queda año por delante, y nos ataca una especie de mala conciencia de que ya no podremos concluir, cuando no ni empezar, todo lo que tocaba hacer antes de que aquel finalice. Entonces combatimos el remordimiento haciendo nuevos planes para el periodo siguiente (solución absurda -ya que está en el mismo nivel, escaso, de lógica que aquello a lo que se opone-, pero eficaz). Y no sólo nos ocupamos de nosotros mismos, sino que tenemos tiempo para los demás, de quienes presumimos, claro está, que andan también a la gresca con sus respectivas malas conciencias, y entonces les deseamos lo mejor para el próximo año. Entre tantos buenos deseos se crea un batiburrillo, entre místico y feliz, de sentimientos en el que todos participamos en mayor o menor medida. Y siempre pensamos que el año siguiente será mejor. Y así años tras año.

Pues bien, al ser los números primos un conjunto de números menor que el total de los naturales que podemos llegar a vivir, mi teoría es básicamente posibilista porque le exijo menos a la capacidad que tiene la probabilidad estadística para atender a mis deseos.

Me manejo con cierta soltura en el campo de las matemáticas, aunque sólo sea en las de nivel más elemental. Y es una suerte, porque la gente que no cuenta con esta modesta habilidad, no puede estar atenta a la avalancha de felicidad que se le viene encima al cumplir 41 años, pongamos por caso. Sí, ya sé que este ejemplo numérico me delata, y que alguien con perseverancia de sabueso y sagacidad de detective, podría deducir que me quedan lejos otras épocas, como la de los 17, los 23, e incluso la de los 29. Pero esto ya lo daba yo por descontado. Como todo el mundo comprende, a tales edades tempranas no andamos escribiendo estas cosas, y nos hace falta el tiempo, más para dar abasto a los planes de diversión, que para elaborar extrañas teorías, y hacer acopio de argumentos que nos permitan asumir que aunque ahora cumplimos junios en lugar de abriles, estamos en plena forma.



Noviembre de 2007

domingo, 4 de abril de 2010

Nadal al resto


Hoy he tenido ocasión de ver un videoclip en el que Rafael Nadal, nuestro gran tenista, le hace de partenaire a Shakira. No es que Rafa cantara, eso no. Sólo estaba allí aportando su imagen, mundialmente conocida, a la interpretación de la cantante colombiana que, dígase también, no le va a la zaga al deportista mallorquín en popularidad. Aquí, allá y en cualquier sitio.

Si intentara hacer un ejercicio breve, música aparte, de descripción del contenido del video, diría que ambos escenificaban un romance, envueltos en un ambiente algo neblinoso y selenita. Quizá poco creíble, lo del romanticismo, digo. Claro que, verdaderamente, los videoclips no son para creérselos. Eso hasta yo lo sé, aún siendo como soy un tipo bastante ingenuo. Y digo que era poco creíble porque esas cosas se notan. Se notan en la mirada de él, pendiente de a qué cámara tiene que atender (para ignorarla, claro). Se nota en que la distancia que hay entre la experiencia de Shakira en los entresijos de un rodaje, y la de Rafael Nadal en idéntica tesitura, es tan larga como la que hay entre nuestros ojos y la línea del horizonte. Se nota, en fin, en que queremos que se note, porque los que no somos Rafael Nadal no tenemos a nuestro alcance la posibilidad de estar con Shakira en un cuerpo a cuerpo como el que mostraba esta pequeña película musical. Ni creo que muchos de nosotros nos atreviéramos a tanto estar.

A pesar de esta locuacidad mía, algo confusa, y pudiera parecer que descreída, tengo que reivindicar a estos dos famosos. Son, cada uno en lo suyo, dos personajes que transmiten naturalidad y cercanía. Me caen bien. Pero eso no obsta, para que hoy, mientras veía la pantalla de televisión, tuviera la impresión de que Shakira era quien estaba al servicio, y Nadal al resto.


Abril de 2010

jueves, 1 de abril de 2010

En la consulta


El Doctor Teja me mira con indiferencia. Algo que resulta incomprensible, ya que no existe nada tan importante como arreglar lo mío. Mientras él hace de mí persona y de la pantalla del ordenador, objetos alternativos de su atención desganada, yo sigo comentándole la evolución de mi enfermedad. Al hacerlo, no utilizo un guión previamente aprendido, sino que voy adaptando mis explicaciones a los movimientos comprensivos que realiza su cabeza. Pero mueve poco la cabeza, sobre todo de arriba a abajo, y eso me complica la tarea de hilvanar correctamente las ideas. Al cabo de un tiempo escaso de reloj, he mostrado ya la inseguridad necesaria como para que el Doctor Teja me aplaste con la autoridad y la distancia que le otorgan sus títulos y diplomas, y vuelve a pronunciar las palabras mágicas: "no se preocupe, se pondrá bien".

Al llegar a casa, mi hija me interroga sobre los resultados de la consulta. Una vez más me regaña, cuando no acierto a explicarle cuáles son las novedades que el doctor ha prescrito hoy sobre el destino de mi vida.


Noviembre de 2007