estrachas del ocelote

Pequeño almacén de letras



domingo, 28 de marzo de 2010

Como Nadia Comaneci


Paco se mueve con agilidad por las vigas transversales de sección cuadrada que se dibujan en paralelo sobre los soportes verticales de esta especie de emparrado que hay que ver lo bonito que va a quedar.

Todas las vigas, verticales y horizontales, están ya pintadas y secas. Los de la brocha acabaron ayer, de manera que sólo queda instalar las cajas de conexión para poder hacer llegar la corriente a todos los focos.

Para pintar fueron muy útiles aquellos andamios con ruedas que elevaban a los pintores y a su impedimenta a cinco metros, uno tras otro, de altura. Así se podían alcanzar las vigas de arriba, y manejarse cómodamente con el trajín de brochas, botes, lijas y otros utensilios cuyo uso hubo que simultanear. Sin embargo para las cajas eléctricas, sólo un par de destornilladores y unos alicates son necesarios. De manera que “¿cómo lo ves Paco? Si hay que traer los andamios, los traemos. Es una putada porque están en el otro lado de la obra donde Ramón los está usando para colocar unos cerramientos de cristal. Pero le decimos a Ramón que siga con otra cosa, y los traemos. ¿Cómo lo ves?”

-Dile a Pepín que me sujete la escalera mientras subo.

-¡Ese es mi Paco!

Paco se mueve con agilidad sobre las vigas transversales. Se mueve con una elegancia comparable a la de Nadia Comaneci, salvando las distancias, claro; también las que en cada caso hay hasta el suelo. Cuando Nadia Comaneci quitó el polvo al cartón que tenía dibujado el número diez, Paco era apenas un bebé. Por eso seguramente no entendería la comparación. Como tampoco entiende la insistencia de Rosa, su mujer, en que vaya al médico para ver qué son esos mareos que le vienen a veces a la cabeza y le secuestran la estabilidad y el equilibrio. Y es que Rosa se preocupa demasiado, igual que con los peques. Los golpes que tengan que darse, se los darán por mucho que andemos detrás de ellos para protegerles. Así son las cosas.

Paco va de viga en viga. Su único kit de seguridad está constituido por el tabaco y el mechero. Con cada caja de conexión que cae, cae también un pitillo. Si no existiera el tabaco, habría que inventarlo, porque es de puta madre. Sobre todo con el cafelito de después de comer. Aunque hoy el cafelito va a ser con hielo porque hoy pega, pero bien. Ni siquiera se puede llevar el casco del calor que da. Y es una suerte que Andrés no se ponga tan pesado con estos temas. No hay nada más coñazo que tener un encargado agobiado. Andrés es también de puta madre, como el tabaco. Confía en Paco y sabe que sería insustituible si hubiera que decidir en malos momentos con quién hay que quedarse y con quien no. Además se estira el tío, y paga una ronda sin que parezca que su bolsillo llora. No como otros, que te están cobrando la ronda a fuerza de comentarios durante meses.

Después de la última caja, Paco desciende del emparrado de vigas. Es hora de comer. Las cajas han quedado de puta madre.


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Paco está fumándose un pitillo, como siempre. Quedan dos minutos para empezar una nueva jornada tan calurosa como la de ayer. Pero en dos minutos se hace uno con un Ducaditos. Esta mañana hubo un mareo, pero fue en el cuarto de baño y Rosa no se enteró. Así que Paco se ahorró la charla.

Andrés llega con cara de cabreo. Anoche la propiedad hizo una prueba con la iluminación de aquel rincón del emparrado que tanto les gusta. No funcionó ni uno solo de los focos. Resulta que las cajas que les suministraron estaban defectuosas, y ahora hay que sustituirlas todas por las que valen de verdad. Y es una putada. Porque ya no es sólo instalar cada caja, sino desinstalar primero la mala, de manera que “¿cómo lo ves, Paco?”

-Dile a Pepín que me sujete la escalera mientras subo.

Paco se dirige resuelto y sin prisas hacia donde le esperan los focos. El cinturón de las herramientas colgado de su cintura, oscila al compás de sus pasos. De repente, se para en seco y titubea. Se lo piensa. Se palpa el bolsillo trasero del vaquero. “Sin problemas -piensa- me quedan suficientes cigarros”.



Mayo de 2005
Rev. Noviembre de 2007

sábado, 27 de marzo de 2010

Al final del día


Con frecuencia deseamos, a veces con el fervor propio de quien reza una oración, que el espacio de cada día se pudiera inflar como un globo, haciendo sitio a otros minutos distintos de los que siempre ocupan plaza en el vehículo del tiempo. Y nos prometemos, quién sabe si para ser más convincentes en nuestra plegaria, aprovechar bien ese nuevo trozo de vida, para así poder decir con justicia cuando llega la lasitud del final de la jornada "hoy ha sido un buen día, y mañana será mejor". Pero siempre el sueño nos sorprende sin poder haber dicho nada, y al día siguiente tenemos que volver a los mismos anhelos.



Abril de 2004
Rev. Junio de 2007
Rev. Marzo de 2010

domingo, 21 de marzo de 2010

La olla que me regalaste


Me aturullo cuando me miras con esa cara de saber lo que quiero decir mejor que yo mismo. En una reacción propia de prueba poligráfica policial, siempre me siento culpable. Y eso, aunque mi único desliz sea el de dirigirme a ti sin haber elegido con cuidado las palabras necesarias para no naufragar en tu impaciencia, en mi premura. A veces pienso, ironía de las cosas, que acaso dejara yo de transmitir esta señal tan reconocible por ti, el día que tuviera realmente la conciencia llena de culpas. Pero, por si acaso, hoy no haré la prueba, y te hablaré en diferido. Por carta y a salvo de tu mirada.

Sé que el otro día te decepcioné cuando te llevé a cenar a aquel restaurante tan caro. Aunque quizá no lo suficiente como para poder comprar tu aprobación, y que llegáramos a parecerte bien, el restaurante por bonito, y yo por mi voluntad de agradarte. Sé que pensabas eso porque también mis vértices se han limado al efecto de tu erosión, y he empezado a saber leer tus silencios que son, en consecuencia, cada vez más locuaces. Y creo que tienes razón y que la he cagado una vez más, aunque no me lo hayas dicho en tu intento de salvar la noche. Yo puse sólo una llamada de teléfono donde había que poner otros matices, otros mensajes, una excursión al mercado y un decidido trabajo en la cocina. Ahora, puede que en este mismo instante, te estarás preguntando para qué me has regalado esa olla tan bonita y tan moderna, que prometí estrenar para ti; y me encojo pensando que quizá tengas a remolque de esta duda, otras de mayor trascendencia.

Mi psicólogo me recomendó encarecidamente que no situara al mismo nivel mi incapacidad para enfrentarme al cocido madrileño, con otras patologías de mi persona sobre las que asegura que ya hay suficiente campo de trabajo. Además, insistió en que es imposible pasar por alto todas las otras buenas cualidades que tengo sólo por esta cuestión, y que todo el mundo entiende que hay quien sirve para cocinar, y hay quien no, y que no todos vamos buscando cocineros o cocineras para entregarles parte de nuestra vida. Lo cierto es que estas palabras me dejaron más tranquilo, más allá del hecho natural de que uno va al psicólogo con el ánimo y la esperanza de salir mejor tras su encuentro con él, que antes de iniciarlo. Aquella noche en las páginas amarillas anoté los números de teléfono de 6 o 7 escuelas de cocina, y luego me tomé un vaso de gazpacho envasado y me fui a la cama con la sensación de estar en el buen camino para encauzar mi vida.

Pensé que si las cosas se hacen, se hacen bien, y decidí apuntarme a un curso de cocina exprés, como las ollas, para ponerme al día en lo fundamental a la vuelta de una semanita, o dos como máximo. Además supuse que tenía que ser presencial, ya que la sensación que producen los sabores difícilmente puede transmitirse de manera virtual a través de cursos on line de esos que abundan en internet. El conciliar los horarios factibles, con la necesaria disponibilidad de plazas libres en los mismos, y la resolución de otros inconvenientes de naturaleza burocrática, consumió más de dos semanas, cosa que me puso ya a tiro de piedra de tu cumpleaños, fecha elegida para el estreno de la olla. Este hecho me empujó a significarme eficazmente el día de la primera clase en la que la profesora nos comunicó el programa del curso. Eran tres semanas, y la olla no iba a ser objeto de ensayo hasta la última de ellas. Le rogué suavemente, primero, y muy vehementemente, después de su primera negativa, que diera la vuelta a un calendario tan caótico y arbitrario, y empezara por la olla de manera inmediata. Ese mismo día, por ejemplo. No recuerdo con exactitud mis palabras finales al dirigirme a la profesora tras su obstinado rechazo a mi propuesta, formulada ya en no menos de tres ocasiones; pero la dirección del centro las calificó de gruesas en el momento en el que me comunicaron mi expulsión del grupo. Me extraña que yo haya perdido tanto los nervios como para haber dicho lo que me dijeron que dije. Permíteme, además, que no lo reproduzca ahora, no vaya a ser que a consecuencia de tu disgusto, el momento fuera oportuno para que les dieras a ellos más crédito que a mí.

En fin, que ya no tuve posibilidad de reacción, y decidí no enlazar un nuevo fracaso en la retahíla de ellos que venía cosechando en los últimos tiempos. Y renuncié a intentar prepararte una cena usando la olla, por miedo a que fuera de todo menos cena cenable lo que saliera de ella, y por si hacerlo hubiera supuesto, además, comprometer la seguridad física de la finca donde vivo. Y el resto ya lo conoces, como dicen en las películas. Incluso sabes que acuciado por el sentimiento de culpa, me hice el olvidadizo cuando el otro día te dije jovialmente que te invitaba a cenar a aquel sitio caro para celebrar tu cumpleaños.

Sé que relatarte esto a toro pasado no me redime. Pero al menos, me quedo más tranquilo al mostrar en mi confesión que puse voluntad, y que en absoluto he sido invadido por el desinterés y la desidia; y me gustaría pensar, quizá haciendo abuso de tu bondad, que el episodio no ha tenido un efecto desastroso y definitivo en tu opinión sobre mi, porque a la vez que me responsabilizaba de la necesidad de utilizar la olla que me regalaste, y cuanto más te iba conociendo, más se me iba a mí la mía, por ti.



Junio de 2006

domingo, 14 de marzo de 2010

El espectáculo del hielo



Mucho tiempo atrás, en uno de mis frecuentes e interminables viajes en tren por la geografía rusa, conocí a un tipo extraño. Coincidimos en un miserable compartimento de los habituales en los convoyes de la Compañía Estatal Ferroviaria, cuyas actividades procuraban estrechar las astronómicas dimensiones del mapa de este inabarcable país. No entablar algún tipo de comunicación en aquel encuentro, por lo escaso del espacio a compartir, hubiera sido imposible aún para el más introvertido de los mortales, de manera que nos comportamos atendiendo a nuestra naturaleza humana, e iniciamos una tímida conversación. El hombre extraño no se prodigaba demasiado en detalles personales, ni tampoco en otras cuestiones que hubieran resultado útiles para romper el hielo, así que el peso de la charla lo llevaba yo. Dado que las interioridades del negocio de las máquinas para el pesaje de cereales, al que yo me dedicaba entonces y ahora, que utilicé como argumento nuclear del diálogo, tampoco daban para grandes apasionamientos, mi compañero de viaje terminó por buscar un entretenimiento extra en la actividad de intercalar tragos de vodka entre los kilogramos de trigo y centeno que yo, complaciente, repartía por la atmósfera con la ayuda de mi locuacidad.

Fue sin duda el vodka lo que desató la lengua de mi contertulio, quien en un momento determinado se acercó a mí con ademán misterioso dispuesto a decirme algo que me pareció intentaba mantener exclusivamente en el ámbito de su boca y de mi oído. Al tiempo que su aliento me obsequiaba con intensos efluvios etílicos, me alcanzó también su confidencia.

El hombre dijo ser capaz de transformar la totalidad de su cuerpo en un fluido, y de hacerlo volver a su estado sólido a continuación, sin que en dicho tránsito se produjera erosión alguna en su densidad corporal. Al principio, creí haber entendido mal, pero luego comprendí que por increíble que pudiera parecer, eso era exactamente lo que me había confesado. Me detalló, también, que aquella habilidad era algo susceptible de ser transferido a otros y que, en consecuencia, tenía un valor económico como objeto de comercio. Le pregunté sobre sus planes para con aquella portentosa capacidad, a lo que me respondió, escueto, que aún no había llegado su momento, pero que en virtud de ella, llegaría a convertirse en el artista más importante y conocido de la historia de la humanidad.

Ese episodio quedó enterrado en mi cerebro sin que en todos estos años la memoria me lo trajera a la consciencia. Hasta el día de ayer. Fue cuando llegué a San Petersburgo, ciudad hermosa y fría que no frecuento, ya que mis clientes habituales están esparcidos en el área sur oriental de Moscú. Un enorme cartel pegado en la astillada puerta de madera del viejo hotel que me acogió, anunciaba el éxito sin precedentes que venía obteniendo el gran Dimitri, la incuestionable estrella de una feria ambulante que se encuentra en la ciudad. El cartel rezaba que el gran Dimitri, al igual que el agua, cambiaba su estado físico de sólido a líquido, para volver luego a su estado inicial. Sólo alguien que yo había conocido antes, podía encontrarse tras la capa y el sombrero de prestidigitador del gran Dimitri. Eso pensé yo.

Hoy, gracias a la inestimable ayuda del encargado del hotel, he conseguido una entrada para el espectáculo del hielo del gran Dimitri. Es lo primero en lo que me he ocupado por la mañana, aún antes de pensar en granos, medidas volumétricas u otras cuestiones prosaicas que siempre pueden esperar. Luego, por la tarde, he tenido una experiencia inolvidable. El espectáculo ha resultado fascinante. Yo, que me considero una persona descreída de lo mágico y de lo no susceptible de explicación científica, aún no puedo comprender cómo es posible ver lo que yo he visto.

Al margen de lo excepcional de su exhibición, he podido descubrir que el gran Dimitri no era quien yo esperaba. A pesar de que el tiempo transcurrido ha sido mucho, su aspecto me ha sugerido que no podía tratarse de la persona a quien yo recordaba, sometida a la evolución natural que supone cumplir años, sino de otra distinta. Ello ha azuzado mi curiosidad de tal modo que he buscado resueltamente el camerino del artista, avanzando contracorriente por entre la letanía de almas que buscaban la salida del teatro a la finalización del acto. Me proponía cambiar algunas impresiones con él.

Dimitri me atendió cortésmente, y me dedicó una atención que no esperaba de un desconocido. En todo momento me miraba a los ojos, mientras yo le preguntaba intentando que mi inquisición pareciera vaguedad, cuando en mi pensamiento era dirección y objetivo concretos; hasta que él, de repente, me ha explicado su situación de manera muy explícita:

-Vivo muy bien –comenzó- Disfruto de todas las comodidades que alguien, aún el más ambicioso, pudiera desear. Y esto es precisamente lo que pensé que ocurriría con mi vida, si lograba conocer cuál era el secreto de este talento, al que usted ha asistido hoy, y de cuya existencia me habló un tipo que conocí en un tren camino de Samara.

-Yo conocí a ese hombre -le confesé nerviosamente- pero él me dijo que en modo alguno pensaba revelar su secreto a nadie, para no poner en riesgo su aspiración de ser el mejor de entre los más grandes artistas.

-Sí, es verdad. Pero lo cierto es que mi insistencia, y la oportunidad de tener entre mi impedimenta de viaje un excelente vodka con el que motivarle, lograron, pasado un tiempo, convencerle para obtener de él, allí mismo en la intimidad de nuestro compartimento, una demostración de su talento.

-¿Qué me dice? -reaccioné sorprendido- ¿y qué más sucedió? ¿cómo le transfirió el gran secreto? ¿cómo logró usted convencerle para que lo hiciera?

-No me parece que, en el fondo, quiera usted una respuesta a su pregunta, pero hela aquí. ¿Ha oído hablar de la proverbial sequedad que nos produce en la garganta el árido ambiente de la estepa sur, y de la imperiosa necesidad de ingerir líquidos que ella nos provoca? ¿Por qué cree que yo podría haberla superado, entonces, sin satisfacer mi sed?... Ya ve, amigo mío, de lo que uno es capaz a veces. En fin, usted preguntó y yo respondí. Pero intuyo que ya se ha dado cuenta de que no necesitaré persuadir a su memoria de que esta conversación nunca tuvo lugar entre nosotros, ¿me equivoco?

No fue suficiente con poner voluntad en que mi gesto no delatara el horror que sentí ante la revelación de semejante desenlace. El gran Dimitri lo comprendió y ambos supimos, al mismo tiempo, que mi terror vencería a cualquier impulso sobrevenido de promover la aplicación de la justicia de los hombres a sus actos. Después de todo, justicia subjetiva, me digo hoy a mi mismo, justificando mi omisión de auxilio a la misma. Imagino que la que nos trasciende no tiene esquiva posible. Mientras tanto, nada me parece tan subjetivo y, desde luego, justo, como sobrevivir.



Junio de 2005
Rev. Enero de 2007

viernes, 12 de marzo de 2010

11 de marzo


Han pasado ya 6 años desde el más famoso de los 11-M que en el mundo han sido. Al menos en el nuestro: pequeño y plagado de aceras, asfaltos y transeúntes. Hace ya 72 meses que nuestro ánimo urge el trabajo de los lagrimales cuando pensamos en aquel triste final de invierno. Desde hace ya 2.190 días, muchas familias andan buscando consuelo, pero no hay inventor que sepa inventar consuelos para estos males.

Podremos curarnos del miedo a viajar en un tren que nos lleve al trabajo cada mañana. Puede que nos curemos de la soledad que producen los ausentes, tal vez. Nos curaremos del asco producido por la recalcitrante voluntad de algunos medios de vender noticias a toda costa, aunque para ello hayan tenido que inventar otro 11-M distinto. Nos curaremos de la decepción que hemos sentido en muchas de las últimas 52.560 horas, ante la falta de talla y de reflejos de una parte importante de los habitantes de nuestro policromado mapa político, cuando merodean por las proximidades de este hecho fatal. E incluso nos curaremos del remordimiento que sentimos por olvidarnos, con una frecuencia digna de hábito, del dolor de los únicos protagonistas legítimos de la tragedia; la mayoría de los cuales, no sale nunca por la tele.

Pero después de 3.153.600 minutos de andar preguntándonos si el hombre se podrá curar alguna vez de ser hombre, nunca acabamos de obtener una respuesta.

domingo, 7 de marzo de 2010

Madrid amanece

"Madrid me mata". Eso decimos muchos de los que ocupamos este espacio tan lleno de gente y vacío de personas, para referirnos a que ni contigo ni sin ti, pero más sin ti. Sin ti, mucho más... Es como una resaca contagiosa y común... Puede que a Hilario Camacho, Madrid lo matara de verdad. De verdad de la buena. De esa que deja lugar a pocas dudas y aroma de rosas y lágrimas en el asfalto... Y ese llanto salado, moja tu paladar...

Aunque Hilario Camacho es conocido fundamentalmente por Tristeza de Amor, de la segunda época de su carrera musical nos ha dejado canciones soberbias como ésta que traigo aquí, Taxi, Final de Viaje, etc. Y no fue necesariamente la balada o la canción eminentemente romántica donde más destacó. El ritmo vivaracho de este tema recuerda la gran escasez de cantautores que ha habido en España que se hayan decidido a explorar espacios fuera de lo melancólico.

Les ruego, si se deciden a pinchar el enlace, que pongan especial atención a la parte de punteo vocal en el centro de la canción. Para venir de un, sobre todo, creador de música, no desmerece en absoluto al talento que muestran algunos cantantes cuyas facultades interpretativas, con mucha razón, elogiamos.

Copio la letra por aquí debajo. Quién sabe si cuando escuchen la canción por segunda vez, les da a ustedes por cantar.

Madrid amanece
con ruido, con humo,
y oscuros borrones
flotando entre nubes.

Madrid amanece
entre sueños perdidos,
confusión y sorpresa
latiendo en las venas.

Y entre tinieblas de fiebre se abre paso la luz,
es como una resaca contagiosa y común...

Que te vuelve a recordar qué solo estás, qué solo estás, qué solo estás,
en medio de tanta gente, qué solo estás.

Madrid amanece
con miradas de odio,
egoísmo y desdicha
corriendo sin meta.

Madrid amanece
entre amorosas cadenas,
amarga desidia
y lágrimas ácidas.

Y ese llanto salado moja tu paladar,
Madrid amanece a través del cristal...

Y te vuelve a recordar qué solo estás, qué solo estás, qué solo estás
en medio de tanta gente, qué solo estás.

Una vez más, una vez más, una vez más...
Una vez más, una vez más, una vez más...
Una vez más, qué solo estás, una vez más...




sábado, 6 de marzo de 2010

Desayuno




La cocina está pegada a un pequeño tendedero (o quizá éste a aquella) que supone la única oportunidad que tiene la luz para penetrar en la estancia. Lo hace a través de un conjunto de lamas metálicas dispuestas horizontalmente que son frontera entre el tendedero y el patio exterior. Las lamas, que observan una cierta inclinación, permiten la entrada de haces de luz paralelos que se estrellan contra el suelo de cuadros blancos y negros. A esa hora del día, la del desayuno, y en los días luminosos, parece que la casa se empieza a inflar de vida y movimiento desde allí. Desde el tendedero. Es por eso que los días en que ha habido lavadora y hay que tender la ropa, amanece más tarde, y a veces, no termina de hacerlo.

Pero hace tiempo que algo ha cambiado. Ya no acuden al desayuno las volutas de humo que acostumbran a enroscarse caprichosamente alrededor de la nada aérea. Con ellas, el desayuno era más desayuno que ahora, porque su presencia perfilaba con precisión los haces de luz en el encuentro de ambos, y éstos, a su vez, adquirían la importancia de los focos en el teatro, y se hacían más patentes los esfuerzos del nuevo día por ser mañana. En ese sentido, el médico fue muy claro: “Al tabaco no le dé cancha. Si lo hace, el tabaco le matará”. Siempre pensé que para ese viaje, hubiera bastado el médico que hay pintado en las cajetillas de cigarrillos, como dentro de una esquela. Puede que el otro médico, el de verdad, no hiciera sino concluir lo mismo que todos los que a una determinada edad dejan de fumar únicamente porque toca hacerlo. Y que fuera esto último lo que hizo efecto en la voluntad de Pedro.

Ahora, observando esta atmósfera de ocres y grises, lo único que se puede asegurar es que el polvo de las casas sigue el mismo principio que la energía, al menos el que seguía entonces, cuando la escuela; y no se destruye nunca, pese al esfuerzo conjunto de Manuela y su impedimenta limpiadora que se despliegan sobre el terreno doméstico cada viernes. Sólo se traslada de un sitio a otro.

Hay un mostrador de desayuno que ha conseguido, después de algunos años de perseverancia, hacer de la cocina una habitación más de estar. De cocinar nunca lo fue mucho, y últimamente, menos. Al lado del mostrador, dos banquetas de altura media hacen posible estacionarse allí, cerca de la taza de café. Ahora, una de ellas no cumple con su función principal. Eso es así desde el día en el que Paloma fue introducida a rastras, aunque no en contra de su voluntad dormida, en aquel vehículo con su luz de color amarillo auto girando en el techo. El día en que ya no volvió, quien iba a decirlo, fumadora empedernida, no por culpa del tabaco.

A Pedro se le carga la espalda cuando, apoyando los codos sobre el mostrador de desayuno, se inclina sobre la vertical del café negro. Si no le conociera, diría que leyéndolo. O quizá es como si lo protegiera. Como si temiera que algún pequeño soplo de viento, llegara a descolocar la quietud del líquido en la taza, rompiendo a la vez su ensimismamiento. Justo es ese el momento que aprovecho yo para salir a flotar por ahí. Entonces recorro cada rincón de la cocina, como si fuera un avión de reconocimiento. Paso por encima del frigorífico, y compruebo que resulta demasiado alto para los recursos materiales y tácticos de Manuela. Puedo subir incluso por encima de la altura a la que se encuentran los ojos de Pedro, y observar los haces de luz que vienen del tendedero, y que desde allí son especialmente hermosos. Siempre pienso que me gustaría saber transmitirle esa imagen a Pedro a mi regreso, pero nunca sé si lo consigo. Él no me habla. Creo que no sabe que existo. O puede que si lo sepa, pero no cómo hablarme. O quizá sea yo quien no sabe cómo escucharle a él.

El mostrador de desayuno no estaba al principio. Pero su hueco lo pedía a gritos. No entiendo cómo Anselmo, el casero, no se daba cuenta de ello cuando desayunaba aquí. Tal vez, la atención sin reservas que le requería su hija, le distrajo de otras actividades más prosaicas. Ahora, Anselmo le ha dicho a Pedro que vuelve a necesitar la casa, también con su cocina, porque su hija encontró las atenciones de otro, otro tipo de atenciones, y necesita un sitio donde vivirlas. Pedro le contestó con esa proverbial calma suya que la cosa era bien comprensible, y que, por favor, trasladara a su hija sus saludos y deseos de felicidad.

No todos los días existe tiempo suficiente como para disfrutar del desayuno. En realidad, lo hay en muy pocos, porque los más suelen estar milimétricamente planificados para ser ocupados en actividades enfocadas a la organización y el desarrollo sociales, y no a lo que cada uno quiera. En los días de oficina, tomarse un café por la mañana responde casi a la necesidad de cumplir un punto de acción enfocado a la eficiencia. Uno que podría decir algo similar a esto: “alimentarse a primera hora de la mañana es necesario para dotar al cuerpo de la energía necesaria para lograr alcanzar el momento del siguiente punto de acción. De forma que hágalo, hombre, no lo olvide”. Además, en esos días, la luz va a la oficina de Pedro y no a su cocina, aún cuando cada vez se encuentra con que allí no tiene cómo disponerse en haces.

El jefe de Pedro está encantado con Pedro y con su trabajo. Pero le censura con asiduidad de metrónomo que ignore algunos caminos claros de promoción que se dan en el entorno del departamento. Sobre todo ahora, que no tiene ataduras domésticas, y que debe sobrarle el tiempo. “No es por el dinero -suele decir¬- es que es un pecado no sacar más partido de ti”.

Creo que esa es una de las cosas que más ocupa la mente de Pedro en los últimos tiempos. E imagino que estará siendo sometida ahora a reflexión con ayuda del café. Y está también lo de buscar otro piso. Y Paloma. Tan reciente su ausencia. Y parece como si con ella se hubiera ido todo el mundo, justo ahora que se valora con mayor importancia la presencia de la gente. Muchas cosas a la vez. Muchas para los estrechos hombros de Pedro protegiendo su café.

En el tendedero hay colgado un trapo amarillo de algodón que está muy desgastado por efecto del uso, y sobre todo por el del celo profesional de Manuela. Ella lo lava cada viernes y lo tiende a secar en una de las cuerdas del tendedero. Los haces que lo atraviesan aterrizan en diagonal sobre el mostrador del desayuno, invadiendo la zona enfrentada a la mirada de Pedro y calentando tibiamente su mano allí apoyada. Repentinamente Pedro, como respondiendo a dicho estímulo, sale de su concentración, se estira, y da un trago largo a su café. Entonces yo también vuelvo bruscamente. Lo hago desde los aledaños de la espumadera que se encuentra colgada en la pared próxima a los quemadores de la cocina, punto por el que transitaba en ese momento.



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A estas horas, y en estos días, siempre se me viene a la cabeza el mismo pensamiento. Debo ser de los pocos a los que gustándoles el café y la leche, no los toman juntos en el desayuno. Pero bueno, cada uno hace las cosas de la manera que mejor le parece. Así es como vamos caracterizando nuestro mundo cotidiano, supongo. Y oye, aunque la vida no suele estar como para tirar cohetes, creo que a mi las cosas no me van tan mal. A juzgar por los tonos que tiene hoy la luz de la cocina, parece que va a hacer un día precioso. Creo que me iré a montar en bicicleta por el campo, uno cercano que conozco y que aparenta ya no ser ciudad. Me conviene hacer algo de deporte, para ver si recupero un poquito el tono físico que perdí desde el día en que dejé de fumar. El mismo día en el que también Paloma lo hubiera intentado.



Noviembre de 2005

viernes, 5 de marzo de 2010

Un correo largo para ti


Hola amiga,

Desde ayer por la noche, o quizá desde la noche de algún día anterior, estoy pensando en cómo voy a escribirte un correo largo. Bueno, que si hay algo en lo que yo puedo ser muy largo es en los párrafos escritos. Quizá has sido una inconsciente al dejarme caer que preferías un correo extenso, porque nunca se sabe si esta extensión puede llegar a producirte un estado de somnolencia insuperable. Si es así, no dudes en mandar un correo al Defensor del Contertulio, para que él, siguiendo los trámites reglamentarios, me haga llegar la correspondiente amonestación; me refiero con esto a reproche, no a tarjeta amarilla, porque no es de fútbol de lo que hablamos, ¿no? Bueno, pues eso, que ya me conoces un poco y sabes que ante todo prefiero la sinceridad, y afrontaré con valentía y dignidad cualquier opinión tuya sobre mi, siempre que sea favorable. Y es que me pasa lo que a la mayor parte de los mortales, que es que cuando me dicen que el pantalón que llevo no me pega con la camisa, lo primero que hago es enfadarme. Pero luego me cambio de camisa, o de pantalón, o de ambas cosas. ¡Me catxis!, es que lo que nos falta es una mayor seguridad en nuestras propias posibilidades. Por ejemplo, yo creo que si me aplico, podría ser capaz de aprender a hacer un cocido madrileño, o una paella valenciana (para que no pienses que hago mucha patria), pero claro, no tengo olla, y sin olla, no puedo hacerlo (me refiero al cocido). Es un problema de inseguridad, no me cabe ninguna duda, ¿o si me cabe? Y hablando de hacer patria, yo no soy mucho de hacer patria, porque pienso que nos hemos pasado cientos de años los hombres y mujeres del planeta haciendo patrias, y yo solo ¿cuánta patria más voy a ser capaz de hacer?, pues igual muy poca. Y no estoy yo por la labor de que mi epitafio sea, "aquí yace este tipo que probablemente hizo patria pero sólo lo podemos afirmar porque los sociólogos manifiestan que hacer patria es una necesidad de los individuos, porque notarse, lo que se dice notarse la cantidad de patria que este ha podido hacer, eso no se nota". En fin, que es una forma poco guay de ser recordado. Claro que para qué queremos ser recordados cuando ya no estemos aquí, si al estar ausentes, el reconocimiento de otros no nos puede dar, como tampoco el viento inclemente si nos metemos detrás de la tapia. Pues resulta inútil. También es inútil pensar que no va a haber ninguna persona que nos vaya a recordar porque, por ejemplo, puede ser que hayamos dejado deudas en este mundo. No me refiero a deudas de gratitud de esas que no se pagan realmente, sino a deudas materializadas en facturas. Esas deudas pueden acabar por asegurarnos que alguien se acordará de nosotros. Lo hará el acreedor, y será inmisericorde, justo cuando la misericordia y las oraciones para alcanzar el cielo más necesarias nos son. El tío dirá: "¡menudo cabrón! Se fue sin pagarme la factura, y lo peor es que se ha ido tan lejos (creo que por este tipo de lejanía, es por el que se acuñó el término "casadios" para indicar que algo está muy lejos) que hasta allí no llega el Cobrador del Frac. Y encima he oído decir que el muy mezquino, ni siquiera hizo patria". Eso dirán aunque no sepan cuál es la patria de uno, y si ésta nos ha pedido que la hagamos o no, porque a veces las patrias se terminan, y no hay que seguir haciéndolas. Es el mismo principio que rige la vida de los puzzles. En fin, que después de haber reflexionado un poco, he decidido hablarte de mi para que este correo sea más largo, y diré que me alegré mucho de haberte encontrado la otra noche, y de comprobar que sigues siendo una persona simpática y encantadora. Muy simpática. Muy encantadora. Muy… paciente.


Febrero de 2004